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A las seis menos seis minutos sonaron las sirenas.

Sonaron como las trompas de los ángeles. Sonaron como las tormentas estivales entre los caballetes de las bombas y sobre las tejas rojas. Sonaron como la Trompeta del Día del Juicio, como si el cielo se viniera abajo, como el aliento del Panarcos al insuflar vida en lo inerte.

A las seis menos seis minutos el grito de las sirenas despedazó el aire desértico y en cada calle del nuevo pueblo se abrieron las puertas de par en par y comenzó a salir la gente, gente de todos los continentes del mundo y de más allá, de Metrópolis, siempre retrocediendo en su afán por mantenerse al día consigo misma, gente incluso del Mundo-madre, empobrecido y con exceso de población, todos habían acudido de todas partes para obtener el acero para los ferrocarriles, las máquinas agrícolas, los telares mecánicos, los rikshas, los puentes, los edificios del mundo joven y vigoroso; salían de sus casas a fabricar acero para Aceros Belén Ares: torrentes de trabajadores dirigiéndose a las fábricas, afluentes que se unían a otros afluentes para desembocar en un río de cabezas, manos y corazones que recorría las calles en sombras de Villa Acero. Los jóvenes ejecutivos, vestidos con sus elegantes trajes de papel, que acababan de adquirir esa misma mañana en las máquinas tragaperras, pasaban veloces en sus triciclos eléctricos; los niños remoloneaban rumbo a las escuelas y guarderías de la Compañía; los tenderos y mercaderes de los economatos subían las persianas y sacaban las sillas a las terrazas para anunciar que ya habían abierto.

Al silbido de las sirenas doscientos camiones amarillos cobraron vida, comenzaron a sacudirse como perros cansados y a salir estrepitosamente de sus garajes. En las dunas de cristal, las dragas y los vagones de ruedas despertaban de su devoto reposo para alimentarse. Con un rugido ensordecedor, veinticuatro locomotoras de tracción Modelo 88 negras y doradas encendieron sus tokamaks de fusión y con un chuc chuc se colocaron en la línea principal.

Al silbido de las sirenas cien chimeneas comenzaron a soltar bocanadas y volutas que llegaron al cielo de aquel veranillo de san Martín tiñéndolo de negro, blanco, anaranjado y marrón. Las cintas transportadoras se pusieron en movimiento con un traqueteo, los hornos se encendieron, los electrodos de carbón al rojo vivo descendieron a unas cubas giratorias que desprendían un calor insoportable, los laminadores continuos cogieron velocidad y en el centro mismo del complejo, tras las paredes de hormigón, sonido, acero, plomo y magnetismo, el genio plásmico sacudió su lámpara maravillosa y derramó poder mágico sobre la ciudad.

Al silbido de las sirenas los guardias de uniforme negro y dorado con emblemas negros y dorados en el hombro abrieron de par en par los portones de alambre y doscientos camiones los traspusieron, recorrieron Camino Desolación y se dirigieron por el sendero de tierra y roca hacia los campos de mineral.

Al silbido de las sirenas, las Pobres Criaturas de la Inmaculada Contracción salieron de sus cuchitriles de plástico y cartón diseminados alrededor de la Basílica y atravesaron los callejones del antiguo Camino Desolación en medio de una confusión de salmos y manirás para llamar a las puertas de Villa Acero, donde esparcirían sus plegarias en confetis bajo las altísimas ruedas de los camiones. Los guardias les sonreían y saludaban con la mano; los camioneros de camisas a cuadros les hacían señales con los faros y las bocinas. Las harapientas Pobres Criaturas bailaban y cantaban para ellos. Las cometas-plegarias, improvisadas con sacos de plástico, eran remontadas en el viento del amanecer y atadas a la alambrada: ¡grande era la celebración de aquel día, el primero del Advenimiento del Mesías de Acero! Cincuenta, cien, doscientos camiones pasaron, atronadores. El pistoneo de sus motores ahogó los himnos de los adoradores; las ruedas lanzaron sobre ellos oleadas de polvo rojo. La luz del alba se hizo más brillante e inundó las geometrías factoriales, proyectando a través de la alambrada hermosas sombras industriales que cayeron sobre las Pobres Criaturas danzantes. A medida que fue clareando, los reflectores se apagaron.

Al silbido de las sirenas Sevriano y Batisto Gallacelli despertaron para celebrar su décimo cumpleaños. Diez años hoy. Hurra hurra. El día de la mayoría de edad, el día en que entraban en el mundo de los adultos, el día en que debían dejar atrás las cosas de la niñez: los días de fanfarroneo con los que casi habían cumplido los nueve y holgazaneaban en las esquinas, los días de cerveza y sol y música en la radio del BAR/HOTEL, de tontear con las chicas, de robar carteras, de apostar a las cartas, de contar chistes, de pelear con otros chicos, de insolentarse con la policía, de esnifar de vez en cuando, corroídos por la culpa, el hachís quemado del jardín del señor Jericó y de los bailes de los sábados en el centro social de los obreros de la construcción, donde recibían a veces la visita de las Grandes Bandas de las Grandes Ciudades, como la de Buddy Mercx y la de Hamilton Bohannon, y una vez, la del legendario Rey del Swing, Glen Miller y su Orquesta, y en ocasiones, incluso esos ritmos nuevos que pasaban por Radio Todo Swing, samba, salsa o como se llamaran. ¡Ah, los sábados por la noche en el centro social! Desde el momento en que se cerraban las puertas, en la madrugada del domingo, comenzaba la cuenta hasta que volvían a abrirlas, a las veinte menos veinte minutos, el sábado siguiente. El vestirse, atildarse, pintarse, pavonearse, beber y vomitar, adoptar posturas y pasearse, y a veces, al final de una velada realmente buena, repartir puñetazos en el aparcamiento de rikshas en la parte trasera de la sala de bailes. Todo eso era cosa del pasado. Había que olvidarse de aquello, porque ese día, las sirenas aullaban y los hermanos Gallacelli (idénticos entre sí como guisantes en su vaina o días en la cárcel…) cumplían diez años.

Y así, mientras Villa Acero despertaba en su primer día de existencia, la madre de Sevriano y Batiste mandó llamar a sus hijos.

—Hoy cumplís diez años —les dijo—. Ya sois hombres y debéis asumir responsabilidades de adultos. ¿Habéis pensado en lo que os gustaría hacer con vuestras vidas?

No lo habían pensado. Habrían preferido que sus vidas continuaran siendo como hasta ese momento. Pero le prometieron a su madre y a sus padres que transcurridos cinco días sabrían lo que querrían hacer con sus vidas. Consultaron al asesor vocacional de la escuela, a sus amigos, a las chicas que habían conocido los sábados por la noche en el centro social, a sus vecinos, a los sacerdotes, a los políticos, a los policías y a las prostitutas, y transcurridos los cinco días supieron lo que querían hacer con sus vidas.

—Ma, queremos ser pilotos como tú —anunciaron.

—¿Qué? —dijo Umberto, a quien le habría gustado que se dedicaran, como él, al negocio inmobiliario.

—¿Qué? —dijo Louie, a quien le habría gustado que se dedicaran, como él, a las leyes.

—Queremos volar —dijeron Sevriano y Batisto, pensando en el viento, las alambradas, el sol en las alas, el rugido sensual de los aeromotores Yamaguchi & Jones en configuración impelente-expelente, recordando la dicha y la alegría de su madre después de las tardes que pasaba sobrevolando los cañones del desierto y rozando las rocas de las mesetas fantasmales; para ellos, en la tierra no había nada más hermoso que el cielo.

—Si queréis volar, volaréis —dijo Ed, que era el único que comprendía que el viento podía fluir por las venas—. ¿Habéis pensado cómo vais a enfocarlo?

—Hemos hablado con el señor Wong, el asesor vocacional de la escuela —repuso Sevriano.

—Nos ha dicho que nos incorporásemos a la Compañía como pilotos comerciales —dijo Batisto.

—¿Estáis seguros de que es lo que queréis? —les preguntó Persis Jirones, que en el fondo estaba encantada de que al menos sus hijos siguieran sus sueños.

—Sí.

Los gemelos le enseñaron sus solicitudes.

—Entonces, debéis seguir el deseo de vuestros corazones —les dijo, y firmó al pie dándoles la autorización.

Por un extraño motivo, no podía dejar de ver en el papel el rostro de Limaal Mándela como si fuese una antigua marca de agua.

Y por último, aquel día de inicios, el silbido de las sirenas hizo que un hombre se asomara a un balcón bien alto, portando un estandarte negro y dorado de la Compañía. El hombre contempló los torrentes de trabajadores, el atareado bullir de abejas de los gerentes, las máquinas que florecían a la vida y al movimiento. Contempló como la chispa de animación se propagó por Villa Acero para encender las llamas del imperio y la industria en todo aquello que tocaba. El Director/Gerente de Proyectos y Desarrollos del Cuarto de Esfera Noroccidental contempló el amanecer del primer día en Villa Acero y se sintió muy satisfecho. Muy, pero que muy satisfecho.