—Le daré la tierra —dijo Umberto Gallacelli mientras sesteaba en su cama, con la cabeza apoyada en una pila de calzoncillos sucios—. Sólo la tierra entera es algo digno de ella.
—Le daré el mar —dijo Louie Gallacelli mientras se anudaba la corbata de cordones frente al espejo. Desde que los peregrinos habían empezado a llegar, el trabajo había aumentado—. Se parece mucho al mar, es indómita, ilimitada, inquieta aunque complaciente. Para ella, el mar. —Le echó una mirada al grasiento de Ed Gallacelli, que estaba enfrascado en la lectura de un ejemplar de Mecánica práctica, y le dijo—: Ey, Eduardo, ¿qué vas a regalarle a nuestra encantadora esposa para su cumpleaños?
No muy partidario de hablar innecesariamente, Ed Gallacelli apartó la revista y lanzó una sonrisa sutil. Esa noche se marchó en el Expreso de Meridiana sin decirles a sus hermanos cuándo volvería. Faltaban siete días para que Persis Jirones cumpliera veinte años. Esos siete días pasaron como una ráfaga. Louie trabajaba como fiscal durante dieciséis horas diarias en el tribunal de primera instancia de Dominic Frontera: los peregrinos habían traído consigo delitos y delincuentes menores, y con un alcalde duro y un abogado acosado que atendía hasta cincuenta casos por día, la cárcel del pueblo estaba casi siempre llena. Los tres alguaciles bonachones que Dominic Frontera había conseguido de la comisaría de Meridiana apenas daban abasto para contener la avalancha de faltas y pequeñas infracciones.
Umberto había dado un paso para salir de la agricultura y dedicarse al negocio inmobiliario. El alquiler de sus campos había resultado una operación tan rentable que se asoció con Rael Mándela para transformar la piedra dura y la arena en tierras de labor, que luego alquilaban a unos precios poco menos que ruinosos. Hasta Persis Jirones tenía tanto trabajo que había contratado más personal y estaba considerando la posibilidad de alquilar la casa del otro lado del callejón para ampliar su local.
—El negocio prospera —declaró a sus parroquianos, y con una inclinación de cabeza, indicó a los piadosos peregrinos que, sentados en sus rincones, bebían sus licores de guayaba y pensaban en la Señora Taasmin—. El negocio prospera.
Cada noche, a la misma hora, Sevriano y Batisto salían juntos y entonces ella los miraba, lanzaba un suspiro y se preguntaba cómo se habrían hecho tan mayores en sólo nueve años. Eran tan endiabladamente apuestos y encantadores como sus padres. En Camino Desolación no había una sola muchacha que no quisiera irse a la cama con Sevriano y Batisto, preferentemente con los dos a la vez. Al acordarse de eso, les pedía que se acercaran a la barra para alisarles el pelo negro y rizado, que volvía a rizárseles en cuanto salían por la puerta, y sin que nadie la viera, les metía en los bolsillos de las camisas pastillas anticonceptivas masculinas.
Nueve años. Ni siquiera el tiempo era como antes. La nostalgia tampoco. Sobresaltada, Persis Jirones cayó en la cuenta de que sólo faltaban cinco días para que cumpliera los veinte. La mitad de la vida. A partir de los veinte ya nada cabía esperar. Qué extraño cómo volaba el tiempo. Ay, volaba. Cuánto hacía que no pensaba en volar… tanto tiempo que ya ni recordaba cuánto. La picadura había desaparecido pero le quedaba la comezón.
No era piloto. Era hostelera. Una buena hostelera. No era una profesión menos honorable que la de piloto. Al menos eso se decía. Cuando la gente hablaba de un peregrinaje a Camino Desolación, mencionaban el BAR/HOTEL. Debía estar orgullosa, pero en el fondo de su corazón, sabía que habría preferido estar volando.
Sobresaltada, advirtió que tenía un cliente.
—Lo siento. Estaba muy lejos de aquí.
—No te preocupes —le dijo Rael Mándela—. Ponme dos cervezas más. ¿Alguna novedad sobre ese marido fugado? Umberto dice que ya van siete días.
—Ya aparecerá.
Ed era el clon negro de la prole. Mientras sus hermanos estaban sedientos de éxito y se habían convertido en abogado y agente de la propiedad, Ed se había conformado con seguir en su cobertizo arreglando pequeños aparatos sin cobrar nada a cambio. Adorado Ed. ¿Dónde estaría?
Amaneció el día del vigésimo aniversario y Umberto y Louie le organizaron a su esposa un desayuno sorpresa con tartas, vinos y adornos. Y Ed seguía sin aparecer.
—Es un holgazán —dijo Umberto.
—¿Qué clase de marido ha de ser para no presentarse al cumpleaños de su esposa? —se preguntó Louie.
Le entregaron los regalos a Persis Jirones.
—Te regalo la tierra —dijo Umberto, el granjero de uñas sucias, y le entregó a su mujer un anillo de diamantes, confeccionado a mano por los joyeros enanos de Yazzoo.
—Y yo te regalo el mar —dijo Louie, y le entregó un bono para unas vacaciones en las Islas de Barlovento en el Mar de Argyre—. Te has pasado diez años trabajando sin tomar vacaciones. Ahora puedes marcharte todo el tiempo que quieras. Te lo mereces.
Los dos la besaron. Y Ed seguía sin aparecer.
Fue entonces cuando Persis Jirones oyó un ruido. No era muy fuerte, se habría perdido fácilmente en el feliz alboroto de la fiesta, de no haber estado diez años aguzando el oído para escucharlo. El ruido se fue haciendo más perceptible pero, con todo, ella era la única que lo oía. Como presa del impulso de un Arcángelesk, se puso en pie. El sonido la invitaba a abandonar el hotel y a salir al aire libre. Ya sabía de qué se trataba. Motores bicilíndricos Maybach/Wurtel en configuración impelente-expelente. Se protegió los ojos contra el fulgor y miró al cielo. Ahí estaba, saliendo del sol, una mota negra que se fue transformando primero en pájaro, luego en halcón, luego en un atronador bimotor de acrobacias Yamaguchi & Jones que pasó raudo por encima de su cabeza mientras, envuelta en la nube de polvo y piedrecitas levantada por la corriente de aire producida por las hélices, observaba como el avión daba la vuelta. Vio a Ed Gallacelli que la saludaba desde el asiento del acompañante, Ed el callado, Ed el sombrío, Ed el conformista. A partir de ese momento, Persis Jirones lo amó a él y únicamente a él, porque de todos sus maridos, había sido el único que la había entendido como para regalarle lo que más quería. Umberto le había regalado la tierra, Louie, el mar, pero Ed le había devuelto el cielo.