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Y ahora escúchame.

Érase una vez un hombre que vivía en una casa que tenía una puerta principal color ante. El color ante no le gustaba mucho. Lo encontraba falto de carácter, insípido. Pero todas las puertas de todas las calles del pueblo eran color ante y si cambiaba la suya, llamaría la atención de todas aquellas personas a las que les gustaban las puertas color ante. Cada mañana, cerraba con llave la puerta color ante y se iba andando a su trabajo, donde operaba una grúa para verter acero hasta que sonaba la sirena de la tarde; entonces, volvía andando a su casa y abría su puerta color ante, y cada noche, se sentía deprimido por la monotonía del color ante. Cada día abría y cerraba la puerta color ante y se iba deprimiendo más y más, porque la puerta color ante llegó a simbolizar cuanto era monótono, triste y falto de carácter en su vida.

Un domingo por la mañana, se dirigió al economato de la Compañía y se compró un pincel y un cubo grande de pintura verde para puertas. La verdad es que no sabía muy bien por qué había ido a comprarse un pincel y un cubo grande de pintura verde para puertas, pero esa mañana se había despertado con una insistente visión verde en la cabeza. Verde verde verde. El verde era un color descansado, que incitaba a la meditación, no resultaba molesto ni para la vista ni para el alma, era sereno; el verde era el color de las plantas, de las cosas en crecimiento, era el color preferido de Dios: al fin y al cabo, Él mismo había creado cantidades impresionantes de cosas verdes. Así, vistió sus ropas más viejas y puso manos a la obra. La gente no tardó en arremolinarse para observarlo. Algunos quisieron pintar también, de modo que el hombre al que le gustaba el verde les dejó el pincel para que pintaran un trocito de su puerta. Con tanta ayuda no tardó en acabar la puerta y toda la gente que lo observaba estuvo de acuerdo en que el verde era un color muy adecuado para una puerta principal. El hombre les agradeció su ayuda, colgó un cartel que ponía «Pintura fresca» y se metió en su casa para almorzar.

Todo el domingo por la tarde, la gente se paseó por delante de su casa a ver la puerta verde y a felicitarlo porque cuando todas las calles tenían puertas color ante, la suya era la única de color verde.

Al día siguiente, que era lunes, el hombre al que le gustaba el verde se puso la camiseta, los pantalones y el sombrero rígido y salió por la puerta verde para unirse al torrente de trabajadores que se dirigía a la fábrica. Se pasó toda la mañana vertiendo acero, almorzó, bebió unas cervezas con sus amigos, fue al lavabo, y siguió vertiendo acero hasta las diecisiete horas, cuando sonó la sirena y entonces regresó a su casa.

Y no la encontró.

Todas las casas de su calle tenían las puertas de color ante.

A lo mejor había girado por una calle equivocada: comprobó el nombre. Jardines Adam Smith. Él vivía en Jardines Adam Smith. ¿Dónde estaba su casa con la puerta verde?

Contó las filas de puertas color ante hasta que llegó al número diecisiete. Él vivía en la casa número 17, la casa de la puerta verde. Pero la puerta había vuelto a recuperar su color ante.

Esa mañana, cuando se marchó, era de color verde. Y al regresar por la tarde se la encontró de color ante. Entonces, en un sitio donde algún patoso había dejado la huella de la mano, descubrió el fulgor del verde vivo brillando a través del tono ante.

—¡Cabrones! —gritó el hombre al que le gustaba el verde.

La puerta color ante se abrió y salió un hombrecito con dientes de conejo, vestido con el traje de papel de la Compañía, para soltarle un sermón sobre la necesidad de eliminar de las unidades trabajadoras toda manifestación indeseada de individualismo, en pro de la armonía económica general, tal como establecía el Manifiesto del Proyecto y el Plan de Desarrollo, cuyo sistema de ingeniería social de las unidades trabajadoras no contemplaba colores disfuncionales e individualistas, como por ejemplo el verde, que contravenía todas las reglas referentes a los colores uniformes, oficiales y armónicos, tanto desde el punto de vista funcional como el social, y el inciso portales de entrada y salida de dichas reglas imponía el tono ante para los módulos habitables de las unidades trabajadoras.

El hombre al que le gustaba el verde escuchó todo esto pacientemente. Inspiró hondo y después, con todas sus fuerzas, le encajó al hombrecito del traje de papel de la Compañía un puñetazo en el morro lleno de dientes de conejo.

El hombre al que le gustaba el verde se llamaba Rael Mándela, hijo. Era un hombre simple, sin complicaciones, sin destino, ignorante del misterio que iba tendiendo sus raíces malditas alrededor de su espina dorsal. El día que cumplió los diez años así se lo hizo saber a su madre.

—La verdad es que soy una persona simple, me gustan las cosas simples como el sol, la lluvia y los árboles. No me atrae nada eso de ser uno de los grandes personajes de la historia, ya he visto lo que le ha pasado a Pa y a tía Taasmin. No deseo ser un hombre distinguido y acaudalado como Kaan, con sus restaurantes de franquicia, yo sólo quiero ser feliz, y si para eso he de quedarme en un don nadie, pues muy bien.

A la mañana siguiente, Rael Mándela, hijo, recorrió el corto sendero que llevaba desde la casa de los Mándela hasta las puertas de Villa Acero y las traspuso para convertirse en el Accionista 954327186, operador de la grúa vertedora de acero, y siguió así, siendo un hombre simple y feliz que nunca llegaría a nada, hasta aquel domingo por la mañana en que un impulso místico lo empujó a pintar su puerta de verde.

El Accionista 954327186 fue suspendido de su empleo hasta tanto el Tribunal Industrial llevara a cabo una investigación completa. Respetuoso, le hizo una reverencia al funcionario que le entregó la notificación sin sentir amargura ni resentimiento —la justicia era la justicia— y se fue a su casa de la puerta color ante, donde se encontró con media docena de manifestantes que marchaban en círculos ante su puerta.

—¡Rael Mándela readmisión! —coreaban—. ¡Rael Mándela readmisión!

—¿Qué hacéis delante de mi casa? —exigió saber Rael Mándela, hijo.

—Protestamos por tu injusta suspensión —respondió un joven de aspecto entusiasta que llevaba una pancarta que decía: «El color ante es horripilante; el color verde es glorioso».

—Somos la voz de los sin voz —añadió una mujer afligida.

—Perdonadme, pero no quiero vuestras protestas, gracias. Ni siquiera os conozco, por favor, marchaos.

—Ni hablar —dijo el joven entusiasta—. Porque tú eres un símbolo, un símbolo de libertad para los esclavos oprimidos de la Compañía. Eres el espíritu de la libertad aplastado bajo la bota de la empresa industrial.

—Yo lo único que he hecho es pintar de verde mi puerta. No soy símbolo de nada. Por favor, marchaos antes de que os metáis en líos con el servicio de seguridad de la Compañía.

Siguieron manifestándose delante de su casa hasta el anochecer. Rael Mándela, hijo, subió el volumen de la radio y bajó las persianas.

El tribunal industrial lo encontró culpable de comportamiento antisocial y de agresiones en la persona de un ejecutivo de la Compañía cuando se hallaba desempeñando sus deberes. En su breve resumen de la sentencia, el presidente del tribunal utilizó la frase «feudalismo industrial» treinta y nueve veces, y como conclusión, manifestó que a pesar de que el Gerente de Enlace de Relaciones Laborales E. P. Veerasawmy era un mierdica temerario que se merecía hacía tiempo el puñetazo en los morros, el Accionista 954327186 no era quién para poner en práctica tan merecido castigo, por lo cual, se le multaba con dos meses de suspensión de sueldo, repartidos a lo largo de los doce meses siguientes, y se le condenaba a dos años sin ascensos en su sector. Lo reincorporaron a su puesto de operador de grúa. Rael Mándela se encogió de hombros. Había oído sentencias peores.

Los manifestantes lo esperaban fuera con estandartes y eslóganes preparados.

—¡Opresión draconiana de los Accionistas! —gritó la mujer afligida.

—¡Basta de juicios! —gritó el hombre entusiasta.

—¡Tenemos derecho a pintar las puertas de verde! —gritó un tercer manifestante.

—¡Rael Mándela es inocente! —aulló un cuarto.

—¡Anulad la sentencia! ¡Anulad la sentencia! —añadió un quinto.

—La verdad, creía haber salido bien librado —dijo Rael Mándela, hijo.

Lo siguieron hasta su casa. Y se manifestaron marchando en círculos. Esa noche, lo habrían seguido hasta el centro social de no haber tenido que participar en un boicot a las instalaciones recreativas de la Compañía, de modo que se quedaron fuera marchando en círculos, agitando sus pancartas, gritando sus eslóganes y cantando sus canciones de protesta. Agradablemente achispado, Rael Mándela, hijo, se marchó por la puerta trasera para que los manifestantes no lo siguieran. Oyó unos gritos y se asomó por el costado del economato de la Compañía a comprobar si se habían enterado de su evasión. Lo que vio le devolvió instantáneamente la sobriedad.

La policía de seguridad, equipada con corazas y armas, cargaba a los manifestantes, los eslóganes, los estandartes, las pancartas y los gritos en un furgón blindado de color negro y dorado que nunca había visto antes. Dos guardias de negro y dorado salieron del centro social sacudiendo la cabeza. Se montaron en la parte trasera del furgón y se marcharon. En dirección de la casa de Rael Mándela, hijo.

Había jurado que jamás volvería a dormir bajo el techo de sus padres mientras tuviera independencia y trabajo, pero esa noche faltó a su promesa, se coló por debajo de la alambrada y durmió en la casa de los Mándela.

A la mañana siguiente, el boletín de noticias de las seis emitido por la Compañía ofreció un sombrío relato. La noche anterior, un número de Accionistas se había ido de juerga («para ponerse trompa», según la expresión popular) y en total estado de embriaguez, después de acercarse demasiado a los acantilados del desierto, se habían precipitado para encontrar la muerte. La locutora concluyó su saludable relato con una advertencia sobre los peligros de la bebida y un recordatorio: el Verdadero Accionista no dejaba jamás que nada mermara la eficacia de su trabajo para la Compañía. No leyó ni nombres ni números. A Rael, hijo, no le hizo falta oírlos. Recordaba la desazón espiritual de sus días de infancia, y al recordarla, volvió a él, convocada por su recuerdo; una náusea, una necesidad, un destino, un misterio. Mientras Santa Ekatrina le servía el desayuno de huevos y tortas de arroz, supo que ya no podría permanecer callado, que tenía un destino, que debía hablar, que debía reivindicarlo. Sentado en la cocina de su madre, las nubes se despejaron y logró atisbar un futuro horrendo y pesado. Pero ineludible.

—¿Y ahora qué? —le preguntó Santa Ekatrina, en pleno ajetreo del desayuno.

—No lo sé. Tengo miedo… no puedo volver, van a detenerme.

—No me interesa nada de lo que hayas hecho o dejado de hacer —le dijo Santa Ekatrina—. Tú haz lo que debas, eso es todo. Sigue la brújula de tu corazón.

Armado con un megáfono prestado, Rael Mándela, hijo, cruzó un campo de nabos, se metió por una alcantarilla que sólo él y su hermano conocían, y chapoteando entre las heces flotantes, llegó al corazón de Villa Acero. Sin que nadie se diera cuenta, se subió a un macetero de cemento de los Jardines del Feudalismo Industrial y se dispuso a hablar.

Pero no le salieron las palabras.

Él no era orador. Era un hombre simple; no tenía el poder de hacer que las palabras planearan como águilas o golpearan como espadas. Él era un hombre simple. Un hombre simple, con el corazón lleno de asco y rabia. Sí… la rabia, la rabia hablaría por él. Se sacó toda la rabia del corazón y se la puso en los labios.

Y las madres, los niños, los ancianos y paseantes que salían de trabajar se detuvieron a escuchar sus palabras titubeantes pero airadas. Habló de puertas verdes y de puertas color ante. Habló de la gente y de las cosas cotidianas que no aparecían en los informes de la Compañía ni en los Estados de Cuentas; de la confianza, de alternativas, de la expresión de las ideas, de las cosas que todos necesitaban porque no eran cosas materiales, ni cosas suministradas por la Compañía, sino que eran cosas sin las cuales la gente se marchitaba y se moría. Habló de aquello tan terrible que la Compañía le hacía a la gente que quería ser gente y no una cosa; habló de la policía de negro y dorado, del furgón que nunca había visto antes y de la gente que se llevaron en plena noche del viernes para arrojarla por el acantilado porque pedían más de lo que la Compañía estaba dispuesta a dar. Habló de los vecinos y compañeros de trabajo arrebatados de sus casas y sus puestos de trabajo por la acusación de los informadores de la Compañía, habló del lenguaje mudo del corazón, y abrió en las almas de sus oyentes unas heridas muy profundas.

—¿Qué sugieres que hagamos? —preguntó un hombre alto y delgado cuya complexión lo identificaba como originario de Metrópolis. La multitud, que ya era considerable, repitió la pregunta.

—No… no lo sé —respondió Rael Mándela, hijo. El espíritu decayó. Llevada hasta el límite, la gente vaciló y se abandonó.

—No lo sé —repitió.

Los gritos aumentaron, qué hacemos qué hacemos qué hacemos, y entonces tuvo la idea. Sabía qué debían hacer, era bien simple, sin complicaciones y claro como una mañana de estío. Recogió el megáfono, que se le había caído.

—¡Organizaos! —gritó—. ¡Organizaos! ¡No somos objetos!