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Había un muro. Construido con antiguas piedras grises, sin mortero; llegaba a la altura de la cintura, no parecía muy importante. Pero lo era. Tal como ocurre con todos los muros, lo que le daba importancia eran las cosas que había a ambos lados de él; si se trataba de un muro que dejaba fuera, de un muro que dejaba dentro o simplemente de un muro que separaba. A un lado del muro había un campo de patatas; la mañana era brumosa, gris y fría como una patata enmohecida. En ese campo se encontraba el Transporte Dirigible BA 3627S Ilustración Oriental de Aceros Belén Ares, con los motores apagados, vacío, las escotillas abiertas; la niebla fría giraba alrededor de las cápsulas de aterrizaje y se metía por las escotillas abiertas. Al otro lado del muro se extendía el Bosque de Chryse, el Bosque de Nuestra Señora, el más antiguo de los lugares jóvenes del mundo, donde Santa Catalina misma plantara el Árbol de los Orígenes del Mundo con sus manipuladores de acero. Los árboles se apretaban contra el muro inclinándose por encima del límite, densos y oscuros como las piedras. Sus ramas se proyectaban hacia el campo abierto de patatas; en algunos lugares, sus raíces habían derribado partes del viejo muro de piedra seca; sin embargo, las lindes marcadas por el muro persistían, porque las lindes entre el bosque y el campo eran más antiguas que el muro que las conmemoraba. Se trataba de un muro exclusivo, edificado para mantener al mundo fuera del alcance del bosque más que para impedir que el bosque entrara en el mundo.

Ese aspecto resultaría importante para los tres hombres con mochilas que avanzaban dificultosamente por el borde más alejado de árboles. Sus primeras pisadas del lado del muro donde estaban los árboles los convertían en hombres sin estado ni condición social, en exiliados. Oyeron como sus explosivos destruían la aeronave, el estallido extrañamente amortiguado por los árboles, y se alegraron, porque ya podrían volver a sus casas. El humo del incendio se elevó del campo de patatas como una acusación.

En sus primeras horas hallaron muchas señales de la presencia del hombre: pequeños montones de ceniza gris, pieles de animales medio podridas y convertidas en cuero; pero a medida que avanzaban y se iban alejando del muro en dirección al corazón del bosque, los toques de humanidad fueron raleando. Allí, la bruma parecía desafiar al sol; se rezagaba en húmedos valles y hondonadas; hasta el sol parecía remoto e impotente detrás del techo de hojas. El bosque se aferraba a sí mismo, absorto en su profundo sueño arraigado, y los tres hombres caminaban cansadamente entre los árboles antiguos como el mundo. No se oía el canto de los pájaros, ni el gañido de los zorros, ni el maullido de los jaguares, ni el gruñido de los vombátidos: ni siquiera las voces de los hombres interrumpían el sueño.

Los exiliados acamparon esa noche bajo inmensas hayas, más viejas que los recuerdos de cualquier hombre. El anillo lunar brillaba increíblemente alto y lejano entre el cielo poblado de hojas, y la fogata parecía muy pequeña y temeraria, porque hacía que las cosas oscuras salieran de los bosques para merodear junto al borde de la oscuridad.

Rael Mándela, hijo, montó guardia y mantuvo a la oscuridad a raya, allí donde llegaba la luz de la fogata, mientras leía extractos de los libros que su padre le había dado antes de huir.

«Llévatelos —le había dicho—. Son para ti, haz con ellos lo que quieras. Léelos, véndelos, quémalos, límpiate el culo con ellos, son para ti. Por todos los años inútiles. Te los devuelvo».

Páginas y más páginas llenas de arcanas proposiciones matemáticas escritas con la hermosa letra de su padre. Eran sus transposiciones de los cuadernos del doctor Alimantando, la labor de su vida. A Rael, hijo, no le decían nada. Los guardó en su mochila y se quedó mirando fijamente la oscuridad hasta que Sevriano Gallacelli lo relevó.

Esa noche, los exiliados soñaron un no-sueño, un anti-sueño que los vació, y en el que los símbolos y alegorías de la mente dormida fueron desecados para dejar sólo una negrura hueca y agotadora, como cuencas de ojos vacías.

A la mañana siguiente, los tres hombres marcharon por un pabellón de luz mantenido en el aire por columnas de roble. Los haces verdosos de luz solar brillaban a través del dosel de hojas, se rizaban y ondeaban como agua verde de río cuando el viento movía las ramas, pero ni un solo susurro de la gran conmoción arbórea llegaba al suelo del bosque.

Hasta las pesadas pisadas de los exiliados eran engullidas por la densa y mullida capa de hojas muertas. Por la tarde, Sevriano Gallacelli descubrió un helicóptero de reconocimiento que había quedado empalado en un árbol. Sus tripulantes colgaban por las escotillas abiertas; llevaban muertos tanto tiempo que sus ojos habían sido picoteados por silenciosas urracas y un moho verde les tapizaba las lenguas. Un pequeño agujero, delgado y recto como un lápiz, había perforado el dosel, el piloto y el motor principal.

—Rayos láser —concluyó Sevriano Gallacelli.

Una vez pronunciado este sucinto epitafio sobre la antigua tragedia, los tres hombres continuaron avanzando hacia el corazón del bosque. Eran las primeras palabras que pronunciaban ese día. En las horas siguientes se toparon con muchos recuerdos de la guerra y el ultraje: hilachas de seda de los paracaídas ondeando levemente en la punta de las ramas de una olmeda; a un esqueleto fatigado por el combate le crecía un helecho en la boca; círculos chamuscados, mantos de hojas pisoteadas en los claros de las profundidades del bosque; cuerpos colgados en las horquillas de las ramas, armas peculiares dispuestas para el ataque. Al atardecer, se encontraron con el más horrendo memento mori: en el cruce de un sendero, la rama bifurcada de un árbol bajaba a la tierra; empaladas en sus púas, cabezas humanas, las cuencas de los ojos vacías, los labios arrancados por las comadrejas, la piel arrancada a tiras.

Por la noche, los árboles se acercaban a la fogata y volvían a dejar a los exiliados vacíos de sueños.

Durante toda la mañana siguiente recorrieron un paisaje destrozado por la guerra. Allí había tenido lugar una gran batalla. Los árboles habían quedado reducidos a astillas blancas, la tierra estaba llena de cráteres y trincheras. Aquel territorio estaba cargado de recuerdos de la reciente atrocidad: una biciaérea quemada, de una plaza, no había señales de quien había ocupado esa plaza; una foto enmarcada de una mujer guapa con la dedicatoria «Con todo mi amor, Jeanelle» escrita en el margen inferior izquierdo, un claro de bosque despejado donde había caído un caza de dos plazas, abriendo un surco de tierra y verdor. Rael Mándela, hijo, recogió la foto de la mujer guapa y se la guardó en el bolsillo de la pechera. Sentía la necesidad de tener un amigo.

Pero a pesar de encontrarse en plena destrucción, el Bosque de Nuestra Señora seguía siendo fuerte. Como tratando de exorcizar recuerdos malignos, las ristras de madreselvas y clemátides cubrían las máquinas de guerra abandonadas, y el helecho fresco había brotado para ocultar a los caídos con su mortaja verde y enmarañada.

Batisto Gallacelli encontró una radio militar que todavía funcionaba junto a su operador muerto. El niño no tendría más de nueve años. Los tres hombres almorzaron acompañados por el programa de Jimmy Wong. El sol brillaba desde lo alto, el rocío rezagado repartía sus pinchazos sobre la hierba y una paz enorme salió del este para recorrer el desierto campo de batalla.

Rael Mándela, hijo, le dejó la foto de la mujer guapa al operador muerto. Tenía todo el aspecto de necesitar un amigo mucho más que él.

Por la tarde, temprano, pasaron de las tierras heridas por la batalla al corazón secreto del Bosque de Chryse. Allí unas estupendas secoyas se elevaban cien, doscientos, trescientos metros hacia el cielo, una ciudad de torres de suaves tonalidades rojizas y anchos bulevares cubiertos de pinaza. Los tres viajeros se habrían sentido dichosos de encontrarse tan cerca del corazón del bosque y del legendario Árbol de los Orígenes del Mundo, y tan lejos de la guerra de los Poderes, pero una sensación de horror se cernía sobre el aire e iba creciendo minuto a minuto, paso a paso. Entre la grandeza del corazón del bosque era como un veneno, un veneno que había salido del aire para meterse en la tierra y los árboles y de allí pasar a los exiliados a través de las noches sin sueños.

Comenzaron a andar con cautela, ojos y oídos alertas, desconfiados como gatos. No habrían sabido decir por qué. La vibración de un motor de avión que pasaba lejos, hacia el este, los hizo correr y gritar en busca de refugio en medio de los contrafuertes de las raíces de las secoyas. La humanidad se les iba secando gota a gota; gota a gota el bosque los fue llenando con su espíritu, con su espíritu horrendo, envenenado, maldito e inhumano. Echaron a trotar, a correr, no sabían por qué corrían, ni hacia dónde iban, no existía un enemigo que los persiguiese, salvo la oscuridad de sus corazones. Huían del miedo, huían del horror, internándose descuidadamente en zarzales y espinos, arroyos y cursos de agua, corrían corrían corrían para liberarse del horror, pero no podían huir de él porque ellos eran el horror.

Se internaron en un anillo cerrado de estupendas secoyas y llegaron a un claro circular en cuyo centro se alzaba el árbol más poderoso de todos, el Árbol Padre, cuya copa y ramas sobresalían por encima de las de sus hijos más fuertes. Las ramas se balanceaban en el viento envueltas en nubes; haces de luz como filtrados por vidrios de colores se proyectaban hacia abajo, a través de las hojas, e iluminaban el suelo del bosque. Los tres hombres se detuvieron debajo del Árbol de los Orígenes del Mundo y miraron hacia arriba, hacia las ramas, presas del pavor y la alegría. La santidad de aquel lugar había llegado hasta su humanidad sepultada y los había liberado del horror. Las ramas se movían y al hacerlo, derramaban sobre ellos su bendición.

Entre las raíces del árbol se alzaba una figura vestida de blanco, con la cara vuelta hacia el sol, una figura que se volvió despacio, presa del éxtasis, iluminada por una columna de luz. Al volverse tan santamente, la figura vio a los tres hombres hechizados.

—Ah, hola —dijo la figura vestida de blanco, abandonando la luz para saludarlos; ya no era un ángel místico sino un hombre de mediana edad, con una sucia túnica de brocado de seda—. ¿Por qué diablos habéis tardado tanto?