El significado del comentario del señor Jericó quedó claro el martes 12 de noviembre, cuando la Compañía Belén Ares aplastó al Concordato.
Fue una operación muy eficaz, no era de esperarse de otro modo de la Compañía Belén Ares. Supieron exactamente adonde ir y a quién llevarse. Allanaron las casas, se abrieron paso a golpes por habitaciones protegidas con barricadas, peinaron hoteles, bares, oficinas. La alambrada no los contuvo, arrasaron las calles de Camino Desolación en sus furgones blindados negros y dorados. Las ráfagas disparadas con las ACM rasgaron el aire. Dominic Frontera y sus policías nada pudieron hacer contra ellos. Fueron desarmados por los incursores de uniformes negros y dorados y encerrados en su propia cárcel. Otros que intentaron impedirles el paso fueron tratados con menos gentileza.
Algunos recibían disparos en las rodillas o los codos. Hubo unos pocos afortunados a los que sólo les aplastaron los dedos con las culatas de las ACM. A los hombres los sacaban a rastras de los hoteles y refugios y los obligaban a acuclillarse con las manos en la nuca, delante de las paredes tapizadas de eslóganes, mientras los jóvenes directivos, que tomaban unas bebidas idiotas hechas con plátanos y tapioca, escogían a los organizadores y representantes de sección. A algunos se los llevaban en los furgones negros y dorados. A otros los dejaban en libertad. Algunos, particularmente agitadores, eran conducidos detrás de esas mismas paredes, donde les metían un tiro entre los ojos.
Las hijas, esposas, amantes y madres que habían decidido quedarse aullaban su furia impotente. Los guardias de seguridad de la Compañía derribaron la puerta del Anexo Jirones del BAR/HOTEL y detuvieron a tres de los cinco miembros del comité de huelga, y a dos peregrinos inocentes para completar el número. Los prisioneros fueron conducidos a los fondos del bar, donde fueron ajusticiados entre barriles y cajas de cerveza. Los guardias de seguridad rociaron el suelo con queroseno y antes de marcharse le prendieron fuego al anexo del hotel.
En la barriada pobre de Concorde, surgida junto a la alambrada para albergar a los desahuciados de Villa Acero, los guardias de uniforme negro y dorado derramaron combustible de riksha sobre las chabolas de plástico y cartón y les prendieron fuego. Las llamas se propagaron por la barriada más deprisa de lo que los ciudadanos podían correr.
Al cabo de unos minutos, la comunidad de Concorde quedó reducida a cenizas.
Los guardias de seguridad no respetaron ni los límites ni las conciencias. Empujando a un lado a las Pobres Criaturas que osaban protestar, vaciaron los dormitorios de Villa Fe y fueron repasando las filas de caras en busca de las facciones descritas por sus órdenes de detención. El santuario de la Basílica de la Gris Señora fue profanado por una carga de guardias armados, y cuando Taasmin Mándela regresó de sus meditaciones, la Compañía Belén Ares había arrasado como un tifón dejando un rastro de devastación y pánico.
La Compañía pasó por Camino Desolación destrozándolo todo a su paso y satisfaciendo sus más mínimos caprichos. Las autoridades civiles se vieron impotentes para intervenir. Resultaba evidente que tras la violencia se ocultaba un aspecto secundario mucho más siniestro. Las casas y los negocios de los miembros fundadores de Camino Desolación fueron identificados para el ataque. Mientras del anexo del BAR/HOTEL se elevaban columnas de humo, una colosal explosión destruyó las oficinas de la Inmobiliaria Gallacelli & Mándela. Girando la esquina del callejón, el Emporio de Tapas y Comidas Calientes Mándela & Das fue hecho pedazos ante la mirada de sus propietarios.
—¡Espero que estéis satisfechos! —gritó la mitad Das de la sociedad—. ¡Espero que estéis más que satisfechos!
Los dos socios hicieron el saludo del Concordato con el puño cerrado cuando los guardias les volvieron la espalda.
—¡No somos propiedades! —gritó Rajandra Das.
Los guardias de seguridad volvieron y les propinaron una paliza con sus armas que los dejó tendidos en el suelo.
Cinco guardias irrumpieron en la hacienda de los Mándela con el pretexto de buscar a Rael, hijo, y dejaron el lugar patas arriba.
—¿Dónde está? —exigieron saber a la piadosa Santa Ekatrina, apuntándole con la ACM en la sien.
—No está en casa —respondió ella.
Por pura sed vengativa, decollaron a todos los animales de la granja. Destrozaron todos los muebles, volcaron todos los recipientes con lentejas y estofado que había en la cocina, destruyeron el colector solar con forma de rombo y se dispusieron a romper el telar de tapices de Eva Mándela.
—Yo que vosotros no lo tocaría —les advirtió Rael Mándela, padre, con la calma letal que otorga el empuñar una escopeta de caza.
Los guardias se encogieron de hombros (será infeliz el viejo) y levantaron las culatas de sus ACM. Rael Mándela lanzó un aullido de animales degollados, recipientes volcados y colector solar destrozado y se interpuso entre los guardias y el telar. El misil de una ACM le reventó el pecho y lo lanzó sobre el bastidor del tapiz, donde su sangre tino de un rojo melodramático la historia a medio acabar.
En medio del humo, la sangre y el olor a carne quemada, la tosecita amable pasó casi inadvertida, pero bastó para lograr que los asesinos se dieran la vuelta. Ante ellos estaba Limaal Mándela. Empuñaba la pistola de agujas del señor Jericó. Una sonrisa terrible le iluminaba el rostro. Antes de que los dedos pudiesen tocar los gatillos, estaban todos muertos con un cuadrado de agujas entre cada par de ojos, disparado con incomparable velocidad y precisión por el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido.
Mientras su abuelo yacía despatarrado y muerto sobre el telar de su abuela, y su padre se alzaba terrible y triunfante junto a su madre llorosa, acunando en la mano una pistola de agujas de la Familia Exaltada, mientras ocurría todo esto, Rael Mándela, hijo, acompañado de Ed, Sevriano y Batisto Gallacelli, robaba un avión carguero de Aceros Belén Ares de la pista que había detrás de Villa Acero.
Una vez efectuados los controles previos al vuelo, Sevriano y Batisto encendieron los motores para que las hélices adquirieran velocidad y se dispusieron a deshacerse del lastre.
—Hijo de la gracia —masculló Ed Gallacelli.
Un grupo de guardianes con equipo de batalla avanzaba por la pista en dirección a los Gansos Salvajes. En el panel de mandos hubo un intercambio de miradas nerviosas.
Había que hacer algo, pero no estaba claro qué ni quién lo haría. Ed Gallacelli miró las caras una por una.
—Está bien —dijo—. Yo me ocuparé de ellos.
Antes de que nadie pudiese protestar, ya se había colado por la puerta de tripulantes y estaba en la pista.
—Por cierto —gritó, su voz apenas audible en medio del fragor de los motores—, ¡fui yo! ¡Yo! ¡Yo soy vuestro padre!
Después, lanzando una sonrisa hacia la cabina de control, se despidió con la mano y corrió hacia los guardias que avanzaban. Hurgó en sus espaciosos bolsillos.
—¡Tomad esto!
Lanzó al aire una paloma mecánica que voló hacia los hombres de la compañía cantando un canto subsónico. Cuando vio que los guardias se retorcían presas del vómito y la migraña, cacareó como un gallo por su ingenio, levantó los brazos y soltó un enjambre de abejas robot. Equipadas con aguijones láser, sus pequeños inventos se arremolinaron sobre los guardias paralizados, hasta que uno de ellos, con mayor presencia de ánimo que sus camaradas, abatió a la paloma sónica y a las abejas asesinas con descargas hipersónicas de su ACM.
—Pruébate esto a ver si es tu talla —gritó Ed Gallacelli.
Oyó que los motores del avión rugían listos para el despegue y de pronto, se sintió feliz sin lograr discernir el motivo. De las mangas le salía una densa humareda negra. Antes de que la nube lo envolviera, miró por encima del hombro y vio que la aeronave se elevaba de Villa Acero con dirección al norte.
Se habían marchado.
Estaba contento.
Colocándose unas termoantiparras, Ed Gallacelli se acercó a los guardias y empezó a correr de un lado para otro pateando culos y cojones protegido por una invisibilidad total, hasta que un viento no previsto en los planes comenzó a soplar y a soplar, llevándose su pantalla de humo hacia el horizonte.
—Cielos —dijo Ed Gallacelli mansamente—. Me rindo. —Levantó los brazos. Instantáneamente, todos los dedos se pegaron a los gatillos de las ACM—. Vaya, lo siento. —Hizo el saludo con el puño cerrado y gritó—: ¡Larga vida al Concordato, amén!
Empezó a reírse y venga a reírse y venga a reírse porque el guardián listo se había quitado el casco: era Mikal Margolis, y debió haberlo sabido desde el principio, vaya chiste más gracioso, el más gracioso de todos, mucho mejor que los trucos que había ocultado él en la manga, y entonces, el comandante del escuadrón dio una orden y doce rayos láser salieron disparados y lo bañaron en llamas; no dejaron de disparar hasta que el viento traicionero comenzó a aventar las cenizas.