A las seis menos seis minutos sonaron las sirenas. Sonaban cada mañana a las seis menos seis minutos, pero eso no era lo que diferenciaba a esta mañana de otras. A lo largo de las calles radiantes, las puertas color ante se abrieron de par en par y por ellas salieron las unidades trabajadoras para internarse en el amanecer. Pero eso no era lo que diferenciaba a esta mañana de otras. Lo que la diferenciaba de otras mañanas era que por cada puerta que se abría, cinco permanecían cerradas. Cuando cualquier otro día, un río de obreros de la acería se abalanzaba hacia los cañones de las calles de Villa Acero, en esta ocasión, sólo un chorrito pasó debajo del arco que proclamaba los Tres Ideales Económicos de la Compañía: Beneficios, Imperio, Industria. Cualquier otro día, doscientos camiones habrían avanzado, arrogantes, por los estrechos senderos de Camino Desolación, pero ese día, menos de cuarenta efectuaron el estruendoso viaje esquivando niños, casas y llamas. Cualquier otro día, cien dragas se habrían puesto en movimiento, pero ese día, sólo diez funcionaban. Cualquier otro día, cincuenta excavadoras habrían recogido las costras de la piel del Gran Desierto, pero ese día, sólo había cinco, y lo mismo ocurría en los cobertizos de las locomotoras, en los convertidores infernales, en los hangares subterráneos, donde descansaban todos los aviones.
Todo porque aquél era un día de huelga.
¡Huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!
Rael Mándela, hijo, llamó al orden al comité de huelga reunido alrededor de la mesa de la cocina de su madre. Se oían enhorabuenas, breves apologías y declaraciones de buenos propósitos.
—La colecta para la huelga nos alcanzará unos tres meses —dijo Mavda Arondello—. Después contamos con promesas de colaboración de entidades tan diversas como el Gremio de Fabricantes de Cucharas de Llangonnedd y las Hermanitas de Tharsis.
—Prácticamente nada que informar del frente de piquetes —anunció B. J. Amritraj—. Los guardias de seguridad de la Compañía siguen disparando a la menor provocación.
Tenemos que disimular un poco.
—La red de espías informa que la Compañía ya ha hecho ofertas para conseguir esquiroles, pero podríamos cortar de raíz esta medida formando piquetes en los principales pueblos y ciudades. BJ, podrías infiltrar a unos cuantos agitadores.
Ari Osnan, jefe de la red de espionaje, cruzó sus gordos brazos y se reclinó en el respaldo.
—La producción ha bajado un sesenta por ciento —anunció Harper Tew—. Dentro de tres días se habrán agotado las existencias de acero y tendrán que cerrar al menos tres hornos. Dentro de una semana en Villa Acero no quedará materia prima ni para fabricar un alfiler.
—El Grupo de Acción no tiene nada que informar.
Rael Mándela, hijo, se quedó mirando fijamente a Winston Karamatzov.
—¿Cómo que no tienes nada que informar?
—No tengo nada que informar; todavía. Si llegan los esquiroles, quizá tenga algo que comentar.
—Explícate, por favor.
Winston Karamatzov se encogió de hombros y Rael Mándela dio por concluida la reunión sintiendo una ligera inquietud en el corazón.
A la mañana siguiente, cortaron la luz, el gas y el agua en todas las casas de los trabajadores en huelga.
—La Compañía contraataca —dijo Rael Mándela, hijo, a su comité de huelga.
Santa Ekatrina revoloteaba por su cocina, cantando alegremente, mientras iba horneando tortitas de arroz.
—No dejaréis que se salgan con la suya —gorjeó. Los cuadros del Concordato local de Villa Acero respondieron magníficamente.
—Le robaremos energía a la Compañía para hacernos la comida, y traeremos agua de Camino Desolación montando una cadena de cubos si es preciso; nos iremos a dormir al crepúsculo y nos levantaremos al alba como hacían nuestros abuelos —decían.
A medianoche, los ingenieros pasaron unos tubos de plástico por debajo de la alambrada, bombearon agua desde el océano subterráneo por las tuberías verticales de las esquinas y la fueron vertiendo en cubos. Los guardias armados pasaban cautelosamente, no dispuestos a provocar incidentes. Santa Ekatrina convirtió la hacienda de los Mándela en una especie de cocina pública, y convenció a Eva para que abandonase la historia en tapiz de Camino Desolación y la ayudara a revolver las inmensas cacerolas de arroz con estofado.
—Ya te has pasado bastante tiempo hilando la historia; ahora podrás meterte en ella —le dijo a su suegra.
Una fina película fantasmal de blanco almidón de arroz se depositó sobre la habitación y sorprendió a Limaal Mándela en uno de sus cada vez más raros regresos de su ermita en lo alto de la casa del doctor Alimantando.
—¿Qué pasa?
—Pues que hay una huelga —repuso Santa Ekatrina, cantando.
Nunca había sido tan feliz como en esos momentos en que servía cucharones de lentejas al curry a una larga fila de huelguistas. Mientras comían las lentejas al curry, los obreros del acero señalaban a Limaal Mándela y mascullaban palabras de reconocimiento.
—¡Por el hijo de la gracia, ni siquiera mi propia casa es sagrada! —exclamó, y volvió a encerrarse en la casa del doctor Alimantando para ahondar en los misterios del tiempo y la temporalidad.
Rael, hijo, y su comité de huelga contemplaron como llegaba a Camino Desolación el primer envío de alimentos. En el extremo más alejado de las vías del tren, la Inmobiliaria Gallacelli/Mandela había separado unas cuantas hectáreas, delimitándolas con cinta de plástico anaranjada, para iniciar la construcción de un nuevo complejo de viviendas que albergarían a la avalancha de población que se había vaticinado. La cuadrícula anaranjada constituyó un perfecto campo de aterrizaje para que los tres aviones de emergencia bajaran a entregar su carga de treinta toneladas de alimentos surtidos.
—Firme aquí —dijo el piloto, tendiéndole a Rael Mándela, hijo, un recibo y un lápiz.
Los suministros fueron llevados mediante una cadena humana hasta el almacén del nuevo Emporio de Tapas y Comidas Calientes de Mándela & Das. Las cajas llevaban impresos los nombres de los donantes: las Hermanitas de Tharsis, Ferrocarriles Gran Sureño, los Separatistas de Argyre, los Amigos de la Tierra, las Pobres Magdalenas.
—¿En qué medida contribuye esto al fondo para la huelga? —inquirió Rael, hijo, contando cajas de coles, lentejas, jabón y té.
—Al no tener que gastar tanto en comida, y con la exitosa introducción de los cupones de racionamiento contra pago en efectivo, diría que esto nos va a durar unos cinco meses.
Cuando el último saco hubo entrado en el almacén de Rajandra Das y Kaan Mándela, cerraron las puertas con doble candado y apostaron un guardia fuera. La Compañía contaba con medios suficientes como para provocar actos incendiarios.
—¿Las cifras de producción? —preguntó Rael, hijo.
Desde que su madre convirtiera el hogar familiar en cantina, cada vez se le hacía más difícil mantener el orden durante las reuniones del comité de huelga.
—Según lo calculado… —Harper Tew sonrió, satisfecho de sí mismo. Antes de la huelga había sido gerente subauxiliar de producción; de alguna manera, la Compañía no había logrado arrancarle la humanidad—. La producción de acero ha quedado reducida a un simple chorrito, menos del ocho por ciento de la capacidad total. Calculo que la Compañía llegará al punto crítico dentro de unos diez días.
A las cinco de la mañana del decimosexto día de huelga, el señor E. T. Dharamjitsingh, ingeniero de ferrocarril en huelga, Misa, su mujer, y sus ocho hijos fueron despertados de su sueño hambriento por el inconfundible sonido de las culatas de los rifles al destrozar la puerta principal. Cuatro guardias de seguridad armados irrumpieron en el dormitorio apuntando con sus ACM.
—Arriba, a vestirse —les ordenaron—. Tienen cinco minutos.
Mientras huían por piernas por la Calle 12 aferrando los pocos bienes que lograron rescatar apresuradamente, los Dharamjitsingh vieron detenerse un furgón blindado del que salió un grupo de hombres armados que se dirigieron a las puertas color ante de todas las casas de la calle. Dejaron atrás gritos, disparos y el ruido de muebles al ser destrozados.
—¡Ésta no! —aulló un sargento a sus hombres, ansiosos por derribar a patadas una puerta color ante—. Éste es leal. Dejadlos en paz. La puerta de al lado.
Esa mañana fueron desalojadas doscientas familias huelguistas. Otras doscientas les siguieron la madrugada siguiente, y la otra otras doscientas más. Las calles de Camino Desolación se llenaron de inestables zigurats de muebles en cuya cima se veían niños de ojos llorosos. Las familias se refugiaban debajo de tiendas improvisadas con sábanas y sacos de plástico.
—Esto nos llevará a la quiebra —declaró Mavda Arondello—. No podemos permitirnos el lujo de evacuar de Camino Desolación a los niños y a las personas que tenemos a nuestro cargo para llevarlos a casas seguras en el Gran Valle. Los pasajes de tren están por las nubes; a este paso, el fondo para la huelga se habrá acabado en menos de dos meses.
—Rael, ve a hablar con tu tía —sugirió Santa Ekatrina, blanca como un fantasma por el almidón de arroz, la harina y el trabajo desinteresado. En la casa de los Mándela no sólo se alimentaba a las familias sino que también se les daba alojamiento: dormían en los suelos de los dormitorios, quince por habitación—. Taasmin te ayudará.
Esa misma noche, en medio de una nube de vapor, un tren sellado cruzó la Estación de Camino Desolación. Tras el mostrador de su bar junto a las vías, Rajandra Das reparó en que las puertas cerradas, las ventanas con las persianas echadas y las placas de los vagones indicaban que el material rodante provenía de todo el hemisferio norte. El tren pasó como un fantasma por el cambio de vías y entró en los apartaderos de Villa Acero.
Los guardias de seguridad despejaron los patios de carga e impusieron un estricto toque de queda, pero Rajandra Das podía ver lo que no veían quienes estaban encerrados tras las persianas de las ventanas; los guardias armados, y con uniformes negros y dorados, escoltaban hasta las casas evacuadas a unos hombres de rostros sombríos que llevaban bolsas y maletas.
A las seis, las sirenas sonaron y mil rompehuelgas salieron de sus camas robadas, se pusieron sus ropas de trabajo y, bajo una fuerte vigilancia, marcharon por las calles radiales, a lo largo de la Llanta y delante de multitudes que coreaban «¡esquiroles, esquiroles, esquiroles!» hasta entrar en la fábrica. El fuego empezó a salir lentamente por las chimeneas frías y el retumbo de la maquinaria dormida hizo estremecer el aire.
—Esto es serio —declaró Rael Mándela, hijo, a su comité de huelga.
Se habían trasladado al BAR/HOTEL (recientemente rebautizado con más sinceridad, tal como había sido siempre la intención primigenia, como BAR/HOTEL después de borrar los puntos con pintura) debido a la presión de las bocas en la casa de los Mándela.
Harper Tew calculaba que la producción tardaría unos diez días en recuperar el sesenta por ciento de los valores nominales.
—No llegaremos al punto crítico por sólo cincuenta y dos horas —dijo—. A menos que encontremos la forma de echar a los rompehuelgas, el Concordato estará liquidado.
—Nos ocuparemos de los esquiroles —anunció Winston Karamatzov. Fue como si un oscuro nimbo se formara a su alrededor.
—Por fin el Grupo de Acción tiene algo que informar —comentó Ari Osnan.
—Calla.
Rael Mándela, hijo, entrelazó los dedos y de pronto, se sintió terriblemente vacío. La visión, el viento espiritual, la fuerza mística que lo había impulsado antes como una goleta ferroviaria, que le había colocado un tizón ardiendo en la lengua, vaciló y le falló. Era humano y se sentía aislado, débil y falible. Los acontecimientos lo tenían atrapado. No podía decirle que no al organizador del Grupo de Acción, y si le decía que sí, se convertiría en una criatura de la turba. El dilema lo tenía perfectamente atado de pies y manos.
—Muy bien. El Grupo de Acción ha de hacer lo que debe.
Esa noche, el Centro Social de Analogía Económica quedó arrasado por el fuego. Entre las cenizas, Dominic Frontera y sus alguaciles hallaron los restos de dieciocho rompehuelgas, un maestro de guardería de la Compañía, el propietario, su mujer y sus hijos gemelos. Esa noche, un rompehuelgas recibió quince puñaladas en la esquina de Ataquealcorazón y la Llanta. Sobrevivió milagrosamente al ataque y cargó con las cicatrices hasta la tumba. Esa noche, tres de los forasteros fueron secuestrados y llevados a la caseta vacía de un guardabarreras, donde, después de desnudarlos y atarlos a unas sillas, les cortaron los genitales con tijeras de podar.
Esa noche, Rael Mándela, hijo, se escabulló hasta su casa y le confesó a su madre todas sus dudas, sus fallos, su impotencia. A pesar de que le dio la absolución, no quedó absuelto.
Noche tras noche, la violencia fue engendrando más violencia. Las atrocidades se fueron acumulando una tras otra. Aunque simpatizante de la huelga, a Dominic Frontera comenzó a costarle trabajo hacer la vista gorda ante la locura que sacudía a su pueblo. La Compañía había amenazado con tomar medidas directas contra los autores de los atentados, aunque al otro lado de la alambrada, sus guardias de seguridad no tenían autoridad alguna. Dominic Frontera le había prometido al jefe de seguridad de la Compañía que tomaría medidas inmediatas, aunque no estaba seguro de cómo iba a hacerlo. Fue a ver a Rael Mándela, hijo, al BAR/HOTEL.
La guardia personal de Rael Mándela, hijo, no le permitió acercarse a más de tres metros.
—Esto tiene que terminar, Rael.
El jefe de los huelguistas se encogió de hombros.
—Lo siento, pero terminará en cuanto se marchen los esquiroles. La culpa la tienen ellos. Si quieres una solución pacífica, habla con la Compañía, no conmigo.
—Vengo de la Compañía. Me han dicho exactamente lo mismo, pero al revés. Rael, no te hagas el simplón conmigo. Te conozco desde que eras niño. Reconozco que no tengo pruebas, ni nombres, pero la ley es la ley, sean cuales sean mis simpatías, y en cuanto tenga pruebas, la haré cumplir.
—¿Es una amenaza?
Dominic Frontera era muy consciente de la futilidad de amenazar con su puñado de alguaciles gordos y afables a un hombre que se había atrevido a enfrentarse al imperio transplanetario de la Compañía Belén Ares; no obstante, le contestó:
—No es una amenaza, Rael. Sólo un consejo. Mediada la semana, se habían marchado aproximadamente unos trescientos rompehuelgas. De los que se quedaron, trescientos cincuenta y dos lo harían de forma permanente en el cementerio del pueblo.
Ese mismo fin de semana, el Concordato celebró el funeral de su primer mártir. Willy Goomeera, nueve años, soltero, operador de la planta separadora, murió de un golpe en el cuello asestado con un ladrillo cuando intentaba apuñalar a un operador esquirol de la planta separadora, originario de Maginot, delante de la Escuela Infantil La Industria Es El Éxtasis. Willy fue el mártir y quien debía ser su víctima, al salir victoriosa, se convirtió en un monstruo. Willy fue devuelto a la tierra en una urna funeraria envuelta en el estandarte verde y blanco del Concordato, mientras su madre, sus dos hermanas y su novia lloraban a mares. Rael Mándela, hijo, y su comité de huelga asistieron al funeral.
—¿Cómo van las cifras de producción?
—Niveladas en un óptimo diez por ciento. Calculo que el rendimiento de la planta llegará a un valor marginal dentro de veintidós días.
—El fondo para la huelga sólo alcanzará para quince días. Mavda, mira a ver si consigues que nuestros simpatizantes te envíen ayuda en metálico además de la que nos envían regularmente por avión. BJ, sigue insistiendo con las otras Transplanetarias, si la Belén Ares se va para abajo, ellos se irán para arriba. Creo que hablaré con mi tía para ver si puede conseguirnos alojamiento gratuito en los hostales de la iglesia. Con eso aliviaríamos el presupuesto de realojamiento.
Los seis conspiradores hicieron una reverencia, se marcharon cada uno por su lado y entretanto, las primeras paletadas de fina tierra roja cayeron con ruido sordo sobre el ataúd de cerámica de Willy Goomeera.