Era como si la noche los hubiera secuestrado a todos: hombres, casas, enormes máquinas amarillas, todo había desaparecido. Esa noche se había producido la peor tormenta que nadie lograra recordar y en la cama, los hermanos se habían acurrucado sintiendo la deliciosa emoción del miedo cada vez que los relámpagos proyectaban sobre la pared inmensas sombras azules y el trueno retumbaba con tanta fuerza y durante tanto rato que era como si hubiese entrado en la habitación y estuviese junto a su cama. No recordaban haberse dormido, pero seguramente se habrían dormido, porque cuando abrieron los ojos, se encontraron a su madre descorriendo las cortinas para dejar pasar ese sol tan extraño que sale únicamente después de una gran tormenta: tan claro, tan brillante y tan limpio como si acabaran de sacarlo de la colada. Saltaron de la cama, se vistieron, desayunaron y salieron a ver la mañana lavada.
—¡Qué tranquilidad! —exclamó Kaan.
Para unos oídos habituados a meses, años del alboroto producido por las obras ininterrumpidas, aquella calma resultaba amedrentadora.
—No los oigo trabajar —comentó Rael, hijo—. ¿Por qué no estarán trabajando?
Los hermanos corrieron al agujero que habían cavado debajo de la alambrada para poder jugar en el más divertido de los patios infantiles, la obra en construcción. Se detuvieron ante la alambrada y miraron el vacío.
—¡Se han marchado! —gritó Kaan.
No había ni una sola niveladora, mezcladora de cemento, grúa de torre, ni un solo tinglado, m un dormitorio, ni una cantina o lugar de esparcimiento, ni un solo soldador, albañil o capataz, ni un solo supervisor de obra, ni un solo operador de grúa ni camionero a la vista. Era como si la tormenta se los hubiera llevado al cielo para no dejarlos volver jamás. Rael, hijo, y su hermano menor rodaron por debajo de la alambrada y exploraron el nuevo mundo vacío.
Anduvieron cautelosamente por las calles en sombras, entre los estupendos puntales de los convertidores de acero. Respingaron ante el graznido de cada pájaro desértico y ante cada uno de los reflejos distorsionados de sí mismos que veían en la jungla de tuberías metálicas. Cuando resultó evidente que la obra estaba completamente desierta, los niños se volvieron más osados.
—¡Aaaaah! —gritó Kaan Mándela haciendo bocina con las manos.
—¡AAAAAH AAAaah Aaaaah aaaaah…! —les respondieron los ecos en los depósitos de sedimentación y las cintas transportadoras de mineral.
—¡Mira eso! —gritó Rael, hijo.
Ordenadamente aparcados en círculo, bajo las imponentes complejidades de tubos y conductos, se encontraban doscientos camiones volquete. Ágiles como micos, los niños se subieron y treparon por todos los camiones amarillos, se columpiaron de los picaportes de las puertas y de los estribos, se deslizaron por las pendientes traseras al interior de cajones tan grandes que habrían podido contener toda la hacienda de los Mándela. Su energía los llevó de los grandes camiones a los caballetes y pasadizos estrechos, donde jugaron a juegos peligrosos de pilla-pilla tridimensional entre los tubos y conductos del sistema de filtración del mineral. Colgado de una mano desde una altura estremecedora, Kaan Mándela se dejó caer en el cajón de un remolque lanzando un grito de alegría.
—¡Rael! ¡Uaauh! ¡Mira! ¡Trenes!
La jungla-gimnasio de la química industrial fue abandonada velozmente por doce trenes detenidos. Los exploradores jamás habían visto unos trenes parecidos, cada uno de ellos medía más de un kilómetro e iban tirados por dos locomotoras Modelo 88 unidas en tándem, de los Ferrocarriles Belén Ares. La sensación de potencia dormida atrapada en el interior de los tokamaks apagados dejó a los niños mudos de la impresión. Rael, hijo, tocó a uno de los titanes con la palma de la mano.
—Está fría —dijo—. Apagada.
Su padre le había regalado un libro sobre trenes para su séptimo cumpleaños.
—Edmund Gee, Acelerada, Indómita —dijo Kaan Mándela mientras iba leyendo los nombres de los gigantes negros y dorados—. ¿Qué pasaría si de pronto arrancara alguna?
Rael Mándela se imaginó los motores de fusión volviendo a la vida en medio de una explosión y la idea lo asustó tanto que obligó a Kaan a que dejara en paz a los mastodontes dormidos y lo condujo a otra zona del complejo, una que nunca habían visto en sus anteriores visitas clandestinas.
—Es como si fuera otro Camino Desolación —sugirió Kaan.
—Es Camino Desolación como debería ser —dijo Rael, hijo.
Se encontraron en el borde de un pueblo pequeño, pero completo, de unos seis mil habitantes, o mejor dicho, que habría albergado seis mil habitantes, porque en realidad estaba vacío como un cementerio. Se trataba de un pueblo bien ordenado, con prolijas terrazas de casas de adobe blanco y tejado rojo (porque algunas cosas eran tan sagradas que ni siquiera la Compañía Belén Ares podía cambiarlas), distribuidas en calles espaciosas que irradiaban como los ejes de una rueda desde un parque central. Al final de cada calle, que desembocaba en una carretera circular, se alzaba un economato de la Compañía, una escuela de la Compañía, un centro comunitario de la Compañía y una cochera central de la Compañía para aparcar unos giróvagos triciclos eléctricos.
—¡Ey! ¡Son estupendos! —gritó Kaan mientras giraba en curvas cerradas sobre su triciclo—. ¡Te juego una carrera!
Rael, hijo, aceptó el reto; de una patada puso en marcha su vehículo y los dos niños corrieron por las calles vacías de Villa Acero, dejando atrás las casas vacías, las escuelas vacías, los centros de esparcimiento, los salones de té, los consultorios médicos y las capillas, todos vacíos como las cuencas de los ojos de una calavera, y dieron vivas y lanzaron gritos de alegría mientras las ruedas de los triciclos levantaban nubes en el polvo rojizo que había logrado entrar incluso en aquel lugar sagrado.
En el cubo de la rueda de calles había un parque circular con el nombre de «Jardines del Feudalismo Industrial» en lo alto de sus portones de hierro forjado. Cuando los niños se cansaron de correr carreras, se quitaron las ropas sudadas y polvorientas, se bañaron en el lago ornamental y tomaron el sol en los lisos prados.
—¡Esto es estupendo! —exclamó Rael, hijo.
—¿Cuándo crees tú que volverá toda la gente? —le preguntó Kaan.
—Me da igual con tal que no sea hoy. Me quedaría aquí para siempre. Rael, hijo, se estiró como un gato y se entregó al sol inocente.
—¿Crees que trabajarás aquí cuando seas mayor?
—A lo mejor sí. A lo mejor no. No he pensado mucho sobre lo que me gustaría hacer.
¿Y tú?
—Quiero ser rico y famoso y tener una casa enorme como la que teníamos en Belladonna y una piscina y un avión y ser conocido como era papá.
—¡Puaj! Míralo, con siete años y ya sabe lo que quiere. ¿Y cómo vas a conseguir todas esas cosas?
—Montaré un negocio con Rajandra Das.
—¿Con ese vago? ¡Si no sabe hacer nada!
—Pondremos un puesto de comida caliente y cuando hayamos sacado mucho dinero con ese puesto, abriremos otro, y después otro y otro más, y entonces, seré rico y famoso, ya lo verás.
Rael, hijo, se tumbó sobre el césped muy cuidado y se preguntó cómo se las arreglaba su hermano menor para tener la vida planificada cuando él lo único que deseaba era que el viento místico del desierto lo llevara de aquí para allá como una mariposa nocturna.
—Escucha —dijo Kaan incorporándose y aguzando el oído—. Parecen aviones.
Rael, hijo, prestó atención y en las alas del viento alcanzó a oír el matraqueo de motores aéreos.
—Vienen hacia aquí. A lo mejor es la gente.
—¡Qué va! A lo mejor es… —dijo Kaan, y se interrumpió y forcejeando volvió a ponerse la ropa pegajosa—. Vámonos.
Los hermanos corrieron por las calles desiertas en las que retumbaba el tamborileo de los motores aéreos; sobre sus cabezas, comenzó a pasar una nave aérea tras otra. Rael, hijo, corría y de vez en cuando echaba un vistazo al cielo.
—Vámonos —le ordenó Kaan, que llevaba la maldición del pragmatismo.
—No, quiero ver lo que pasa —respondió Rael, hijo, y trepó a una serie de empinadas escaleras que llevaban a lo alto de la columna de un convertidor catalítico.
Después de un breve titubeo, Kaan lo siguió. No cabía duda de que era pragmático, pero también curioso. Desde el estrecho pasadizo que rodeaba la cabeza de la columna, alcanzaron a comprender el plan de operaciones. Los aviones ocupaban sus posiciones formando un enorme disco cuyo centro era Camino Desolación.
—Uauh, debe de haber miles —dijo Kaan actualizando los anteriores cálculos de su hermano.
Las naves aéreas seguían pasando por encima de sus cabezas. Los aviones sobrevolaron Camino Desolación durante otra media hora antes de completar su formación. Habían ennegrecido el cielo; aviones negros con luces doradas dispuestas como los adornos de una librea; una tormenta de la industria a punto de caer sobre Camino Desolación. Había aviones esperando hasta donde alcanzaba la vista de los niños, aguzada por el desierto. Los asustaba la oscura presencia de aquellas naves.
Sabían que la Compañía Belén Ares era poderosa, pero que fuera lo bastante poderosa como para ennegrecer el cielo, era algo aterrador.
Y entonces fue como si alguien hubiera pronunciado una palabra mágica.
De pronto, por todas partes, se abrieron las escotillas de carga de los dirigibles y por ellas salió un humo anaranjado.
—¡Gas! —gritaron los hermanos, alarmados.
Pero el humo anaranjado no flotó como lo haría cualquier gas sino que quedó colgando en cortinas onduladas alrededor de Camino Desolación. El gas anaranjado flotó unos cuantos segundos para depositarse sobre el suelo a una velocidad inusual.
—Qué ingenioso —comentó Rael, hijo—. Utilizan sus ventiladores para provocar una corriente descendente.
—Quiero irme a casa —dijo el niño que tenía el futuro planificado.
—¡Calla! Esto es interesante.
Minutos después de que se hubieran abierto las puertas de los compartimentos de carga, la nube se había precipitado para formar una espesa espuma anaranjada sobre el rojo del Gran Desierto.
—Quiero irme a casa, tengo miedo —repitió el niño que quería ser rico y famoso.
Rael, hijo, entrecerró los ojos y miró hacia las dunas y la alta y árida meseta, pero lo único que alcanzó a ver fue a los aviones que, uno por uno, iban rompiendo la formación.
—Ya he visto suficiente. Podemos irnos.
En casa, encontraron a papá de un buen humor exaltado.
—Venid a ver esto —les dijo, y se llevó a sus hijos a su campo de maíz—. ¿Qué os parece lo que veis?
A Rael, hijo, le recordaba los cristales de sulfato de cobre que había cultivado en la escuela, pero el que tenía ante los ojos era negro oscuro, estaba herrumbrado y medía medio metro de largo. Además, crecía desde el centro del campo de maíz, algo que el cristal de sulfato de cobre no solía hacer nunca.
—Creo que voy a excavarlo para guardármelo como recuerdo —dijo Limaal Mándela con un toque de orgullo en la voz.
—¿Qué es?
—Pero ¿es que no has escuchado la radio? ¡Es cristal de ferrotropo de hierro! ¡Chico, vivimos en el centro mismito de la zona bacteriológicamente activa más grande del mundo! —Los niños no alcanzaban a comprender por qué su padre se mostraba tan satisfecho—. ¡Si vais a buscar los prismáticos y os marcháis al borde de los acantilados, veréis de estas cosas que crecen en la arena hasta donde alcance vuestra vista!
¡Ferrotropos de cristal! Es el proceso empleado por la Compañía Belén Ares para conseguir hierro de la arena, con bacterias, unos diminutos organismos vivos que se comen la herrumbre de la arena y que tal como está no sirve para nada, y luego cagan esas cosas que veis allí. ¿Ingenioso? ¡Es brillante! Todo un adelanto para Camino Desolación. Nunca ha habido nada igual. ¡Somos los primeros!
—¿Y eso era lo que salía de los aviones? —preguntó Kaan.
Rael, hijo, le dio una patada para hacerlo callar antes de que comentara algo sobre la incursión que habían hecho por Villa Acero pasando debajo de la alambrada prohibida, pero los ojos de su papá estaban demasiado cegados por la luz de la tecnología como para ver nada de tan poca monta.
—Esporas microbianas. Eso son, esporas microbianas. Pero ¿sabéis qué es lo más increíble de todo? Que esta… esta enfermedad, porque supongo que es así como podríamos denominarla, sólo afecta a la herrumbre, que es un óxido de hierro. No atacará a ninguna otra cosa; podríais andar por el desierto durante kilómetros y kilómetros sin sufrir daño alguno. La Belén Ares ha sembrado esa cosa en veinte kilómetros a la redonda. Según me ha dicho uno de los obreros de la construcción antes de marcharse, se trata del depósito de mineral más rico de todo el planeta.
—¿Y esto por qué está aquí? —preguntó Rael, hijo, agachado para examinar aquella cosa extraña que surgía del campo de maíz.
—Posiblemente, debajo de la tierra haya hierro. Algunas de las esporas habrán volado hasta aquí y se habrán depositado en la herrumbre. ¿Sabéis una cosa? ¡A Ed Gallacelli le están creciendo en el tejado de su cobertizo!
—¡Uauh! ¿Puedo ir a ver? —inquirió Kaan.
—Claro —respondió Pa—. Iré con vosotros, nos llevaremos los prismáticos e iremos a los acantilados. Todo el mundo se ha ido para allá a ver el espectáculo. ¿Te vienes, Rael?
Rael, hijo, no fue. Se marchó a la casa y se puso a leer su libro sobre trenes y cuando su padre, su hermano, su madre y sus abuelos regresaron con sus descripciones de las torres de cristales que salían de la arena y crecían y crecían para alcanzar diez, veinte, cincuenta metros de altura hasta que su propio peso las tiraba abajo, simuló jugar con el gato, pero en realidad, los odiaba en secreto, a su padre, a su hermano, a su madre y a sus abuelos, porque no sabía cómo odiar a aquellos pilotos y planificadores que habían provocado semejante cambio en su universo. No comprendía por qué sentía aquel odio, por qué se sentía violado, vacío, por qué tenía aquella angustia en el alma. Trató de explicárselo a su hermano, a su madre, incluso a su padre tan distante, pero no comprendieron lo que intentaba decirles, ninguno de ellos lo comprendió, ni siquiera la sabia de Eva Mándela, la de las viejas manos tejedoras y sabias. En todo Camino Desolación, la única que habría sido capaz de entender la profunda enfermedad que corroía el alma de Rael, hijo, era su tía Taasmin, porque sólo ella sabía lo que significaba llevar encima la maldición de un ignoto destino místico.