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El Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido y el Rey del Swing caminaban un día por la calle de Tombolova, en Belladonna, cuando el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido se detuvo ante un pequeño altar de la calle, emplazado entre un club de striptease masculino y un bar de tempura.

—Mira —dijo el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido.

Ante la estrella de nueve puntas de Santa Catalina una joven rezaba; sus labios se movían silenciosamente mientras iba susurrando la letanía, y al dirigir la mirada al cielo, en sus ojos se reflejó la luz de los cirios. El Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido y el Rey del Swing la observaron mientras terminaba sus rezos, encendía una varita de incienso y prendía con un alfiler una plegaria en el dintel de la puerta.

—Me he enamorado —declaró el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido—. Debe ser mía.

Se llamaba Santa Ekatrina Santesteban. Tenía la piel suave y cetrina, y el pelo y los ojos tan negros como el lugar secreto que hay cerca del corazón. Vivía con su madre, su padre, sus cuatro hermanas y sus tres hermanos, su gato y su pájaro cantor, en un apartamento que había encima de la Tienda de Especias y Condimentos de Chambalaya, en el callejón de la Estación. Después de años de vivir encima de la tienda del señor Chambalaya, su piel había absorbido el perfume de las especias y los inciensos. «Estoy medio hecha al curry», acostumbraba a bromear. Le gustaba bromear. Le encantaba reír.

Tenía once años. Limaal Mándela la quería con locura.

Atraído por el aroma de cardamomo, jengibre y cilantro, la siguió por callejuelas y callejones hasta su casa, encima de la tienda del señor Chambalaya, y allí, ante su padre, su madre, sus cuatro hermanas y sus tres hermanos, su gato y su pájaro cantor, se inclinó humildemente y la pidió en matrimonio. Al cabo de diez días ya estaban casados. Glen Miller hizo de padrino, y los novios salieron andando del registro civil para dirigirse al riksha que los esperaba bajo un dosel de tacos de billar levantados. En un flotador especial, la orquesta de Glen Miller siguió a la procesión de la boda hasta la estación de Bram Tchaikovsky y ejecutó una selección de sus más grandes éxitos, mientras los novios subían al tren. Sobre ellos cayó una lluvia de arroz y lentejas y los amigos sinceros pegaron plegarias de papel y buenos augurios en la parte trasera del riksha y el costado del tren. Mientras sonreía y saludaba a las multitudes que lo ovacionaban, Limaal Mándela apretó la mano de su esposa y fue entonces cuando reparó en una idea fugaz.

Aquélla había sido la única cosa irracional que había hecho en su vida.

Pero la irracionalidad se estaba acumulando sobre él. Se había estado acercando durante meses, sofrenada un poco en su avance cuando derrotó al diablo, pero había vuelto luego a cernerse sobre él. Había caído sobre él para atraparlo a través de Santa Ekatrina en el momento aquél, entre el club de striptease masculino y el bar de tempura…

Dichoso con su esposa, luego con Rael, su primer hijo, y con Kaan, su segundo vástago, padecía de una feliz ceguera que le impedía ver que Dios le estaba preparando Algo Grande.

Desde que derrotara al Anti-Dios, Limaal Mándela había gobernado en el país del Billar sin que nadie lo desafiara. Y como nadie podía vencerlo, nadie jugaba con él. Su propia excelencia lo había descalificado del juego de un modo efectivo. Los Campeonatos Metropolitanos y Provinciales, incluso los Continentales y Mundiales se realizaban sin su presencia y los campeones eran coronados con estos títulos: «Maestro de Belladonna, después de Limaal Mándela» o «Campeón Profesional de Desembarco en Solsticio, además de Limaal Mándela».

A Limaal Mándela no le preocupaba. Su ausencia de los salones de billar le dejaba tiempo libre para estar con su adorada esposa y sus hijos. Su ausencia de los salones de billar le dio tiempo a la irracionalidad para impregnarlo.

Cuando en los ambientes de billares de Belladonna corrió la voz de que había aparecido un desafiante de la supremacía de Limaal Mándela, todo el mundo supo que ese desafiante debía de ser alguien, o algo, realmente excepcional. Tal vez el mismo Panarcos había decidido empuñar el taco con la mano que dirigía las galaxias para humillar al orgulloso humano…

Nada más lejos de la realidad. El desafiante era un hombrecito insignificante, timiducho y callado, que llevaba unas gafas del revés y se sosegaba con el aire nervioso de un aprendiz de administrativo en una gran empresa. Y ésa habría sido la esencia de la cosa, a no ser por el hecho significativo de que había cortado a su mujer en trozos muy pequeñitos y los había picado para hacer hamburguesas, y como castigo, lo habían convertido en el vehículo carnal del Anagnosta Gabriel, la personalidad proyectada del ordenador de ROTECH. Era un psiconámbulo, un hombre de los obi, una criatura de los cuentos infantiles de aparecidos.

—¿Cuántos triángulos? —preguntó Limaal Mándela en el salón trasero del Jazz Bar de Glen Miller, porque era un jugador cuya habilidad estaba firmemente unida a su sentido de pertenencia a un lugar.

—Treinta y siete triángulos —respondió Casper Brindieleche, el hombre de los obi.

No se discutieron los envites. No tenían importancia. Se jugaba el título de el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido. Limaal Mándela ganó el turno de salida y comenzó a jugar el primero de los treinta y siete triángulos. Tal como había deducido correctamente años antes, cuando Carambola O’Rourke le había mostrado el destino que se había negado a aceptar, el billar era el juego supremo del racionalismo. Pero el Anagnosta Gabriel era la encarnación del racionalismo. Para su alma superconductora, las bolas que había en la mesa no se diferenciaban en nada del ballet de la tecnología orbital que iba desde los monitores del tamaño de una uva a los habitáis de decenas de kilómetros de ancho, y de cuya coreografía se encargaba él rutinariamente. Tras cada golpe que Casper Brindieleche daba con el taco, un pequeño fragmento de esa potencia para la computación efectuaba cálculos precisos del efecto, el impulso y la velocidad. La «suerte» no tenía una palabra análoga en la glosolalia de los Anagnostas. Anteriormente, siempre había existido la afortunada chiripa, el error fortuito del contrincante que había permitido a Limaal Mándela sacar un triángulo de ventaja, la serie acumulada de circunstancias adversas que desmoralizaban al enemigo impulsándolo a la autoderrota, pero los ordenadores no se desmoralizan, ni cometen errores. Limaal Mándela había sostenido siempre que la habilidad derrotaba a la suerte.

Comprobó entonces cuánta razón había tenido siempre.

En la pausa de mitad del partido (porque hasta los hombres obi deben comer, beber y orinar), Glen Miller llevó a Limaal Mándela a un rincón y le susurró:

—Has cometido algunos errores. Qué mala suerte. Limaal Mándela se puso furioso y acercó su cara sudorosa a la del músico de jazz.

—No digas eso, jamás digas eso, que no vuelva a oírte decir eso. Cada cual se forja su propia suerte, ¿entendido? La suerte es pura cuestión de habilidad.

Soltó al trastornado director de orquesta, avergonzado y asustado al comprobar cuánto había subido a su alrededor la marea de la irracionalidad. Limaal Mándela nunca perdía los nervios, se dijo. Eso decían las leyendas. Limaal Mándela ocultaba su alma. Pero su explosión de ira lo había avergonzado y desmoralizado, y cuando el juego se reinició, el Anagnosta Gabriel capitalizó cada uno de sus errores. Había alguien más racional que él.

Sentado en su silla, limpiaba automáticamente su taco, mientras las manos guiadas por ordenador de Casper Brindieleche iban ganando punto tras punto y le enseñaban lo que se sentía al jugar contra él. Era como si un enorme peñasco rodara hacia él para aplastarlo. Así había hecho sentir a sus contrincantes: crucificados por el odio a sí mismos. Odiaba ese odio que había inspirado en los incontables contrincantes que había derrotado. Era algo horrendo, que desgastaba y corroía el alma. En su callado rincón, Limaal Mándela aprendió lo que eran los remordimientos, y el odio a sí mismo fue carcomiéndole las fuerzas.

Tenía las manos dormidas y torpes, los ojos secos como dos piedras del desierto; era incapaz de darle a las bolas. «Limaal Mándela va perdiendo, Limaal Mándela va perdiendo»; la voz salió en espiral del Jazz Bar de Glen Miller y se propagó por las calles y callejones de Belladonna y tras ella llegó un silencio tan profundo que el clic clac de las bolas fue propagado por los ventiladores hasta el último rincón de la ciudad.

Él ordenador lo hizo polvo, arena molida. No tuvo piedad, no le dio cuartel. El juego continuaría hasta que la victoria quedara asegurada. Limaal Mándela perdió un triángulo tras otro. Dejó que su contrincante le ganara puntos que, de habérselo propuesto, habría conservado para sí.

—¿Qué te ocurre, hombre? —le preguntó Glen Miller, sin comprender la angustia de su protegido.

Limaal Mándela volvió en silencio a la mesa. Lo estaban destruyendo ante la mirada de los espectadores. No soportaba levantar la vista y ver que Santa Ekatrina lo observaba.

Hasta sus enemigos sufrían por él.

Entonces todo acabó. La última bola entró en la tronera. El Anagnosta Gabriel de ROTECH, que funcionaba a través de las sinapsis del asesino condenado, se convirtió en el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido. La ciudad y el mundo lo aclamaron. Limaal Mándela se desplomó en su silla, eliminado por su propia arma. Santa Ekatrina se arrodilló para abrazarlo. Limaal Mándela miraba al frente, sólo veía la marea de la irracionalidad que lo había tragado.

—Voy a regresar —dijo—. No puedo quedarme aquí, con la vergüenza a mi lado cada minuto del día. Volveré a casa.

Cinco días más tarde, partió en dos todos sus tacos, los quemó y arrojó su contrato con Glen Miller a lo alto de la pira. Después recogió a su mujer, a sus hijos, sus bolsas y su equipaje y todo el dinero que su vista pudo soportar, y con ese dinero negro compró cuatro billetes en el tren que salía para Camino Desolación.

En la Estación de Bram Tchaikovsky, los mozos de cuerda le tiraban de los faldones del abrigo y le preguntaban:

—¿Le llevo el equipaje, señor Mándela, por favor, señor, le llevo el equipaje?

Metió sus bolsas en el tren. Al salir del inmenso domo adornado de mosaicos de la Estación de Bram Tchaikovsky, los vagabundos, los pilluelos y mendigos que eran demasiado pobres como para costearse un billete de tercera, se dejaron caer desde las torres de las señales al techo del tren. Se colgaron de los costados del tren y golpearon las ventanillas gritando:

—¡Por el amor de Dios, señor Mándela, déjenos entrar, amable señor, buen señor, por favor, déjenos entrar, señor Mándela, por el amor de Dios!

Limaal Mándela corrió las cortinas, llamó al revisor y después de la primera parada en Robles de la Catedral no hubo más molestias.