Hacía un hermoso día para el mes de marzo.
Así lo manifestaban los trabajadores de la acería, endomingados con sus mejores ropas, ahítos de la piña y los huevos fritos del desayuno, mientras caminaban a grandes zancadas bajo el sol matinal.
Así lo manifestaban los ferroviarios mientras se enderezaban las gorras puntiagudas y examinaban el brillo de sus botones de bronce antes de salir a unirse a la creciente muchedumbre.
Así lo manifestaban los camioneros, con sus tirantes y sus camisas de cuadros, mientras comprobaban que sus tejanos tuvieran la cantidad de suciedad profesionalmente correcta.
Así lo manifestaban los operadores de grúas, y los operarios de los laminadores, y los pudeladores de acero y los conductores de las dragas y los obreros del alto horno y los de embalajes, y los clasificadores, y los lavadores, y los afiladores, y los operadores de la planta de fusión; y sus mujeres, sus maridos, sus padres y sus hijos: al trasponer sus puertas color ante, todos manifestaban que hacía un hermoso día para el mes de marzo.
Al dirigirse cual un torrente hacia los Jardines del Feudalismo Industrial, sus pies pisoteaban los panfletos que minutos antes, desde el asiento trasero de un pequeño avión de hélices, habían caído como una nevada sobre los tejados y jardines de Villa Acero. La calidad de la impresión era mala, el papel, barato, el lenguaje contundente y poco cultivado.
El domingo 15 de agostiembre habrá una reunión masiva a las diez menos diez minutos. Los manifestantes se reunirán delante de los Jardines del Feudalismo Industrial, en la esquina de Ataquealcorazón y la Calle 12, para marchar hacia las oficinas de la Compañía a exigir una explicación de las muertes de (y aquí la octavilla nombraba a los pobres y tontos manifestantes) y el reconocimiento de los Derechos de Todo Accionista.
Hablará Rael Mándela, hijo.
Rael Mándela esperaba en la esquina de Ataquealcorazón con la Calle 12, vestido con el traje negro de jugador de billar más elegante de su padre.
—Debes estar a la altura de las circunstancias —le había dicho Santa Ekatrina esa mañana—. Tu padre era un hombre apuestísimo cuando conquistó el mundo, y tú no lo serás menos cuando hagas lo mismo.
Miró el reloj con leontina de su padre. Sus cinco colegas: el encargado de las octavillas, el hermano del mártir, un gerente subalterno desengañado, el agitador político y el simpatizante, miraron sus respectivos relojes. Las diez. Tic tac. Rael Mándela, hijo, se mecía sobre los talones de los zapatos negros de jugador de billar de su padre.
¿Y si no aparecía nadie?
¿Y si nadie estaba preparado para desafiar a la Compañía, para desafiar los mensajes de advertencia emitidos por los furgones negros y dorados, esos nuevos, que más bien parecían coches blindados?
¿Y si ninguno era desleal? ¿Y si todos eran obreros fieles a la Compañía, si todos tenían su corazón depositado en la Compañía?
¿Y si a ninguno le importaba?
—Hace un hermoso día para ser marzo —comentó Harper Tew, y después lo oyeron; oyeron el portazo de mil puertas de color ante, el sonido de mil pares de pies saliendo de casa para internarse en la mañana y formar fila, y ese sonido aumentó más y más hasta parecerse al suave rugido de un mar olvidado.
El primero de los manifestantes apareció por la esquina de los Jardines del Feudalismo Industrial y todas las preguntas de Rael Mándela quedaron contestadas.
—¡Les importa! —gritó—. ¡Les importa!
La procesión se agrupó debajo de las pancartas que identificaban sus respectivos oficios y profesiones. Aquí, los camioneros se amontonaban debajo del símbolo de un camión gruñidor anaranjado; más allá, los pudeladores y vertedores se distinguían por un lingote al rojo vivo; un poco más lejos, una locomotora negra y dorada ondeaba orgullosa en el aire, sobre el grupo de estibadores y conductores de trenes de carga. Quienes carecían de estandarte o de emblema se apiñaban bajo banderas regionales, iconos sagrados y eslóganes varios que oscilaban entre lo humorístico, lo escatológico y lo maligno. Rael Mándela, hijo, y sus cinco delegados se colocaron a la cabeza de la procesión. Levantaron un estandarte enrollado. Tiraron del cordel y el viento desplegó el fondo blanco cándido sobre el que lucía un círculo verde. Un murmullo asombrado recorrió la procesión. No era el distintivo de ningún oficio, de ninguna profesión, región o religión con representantes en Villa Acero.
Entonces comenzaron a sonar los silbatos y a atronar las cornetas y la marcha cubrió el breve y agradable paseo desde los Jardines del Feudalismo Industrial, pasando por las fábricas que escupían humo, hasta la Plaza de la Corporación, adornada de fuentes y estatuas. La Plaza de la Corporación se llenó en veinte minutos, y a medida que los manifestantes recorrían los cañones de acero resonante que conducían a las oficinas de la Compañía, desde las torres y los estrechos pasadizos, los trabajadores de ese turno les lanzaban sus gritos de apoyo. Contando las cabezas, Rael Mándela, hijo, calculó que se hallaba presente al menos un tercio de la fuerza obrera.
—No veo a ningún policía —le comentó a Mavda Arondello—. ¿Comenzamos?
La banda de los cinco asintió. Rael Mándela, hijo, reunió toda su rabia mística y a través de su altoaclamador la descargó sobre la Plaza de la Corporación.
—Quisiera daros las gracias a todos por haber venido hoy. Gracias de mi parte y de parte de mis amigos que veis aquí. No tenéis idea de cuánto significa esto para mí, lo que sentí al marchar con todos vosotros a mi espalda. La Compañía nos ha provocado, la Compañía nos ha amenazado, la Compañía ha llegado incluso a matar a algunos de nosotros, pero vosotros, la gente de Villa Acero, os habéis alzado por encima de las provocaciones y las amenazas. —Notaba como fluía la corriente mística. Aferró el estandarte blanco y verde y lo dejó ondear al viento—. Hoy podéis enorgulleceros, hoy le daremos un nombre a esa fuerza y a esa decisión, y cuando vuestros nietos, sentados en vuestros regazos, os pregunten dónde estabais el quince de agostiembre, les podréis decir: ¡sí, yo estuve allí, estuve en la Plaza de la Corporación, estuve presente cuando nació el Concordato! ¡Sí, amigos míos, aquí lo tenéis: el Concordato!
El asombro dio paso a la expresión. Rael, hijo, se volvió a sus delegados y gritando para hacerse oír en medio del clamor, preguntó:
—¿He estado bien?
—Muy bien, Rael.
Cuando se hizo el silencio, levantó bien alto una hoja de papel arrugada.
—Tengo aquí nuestro Manifiesto, nuestras Seis Demandas Justas. Son razonables, son justas. Os las voy a leer a vosotros y a la Compañía para que pueda oír la voz de sus Accionistas.
»Primera Demanda Justa: Reconocimiento de la Organización Representativa de los Accionistas, el Concordato, como la voz oficial de la fuerza obrera y de los cuadros dirigentes por igual.
»Segunda Demanda Justa: Retirada de los bonos de la Compañía intercambiables únicamente en los economatos de la misma e introducción de ofertas de pago gubernamentales en Dólares Nuevos.
»Tercera Demanda Justa: Representación plena de la fuerza obrera y consulta a la misma de todos los asuntos que le conciernen, como por ejemplo, el desempleo, duración de los turnos, horas extras, cuotas de producción, programas de automatización y eficacia.
»Cuarta Demanda Justa: Eliminación gradual del sistema del feudalismo industrial de la vida privada, incluidos los campos de la educación, el esparcimiento, la sanidad y los servicios públicos.
»Quinta Demanda Justa: Plena libertad de expresión, asociación y culto reconocida a todos los miembros de la Compañía. Los Accionistas pasarán a administrar conjuntamente todas las propiedades, en lugar de que dicha administración le corresponda a la Compañía, supuestamente en representación de todos los Accionistas.
»Sexta Demanda Justa: Abolición del sistema de promociones basado en el espionaje y la delación de compañeros de trabajo.
Después de leer las Seis Demandas Justas, Rael Mándela, hijo, dobló la hoja de papel arrugada, se cruzó de brazos y esperó la respuesta de la Compañía Belén Ares.
Transcurrieron cinco minutos. Otros cinco más y el sol de la siesta comenzó a dejar caer su calor y su sudor sobre la Plaza de la Corporación. Transcurrieron cinco minutos más. La gente tuvo paciencia. Los cinco delegados tuvieron paciencia. Rael Mándela, hijo, tuvo paciencia. Al cabo de veinte minutos, una puerta de acero y cristal, en la fachada de acero y cristal de las oficinas de la Compañía, se abrió y un hombre, vestido con el uniforme negro y dorado de los servicios de seguridad de la Compañía, salió a la Plaza de la Corporación. Su yelmo de polarización cruzada impedía que los manifestantes le vieran la cara, pero aquella precaución era innecesaria, porque ninguno de los presentes habría sido capaz de reconocer a Mikal Margolis.
—Se me ha pedido que os informe que esta reunión es ilegal y que sus organizadores y participantes son culpables de violar el capítulo 38, párrafo 19, subtítulo F de la Disposición sobre Reuniones y Asociaciones de la Compañía Belén Ares. Tenéis cinco minutos para dispersaros y volver a vuestras casas para disfrutar de vuestro día de descanso. Cinco minutos.
Nadie se movió. Los cinco minutos fueron pasando en el reloj con leontina de Limaal Mándela y la tensión se enroscó con fuerza a la Plaza de la Corporación. Rael Mándela, hijo, que sudaba enfundado en el mejor traje de campeón de su padre, se horrorizó al pensar en cuan pocos eran los períodos de cinco minutos que llenaban una vida.
—Un minuto —anunció el miembro del cuerpo de seguridad de uniforme negro y dorado.
Los circuitos internos de amplificación del casco dotaban a su voz de todo el peso portentoso de la Compañía Belén Ares. No obstante, el desafío que se advertía en los manifestantes se mezclaba con una colosal incredulidad en que la Compañía fuera a emplear la fuerza contra sus propios Accionistas.
—No lo hagas —musitó Rael Mándela, hijo, dirigiéndose al espíritu negro y dorado.
—Es mi deber —respondió Mikal Margolis—. Tengo instrucciones que cumplir. —Entonces, utilizando la máxima amplificación, que hizo estremecer el cielo, gritó—: Muy bien. Habéis hecho caso omiso de las advertencias de la Compañía. Ya no recibiréis ninguna otra. Comandante Ree, disperse esta manifestación ilegal.
Y sonaron los disparos.
Se oyeron gritos. Las cabezas se volvían hacia aquí, hacia allí, la multitud se encrespó como las gachas al batirlas. Los guardias de seguridad salieron de sus escondites y avanzaron hacia la muchedumbre: una franja negra y dorada que disparaba descargas al aire. A la multitud le entró el pánico, la manifestación ordenada se convirtió en una turbamulta. Las pancartas se movían espasmódicamente, los estandartes caían al suelo y eran pisoteados, la gente comenzó a empujar y a forcejear. La línea negra y dorada cayó sobre las primeras filas de manifestantes cargando con sus varas de choque. El pánico vociferante y preñado de blasfemias llenó la Plaza de la Corporación. Los miembros del cuerpo de seguridad lograron abrir cuñas en la masa pero mientras iban avanzando a golpes hacia el centro de la manifestación, la resistencia se solidificaba a su paso. Las varas de choque y los escudos antidisturbios les eran arrancados de las manos. En algún punto del borde de la batalla, alguien se había apoderado de la pistola de balas explosivas de un guardia caído y disparaba de forma irregular hacia la línea de avance.
Guardias y manifestantes chocaron entre sí como olas. Los botes de gas antidisturbios dibujaban estelas anaranjadas en el aire. Tapándose las caras con pañuelos, los manifestantes los levantaban para volverlos a lanzar hacia los atacantes. Los estaban frenando… los manifestantes los estaban frenando… los guardias se retiraron, volvieron a agruparse, desplegaron los escudos antidisturbios y avanzaron tras la protección de una andanada de balas explosivas y de plástico. Un destacamento de guardias salió como una tromba de las oficinas de la Compañía, bajaron a la carrera la escalera y se dirigieron hacia Rael Mándela, hijo, y sus colegas. Con un rugido de desafío, un joven camionero (camisa a cuadros, tirantes rojos, tejanos sucios, esposa y dos hijos) se abalanzó sobre los asaltantes de negro y dorado, armado con una pesada vara de choque. El comandante de los guardias bajó su pistola de balas explosivas y, a quemarropa, le voló la cabeza al enloquecido. El disparo y la sangre galvanizaron a los atacantes. Las pistolas antidisturbios pasaron a la posición de corto alcance y dispararon un tiro tras otro hacia el aterrado tumulto. Manos, piernas, hombros, caras volaron en rojos jirones por el aire. Los que caían eran aplastados por las masas enloquecidas. Rael Mándela, hijo, se agachó para esquivar la descarga de un guardia que le apuntaba a la cabeza y lo derribó encajándole una apasionada patada en los cojones. Le arrebató la pistola antidisturbios y cargó contra los guardias que avanzaban. Su furia demente rompió contra ellos. Se dispersaron. Mikal Margolis, aislado ante Rael Mándela, hijo, y sus enfurecidos delegados, se retiró tácticamente.
Rael Mándela, hijo, se apoderó de su altoaclamador.
—¡Salid de aquí todos! ¡Os asesinarán! ¡Os asesinarán a todos! Hay una sola cosa que la Compañía entenderá. ¡A la huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!
Las balas astillaban la fachada de cemento de las oficinas de la Compañía y bañaban con fragmentos a Rael, hijo. Sus palabras se impusieron por encima del canto de la batalla y los gritos de la multitud adquirieron un sonido inteligible.
—¡Huelga huelga huelga! —corearon abriendo a su vez cuñas en las líneas de la policía y manteniéndolas despejadas con las varas de choque y las pistolas antidisturbios—. ¡Huelga huelga huelga! —La muchedumbre rompió el cerco que la rodeaba y huyó por las calles abiertas vociferando—: ¡Huelga huelga huelga!
Desde sitios ocultos, los guardias de seguridad les disparaban a los talones con balas explosivas.
Horas más tarde, los guardias continuaban rastreando la Plaza de la Corporación en busca de Rael Mándela, hijo, hurgando entre las pancartas aplastadas, los estandartes rasgados y los heridos y, sí, también entre los muertos, porque había muertos, y miraban las caras de los plañideros que, desconsolados, se arrodillaban junto a sus hijos, padres, maridos, esposas, madres, hijas, amantes, para comprobar si era la cara del traidor Rael Mándela, hijo, el infeliz que había causado todo aquello a esa gente inocente. Esperaban encontrarlo herido, esperaban encontrarlo muerto, pero había logrado huir envuelto en el albornoz negro de una vieja de Nueva Glasgow, que había muerto de pánico contagioso.
Apretadas contra el pecho llevaba las Seis Demandas Justas y el estandarte verde y blanco del Concordato.