Todo aquel que presentara una tarjeta del Concordato a cualquiera de los propietarios del Emporio de Tapas y Comidas Calientes de Mándela & Das tenía derecho a comer gratuitamente cualquiera de los manjares de ensueño como salchichas, pinchitos morunos, buñuelos de garbanzos que se doraban alegremente en la honda freidora, y un variado surtido de bhajis, sarnosas y pakoras. Era un gesto de solidaridad filial por parte de la mitad que le correspondía a Mándela del Emporio de Tapas y Comidas Calientes; el efecto sobre la rentabilidad de la empresa era ruinoso, pero la mitad Mándela sabía que la mitad Das poseía sacos llenos de dólares oro ahorrados en otra época, ahora tristemente recordada, como factótum del pueblo, pedigüeño y pirata, que ayudaría al emporio a superar la crisis del Concordato.
El Emporio de Tapas y Comidas Calientes tenía una construcción notable, incluso única. La mitad delantera provenía de una antigua riksha que se había pasado tres años en los fondos del Cobertizo de Ed; la mitad trasera estaba adaptada a partir de la cocina de un avión en desuso, ampliada con asientos plegables, música por cable telefónico, farolillos de papel de alegres colores y una infinidad de iconos sagrados, medallas y tarjetas con plegarias inscritas. Cada mañana, antes de que la primera luz del sol tocara su ventana, la mitad Das de la sociedad arrancaba a patadas la mitad del riksha del emporio, que se ponía en marcha con ruidos asmáticos, y conducía el desgarbado cacharro por los estrechos callejones, esquivando gallinas, cabras, llamas, niños y camiones hasta que encontraba un buen sitio donde estacionarse. Casi invariablemente, el sitio se encontraba al otro lado de la Tienda de Ramos Generales de las Hermanas de Pentecostés, porque de ese modo, Rajandra Das tenía ocasión de sonreírles encantadoramente cuando iban a abrir la tienda a las ocho menos ocho minutos y ellas, a su vez, lo invitaban a tomar té de menta a las horas en que el calor apretaba más.
Cuando llegaba la mitad Mándela de la sociedad (la mitad que poseía un olfato empresarial afilado como la punta de una aguja, legado genético de su padre racionalista), comenzaba a freír las salchichas, los filtros de té de menta o café soltaban su aroma en el aire y se formaba una cola larga como un desayuno gratuito con las personas que aferraban en la mano sus tarjetas del Concordato.
Al sexagésimo sexto día de la huelga, Rajandra Das envolvía una salchicha larga como su antebrazo para dársela a un huelguista cuya cara le resultaba vagamente conocida, cuando se quedó helado en plena actividad.
—RD —le dijo la mitad Mándela—. ¿Qué has visto? Automáticamente, Rajandra Das le entregó la salchicha al huelguista.
—Es él.
—¿Él?
Kaan Mándela miró pero sólo vio a un hombre de mediana edad y cabello negro que los observaba desde el final de la calle.
—Ha tenido el descaro de volver después de lo que hizo…
Kaan Mándela volvió a mirar, pero la silueta había desaparecido.
—¿Quién era?
Rajandra Das no se lo dijo, pero durante todo el día conservó una tirantez vengativa de lo más extraña. Esa noche, cuando el Emporio de Tapas y Comidas Calientes quedó aparcado, Rajandra Das fue a ver al señor Jericó.
—Ha vuelto —le dijo, y cuando el señor Jericó se enteró de quién había vuelto, mandó a Rajandra Das a que reuniera a todos los Miembros Fundadores, con la excepción de Dominic Frontera, y mientras Rajandra Das se ocupaba de esto, él se dirigió al cajón donde guardaba su pistola de agujas y la sacó de su envoltura de seda.
A las veinte cuarenta y cinco, Mikal Margolis, jefe de seguridad del proyecto Camino Desolación, se disponía a darse un baño en su apartamento de ejecutivo. El estudio preliminar secreto de Camino Desolación estaba terminado, la Compañía podría actuar contra el Concordato en cualquier momento y aplastarlo; había sido un día largo y difícil y lo que necesitaba era un buen baño caliente. Abrió la puerta y apuntada hacia él vio la boca de una antigua pistola de agujas con la empuñadura de hueso.
—No cierres de un portazo —le ordenó una voz que había olvidado—. Puedo matarte a través de la puerta si es preciso. Y ahora, te pido por favor que me acompañes.
Mientras Mikal Margolis volvía a vestirse, el señor Jericó se fijó en el uniforme de la Compañía.
—No lo sabía.
—Al menos hay algo que ignoras. Nada menos que Jefe de Seguridad del Proyecto.
El señor Jericó no dijo nada, pero añadió otro delito a la hoja de cargos que tenía en la mente. Condujo a su prisionero por desvíos y callecitas laterales hasta el perímetro de la alambrada. Un hilo de pura tensión eléctrica pasó de la boca de la pistola de agujas a la nuca de Mikal Margolis.
—Por aquí abajo —le ordenó el señor Jericó indicándole la trampilla abierta de una alcantarilla, de cuya existencia Mikal Margolis ni siquiera estaba enterado.
—¿Cómo me encontraste? —inquirió el prisionero mientras los dos hombres avanzaban por las aguas servidas de Villa Acero.
—Mediante las disciplinas damantinas, pero dudo que eso te diga nada.
No fue así, y Mikal Margolis supo de repente muchas cosas sobre el señor Jericó. Supo también que a pesar de todos sus sentidos adiestrados de Autónomo, no podría huir de su captor. Por eso dejó que lo sacara de Villa Acero y lo llevase a Camino Desolación.
Se formó un improvisado tribunal en el almacén de Rajandra Das, en medio de cajas de garbanzos donadas al Concordato por la Asociación de Comerciantes Ambulantes de Meridiana. Mikal Margolis echó una mirada a su alrededor y reconoció a los Mándela, a los hermanos Gallacelli, a los Stalin, a Genevieve Tenebrae, que sostenía entre sus manos el globo con el fantasma de su marido; habían acudido incluso los Monteazul, padre e hija. Se estremeció. Era como ser juzgado por un tribunal de fantasmas. Entonces vio a Persis Jirones.
—Persis, ¿qué es esto? Dímelo.
Ella apartó la vista. El señor Jericó leyó los cargos formales. Después le preguntó al acusado si tenía algo que alegar en su defensa.
—Decidme, ¿ha muerto mi madre? —preguntó el acusado.
—Sí —respondió Rael Mándela, hijo.
—Menos mal. No me habría gustado que presenciara esto.
—¿Tienes algo que declarar? —inquirió el señor Jericó.
—Sí, me declaro culpable.
Todos los miembros del jurado estuvieron de acuerdo. Todos. Incluida Persis. Incluido el fantasma.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —le dijo el señor Jericó, y por primera vez, Mikal Margolis vio la soga.
Cuando lo conducían hacia el improvisado cadalso (dos escaleras de tijera), no sintió ni rabia ni odio, simplemente una abrumadora sensación de disgusto por el hecho de que el hombre que había vencido a la Compañía Belén Ares y se había ganado su confianza, debiera terminar de un modo tan ignominioso. Le colocaron la soga alrededor del cuello.
—¿No sientes ningún remordimiento? —le preguntó Genevieve Tenebrae, un ser retorcido y pálido, una troglodita hermética—. ¿No sientes nada por el pobre Gastón?
Conque pobre Gastón, ¿eh? Tenorio y holgazán.
—Yo era muy joven entonces —dijo—. Estaba un poco loco y bastante confundido. Son cosas que pasan. —Miró a Persis Jirones y extendió las manos—. Fíjate, Persis. Ya no tiemblo.
Los vigilantes ataron esas manos firmes y luego iniciaron una discusión acerca de qué palabras deberían utilizar para despedir el alma del condenado. Mikal Margolis se tambaleó en lo alto de las escaleras y sintió que su furia iba en aumento. No podía aceptar morir de un modo tan estúpido.
—¿Habéis terminado ya? —les gritó.
—Sí, gracias —respondió el señor Jericó—. Quitad la escalera.
Rajandra Das le dio una patada a la escalera. Mikal Margolis notó que un puño de hierro intentaba arrancarle la cabeza del cuerpo, luego se oyó un chasquido (¡Mi cuello, mi cuello!)… y cayó sobre la paja con un ruido sordo.
—¡Me cago en la soga barata! —gritó alguien.
Mikal Margolis rodó, se puso en pie y cargó con la cabeza gacha hacia el interruptor de la luz. La habitación quedó a oscuras y se oyeron gritos cuando una de las agujas del señor Jericó le arrancó la piel de la mejilla. A trompicones Mikal Margolis salió a la calle y zigzagueando como una gallina se dirigió hacia los portones de alambre de Villa Acero.
—¡Socorro, socorro, asesino! —rugió.
Los guardias de seguridad salieron en tropel de sus garitas portátiles y apuntaron a la calle con las bocas de sus armas. El señor Jericó apuntó cuidadosamente con su pistola de agujas pero falló.
—Está demasiado lejos. Lo siento. Hay demasiados guardias cubriéndolo.
—¡El muy cabrón se ha escapado! —lloraba Genevieve Tenebrae.
—¡Por segunda vez! —dijo Rajandra Das mientras contemplaba como los guardias abrían de par en par los portones para dejar paso al fugado.
—No habrá una tercera —dijo el señor Jericó. Nadie entendió muy bien a qué se refería.