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Limaal Mándela había llegado a Camino Desolación con su mujer, sus hijos y sus enseres para huir de la plaga de la gente, pero tan grande era su fama que se pasó la mayor parte del primer año como un prisionero en su propia casa.

—¡No soy el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo haya conocido! —gritaba, frustrado, a las multitudes de admiradores que se reunían cada mañana ante la casa de los Mándela—. Ya no. ¡Marchaos! ¡Id a rendirle pleitesía al Anagnosta Gabriel de ROTECH, no os quiero!

Finalmente, Rael Mándela, padre, montó guardia de día con su escopeta para mantener alejada a la chusma, y Eva Mándela, que en verano hilaba al aire libre, debajo del magnolio que había delante de la casa, se distinguió por sus magníficas dotes de recepcionista y filtradora de visitantes. Cuando Limaal Mándela se disponía a gozar del primer período de paz que había tenido desde que entrara en el Jazz Bar de Glen Miller con el taco bajo el brazo, sobre Camino Desolación cayó la plaga de los topógrafos.

Y la plaga de los topógrafos dio paso a la plaga de las cuadrículas de plástico, y la plaga de las cuadrículas de plástico dio paso a la plaga de planificadores, que dio paso, a su vez, a la plaga de los trabajadores de la construcción, y la plaga de trabajadores de la construcción obligó a Limaal Mándela a volver a su aislamiento. Cuando se hubo acostumbrado a los peregrinos y empresarios, y ellos a él, el pueblo se vio repentinamente invadido por las sucesivas oleadas de topógrafos, planificadores y trabajadores de la construcción hasta que los hoteles, pensiones, tabernas, posadas y barracones se llenaron a rebosar. Limaal ya no podía ir andando hasta la Tienda de Ramos Generales de Pentecostés a comprar el Heraldo de Meridiana sin que una decena de voces gritaran: «¡Ey, mira, Sanchi, es Limaal Mándela!», «Te digo que es él, el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo haya conocido», «Es… sí… es Limaal Mándela», y sin que una decena de manos buscaran hojas de papel, facturas, recibos, resguardos de apuestas para pedirle un autógrafo, y sin que recibiera una decena de invitaciones para jugar partidas de exhibición en algún hotel, bar o centro obrero.

—¿Qué diablos pasa aquí? —inquirió, furioso, a Santa Ekatrina—. El desierto entero está plagado de agujeros como una diana de dardos, y lo han cuadriculado con cinta plástica, y ahora llega maquinaria pesada de construcción como para edificar un continente extra. Y cuando la gente de aquí ya se había hecho a la idea de que me he retirado y no quiero hablar de billar ni de derrotar al diablo ni de la competición para el título de el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo haya conocido, cuando ya puedo ir al bar o a una tienda tranquilamente, me tengo que volver a esconder. ¿Qué rayos están haciendo ahí fuera, construyendo un ascensor espacial extra?

Kaan Mándela, de cuatro años, brillante, osado y con la boca llena de pilaf de cordero, le contestó:

—El hierro, papá. El desierto está lleno de hierro. La maestra dice que es pura herrumbre y ella sí que sabe, porque era geógo… geóglo…

—Geóloga. ¡Hierro! Santísima Señora, ¿y después qué? De modo que esos de ahí fuera son de la Compañía Belén Ares. Yo no sé… ¿adonde irá a parar Camino Desolación?

En los años que había pasado en Belladonna, Camino Desolación había cambiado mucho, tanto que a Limaal Mándela le resultaba casi irreconocible. Santos, profetas, basílicas, hombres con brazos de metal, hoteles, posadas, pensiones de mala muerte, todo iluminado con llamativas luces de neón, cometas con plegarias, gongs y arpas de viento, campanarios llenos de clamor, abuelos desaparecidos, jardines amurallados, parientes misteriosos que desaparecían tan deprisa como habían surgido, esquinas llenas de forasteros de facciones blandas y asombradas, cinco trenes diarios y además un puerto, tiendas, bares, chozas y chabolas; por las noches gente durmiendo en los callejones, gente haciendo cola todo el día junto a una puerta con el cartel de «Suplicantes»; robos, violaciones, secuestros: ¡policías! Alguaciles con varas de choque, tribunales, y Louie Gallacelli con toga de abogado, propiedades inmuebles y alquileres.

Vendedores de pastelillos en cada esquina; muchachos con carros, buhoneros, marchantes de curiosidades religiosas: ¡calles! Hormigón armado, chapa ondulada, vidrio, acero y plástico; cerveza que sabía a pis: ¡comida importada! Colas en las bombas de agua, hectáreas de generadores solares, y el olor de los excrementos, que todo lo impregnaba, de los digestores de metano sobrecargados. Bicicletas, rikshas, triciclos; ¡camiones! La gente gritaba durante la siesta y entraba sin llamar; gente, extranjeros que miraban y miraban, y hablaban, y abrían la boca y hacían ruido. Hasta su hermana le resultaba extraña, encerrada en el interior del horrible carbunclo de cemento que llamaban Basílica de la Gris Señora, a la que sólo tenían acceso los piadosos suplicantes, los penitentes y los que tenían corazón de peregrino. Limaal Mándela conservaba todavía suficiente orgullo mundano como para negarse a hacer cola junto a la puerta con el cartel de «Suplicantes».

—Esta casa, este pueblo, este mundo… ¿adonde irán a parar? —gritó, y salió dando un portazo para cruzar el patio y dirigirse a casa de sus padres.

En los veinte segundos que tardó en cruzar el patio cubierto de excremento de llamas, apartó a dos fotógrafos, y una mujer oculta en las sombras, detrás de un laurel en maceta, le suplicó que abusara de ella.

—¡Madre, este pueblo me ha llevado a la distracción! Eva Mándela, que trabajaba en su bastidor de tapices, sonrió y lo saludó:

—¡Limaal! ¡Cuánto me alegra verte!

—¡Madre, no tengo intimidad! ¡Hace treinta segundos una mujer me imploró que la atara, la amordazara, la cubriera con un plástico y le meara encima! ¡Esto no puede seguir así! ¡He de tener intimidad!

—Tienes una cara famosa, Eimaal.

—Esa parte de mi vida se ha acabado, madre.

—Mientras vivas, todas las partes de tu vida seguirán vigentes. Para eso estamos aquí.

Dime, Limaal, ¿qué opinas de esto? Le enseñó el tapiz en el que trabajaba.

—Muy bonito —respondió Limaal Mándela temblando de rabia.

—¿Sí, verdad? Es la historia de este pueblo. Estoy poniendo en este tapiz todo lo que ha ocurrido y cuando me haya muerto, al mirarlo, tus hijos y sus hijos sabrán que tienen una historia de la cual enorgullecerse. Es muy importante conocer tus raíces, de dónde vienes, y adonde vas. Ése es tu problema, Limaal, has venido de alguna parte, pero todavía no sabes adonde ir. Debes tener un objetivo.

Limaal Mándela no dijo palabra, pero se quedó rascando las lajas polvorientas con el pie. Después, le dio un beso breve en la mejilla a su madre, se dio media vuelta y salió corriendo de la casa, dejó atrás a la mujer frustrada y a los fotógrafos pirata encaramados en las ramas de las moreras, cruzó su cocina, dejó atrás a sus hijos y a su mujer asustados y se internó en la noche donde rugían las pesadas máquinas dé construcción.

Siguió andando con sombría determinación, haciendo caso omiso de los gritos de reconocimiento y elogio de los obreros, y entró en el huerto lleno de hierbajos de la casa-cueva del doctor Alimantando. Habían forzado la puerta, el vestíbulo estaba lleno de polvo y olía a moho. Al encenderse los paneles luminosos, los murciélagos salieron volando del refugio de las vigas.

En alguna parte de aquel lugar tenía que estar la clave de la insatisfacción, de la irritabilidad, del malhumor, del desasosiego. De niño había creído que el doctor Alimantando tenía todo el ingenio y la sabiduría humanas escritos en sus paredes, y lo que él necesitaba era una diana hacia la cual apuntar su racionalismo. Limaal Mándela permaneció de pie ante las paredes llenas de jeroglíficos cronodinámicos y en sus labios se esbozó una sonrisa. Una luz se había encendido en su interior. Tal vez ya no fuera el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido, pero ante él estaba la clave para convertirse en Amo del Tiempo y el Espacio. Ante él tenía una vida de misterio, proezas, fracasos y triunfos.

—¿Pa? —la voz lo sobresaltó—. Pa, ¿te encuentras bien? Era Rael, su hijo, que ya había recibido la maldición familiar. Limaal Mándela posó una mano sobre la cabeza de su hijo.

—Me encuentro bien. Ocurre simplemente que desde que llegamos aquí no he sabido qué quería hacer conmigo mismo.

—Ya te entiendo. Eras como una cometa de papel en el viento. ¿Tan incapaz había sido de ocultar su frustración?

—Pues ya se acabó. Rael, tu padre será un Caballero de la Ciencia y el Saber, igual que el doctor Alimantando de las historias que te he contado sobre este lugar. Fíjate en esto… —Padre e hijo se arrodillaron para examinar las borrosas anotaciones—. Aquí empieza todo.

Recorrió con el dedo la línea del razonamiento por toda la pared, subió y dio vueltas a la habitación, mientras Rael, hijo, lo seguía, y así empezaron sus años de seguimiento de la línea que lo conducirían al centro del techo de la sala meteorológica del doctor Alimantando.