A pesar del halo que rodeaba su muñeca izquierda y de que todas las cosas mecánicas respondían a sus órdenes, a Taasmin Mándela la santidad le resultaba bastante aburrida.
Le agraviaba pasarse horas y horas en el pequeño altar que su padre había añadido a su ya fortuito domicilio: afuera, el sol brillaba y las cosas verdes crecían, y ella allí, en su oscuro cuartito, recibiendo listas de súplicas de ancianas con maridos muertos (de muerte natural; de vez en cuando se preguntaba adonde se habría marchado la que en otros tiempos había sido su tía, la mañana en que desapareció de Camino Desolación en compañía de la chusma rebelde) o colocando su curativa mano izquierda sobre radios rotas, plantadores automáticos, motores de rikshas y bombas de agua para devolverles la integridad.
Al marcharse una anciana devota dejando paso a la siguiente, un haz de luz amarilla se coló por la puerta y Taasmin Mándela deseó poder regresar a su vida de lagartija, paseándose desnuda y espiritual sobre las rojas piedras caldeadas, libre de toda responsabilidad que no fueran las que le imponía el Dios del Panárquico. Pero la Santísima Señora había depositado en ella una carga sagrada.
—Mi mundo está cambiando —le había dicho la mujer con aspecto de rapazuelo, el pelo cortado y el vestido de tela-película—. Durante setecientos años fui una santa exclusivamente de las máquinas, porque no había más que máquinas, y fue a través de ellas como moldeé este mundo para convertirlo en un sitio bueno y agradable para el hombre. Y ahora que el hombre ha venido, he de redefinir mis relaciones. Me han hecho su diosa, algo que no he pedido y mucho menos deseado, pero es lo que soy, por lo tanto, debo aceptar la responsabilidad. Por eso he elegido a ciertos mortales selectos, y te ruego que me perdones la expresión, pero es que me sale de un modo natural; como te decía, los he elegido para que sean mis agentes en la tierra. Ocurre que sólo dispongo de la voz de los humanos para hablarles. Por lo tanto, te doy libremente mi voz profética y mi poder con las máquinas, este halo —así había surgido la luminiscencia alrededor de su muñeca izquierda— es el símbolo de tu calidad de profeta. Se trata de un campo pseudoorgánico de resonancia informativa; gracias a su poder, ejercerás un dominio sobre todas las máquinas. Utilízalo sabiamente, porque algún día, deberás responder por tu forma de administrarlo.
Aquello le parecía ahora un sueño. Pero de no ser por el halo que le rodeaba la muñeca izquierda, nada de todo eso habría sucedido. Las muchachas de los pueblecitos no conocen a los santos. Las muchachas de los pueblecitos, que medio locas y guiadas por su alma, vagan por el Gran Desierto, no son transportadas de regreso a casa en el haz luminoso de un Plymouth Azul volador. Mueren en el desierto y se convierten en huesos y piel seca. Las muchachas de los pueblecitos no poseen el poder de controlar todas las máquinas mediante halos que llevan alrededor de la muñeca izquierda. Las muchachas de los pueblecitos no son profetisas.
Era una verdad como un templo. Santísima Catalina («llámame Cati, por el amor de Dios; nunca, jamás permitas que nadie te ponga un título que no hayas elegido por ti misma») no le había exigido ninguna virtud especial, sólo que fuera sabia y sincera. Pero la misión profética de Taasmin Mándela debía de consistir en algo más que pasarse el día sentada en una habitación con humo de incienso, realizando un milagro por minuto ante abuelas supersticiosas que hacían cola para verla.
Los periodistas de la revista tampoco habían contribuido. Todavía no había visto la revista; por algún motivo, sus padres le habían ocultado los ejemplares de muestra, pero tenía la certeza de que cuando llegara a los quioscos del mundo, los peregrinos harían cola hasta Meridiana. No volvería a ver la luz del día.
Por eso se rebeló.
—Si me quieren, pueden venir a buscarme.
—Pero Taasmin, cariño, tienes responsabilidades —arrullaba su madre.
—Utilízalo sabiamente, porque algún día deberás responder por tu forma de administrarlo; es lo único que me dijo ella. No me habló de responsabilidades.
—¿Ella? ¿Es así como te refieres a Nuestra Señora de Tharsis?
—Sí, y también la llamo Cati.
La Profetisa Taasmin comenzó a almorzar en el BAR/HOTEL, a sestear por las tardes con la radio encendida, a plantar hileras de judías en el huerto de su padre y a encalar las paredes para que quedaran aún más blancas. Si alguien necesitaba un milagro, o una curación, o una plegaria, los realizaría allí donde estuviera, en el hotel, en el pórtico, en el campo o junto a la pared. Cuando las exigencias de los fieles se le hacían muy pesadas, se retiraba a un rincón tranquilo del huerto del abuelo Harán, buscaba un sitio pacífico entre los árboles, se quitaba la ropa y se entregaba al puro y simple placer de ser.
Una mañana estival, en las afueras del pueblo apareció un anciano. Su brazo, su pierna y su ojo izquierdos eran mecánicos. Pidió prestada una pala a los Stalin, cuya enemistad inveterada, a falta de un enemigo digno, había quedado reducida al simple enfrentamiento marido/mujer, y cavó un agujero en el suelo, junto a las vías del ferrocarril.
Se pasó todo el día y la noche dando vueltas y más vueltas alrededor del agujero, provocando con ello los comentarios de los meditabundos ciudadanos de Camino Desolación, y toda la mañana siguiente, hasta que Taasmin Mándela fue a contemplarlo para reírse de aquel hecho curioso. Al verla, el anciano se detuvo, la miró fijamente durante largo rato y le preguntó:
—¿Entonces eres tú la que busco?
—¿Quién lo pregunta?
—Inspiración Cadillac, antes llamado Ewan P. Dumbleton de Hirondelle; Pobre Criatura de la Inmaculada Contracción.
Taasmin Mándela no tenía muy claro si el último comentario se refería a él mismo o a ella.
—¿Hablas en serio?
—Muy en serio. He leído sobre ti en las revistas, jovencita, y he de saber si eres tú la que busco.
—Podría ser.
—Levanta la mano, ¿quieres?
Taasmin tendió la mano izquierda envuelta por el halo. Se cerró sobre la mano metálica de Inspiración Cadillac y un fuego azulado crepitó por sus miembros mecánicos y se bifurcó desde su ojo artificial.
—Eres la que busco, no hay duda —declaró.
Dos días más tarde, un tren se detuvo en Camino Desolación. No se parecía a ninguno de los trenes vistos hasta entonces. Era un vehículo traqueteante, ruidoso y siseante cuyas calderas amenazaban con volar por los aires a cada impulso de sus cansados ejes motores. Tiraba de cinco vagones desvencijados adornados por una pila de banderas, estandartes, emblemas religiosos y avíos sagrados de todo tipo, a los que iba atado un escuadrón de cometas y dirigibles con oraciones inscritas. Los vagones estaban atestados de pasajeros. Salieron por las puertas y las ventanillas como expulsados a presión y, a las órdenes de Inspiración Cadillac, despedazaron los vagones y el tren y con los pedacitos construyeron velozmente un pueblecito de tiendas, cobertizos y favelas. A pesar de la actividad frenética, ninguno de los espectadores dejó de notar que todos los trabajadores poseían al menos un miembro mecánico.
Se presentó una delegación oficial encabezada por Dominic Frontera y sus tres alguaciles recientemente nombrados, requisados en Meridiana por si el Ejército de la Tierra Entera intentaba otro golpe.
—¿Qué diablos hacéis?
—Hemos venido para servir a la profetisa de la Santísima Señora —respondió Inspiración Cadillac, y como si hubieran recibido una señal, los ciborgs constructores de las chabolas se hincaron de rodillas.
—Somos las Pobres Criaturas de la Inmaculada Contracción —prosiguió Inspiración Cadillac—. Anteriormente conocidos como los dumbletonianos, procuramos emular el ejemplo de Santa Catalina, o sea, el de la mortificación de la carne; reemplazamos nuestros pecaminosos miembros de carne y hueso por otros mecánicos, que son más puros y espirituales. Creemos en la espiritualidad de lo mecánico, en la completa transubstanciación de la carne en metal y en la igualdad de derechos para las máquinas.
¡Pero ay de nosotros! Hemos cumplido con tanto celo este último principio que por eso nos han expulsado del Enclave Ecuménico de Cristadelfia: la quema de fábricas fue del todo involuntaria, hemos sido tristemente incomprendidos y se ha abusado mucho de nosotros. Sin embargo, a través de diversos canales, espirituales y seglares, nos hemos enterado de la existencia de una jovencita que recibió la bendición de Nuestra Señora para ser profetisa, por eso hemos venido, respondiendo a la visión angélica de servirla, para obtener a través de ella nuestra mortificación perfecta.
Cuando Inspiración Cadillac terminó de hablar, llegó Taasmin Mándela, apartada de sus meditaciones por el creciente alboroto. Mientras contemplaba el mísero pueblecito y a sus andrajosos ocupantes, las Pobres Criaturas de la Inmaculada Contracción lanzaron un grito.
—¡Es ella! ¡Ella! ¡Es ella!
La masa de dumbletonianos se postró de rodillas en actitud de adoración.
—Bendita Niña —dijo Inspiración Cadillac con una horrenda sonrisa—, mira a tu rebaño. ¿Cómo podemos servirte?
Taasmin Mándela observó los miembros metálicos, las cabezas metálicas, los corazones metálicos, las vacías bocas de acero, los ojos de plástico. Le daban asco. Y gritó:
—¡No! ¡No quiero que me sirváis! ¡No deseo ser vuestra profetisa, vuestra señora, no os quiero! ¡Volved por donde habéis venido, dejadme en paz!
Se alejó a la carrera de sus enfurecidos adoradores, corrió por las piedras del borde hasta su antiguo refugio.
—No los quiero, ¿me oís? —les gritó a los muros de su cueva—. ¡No quiero sus horrendos cuerpos de metal, me dan asco, no quiero que me sirvan, que me adoren, no quiero tener nada que ver con ellos!
Elevó los brazos por encima de la cabeza y liberó todo su santo poder. El aire refulgió, azulado, la roca crujió y se estremeció y Taasmin Mándela lanzó al techo sus gritos frustrados que eran como rayos. Hasta que finalmente quedó vacía, y se sentó hecha un ovillo sobre el suelo de piedra y meditó acerca del poder, la libertad y la responsabilidad.
Se imaginó a las Pobres Criaturas de la Inmaculada Contracción. Vio sus manos metálicas, sus piernas metálicas, sus brazos metálicos, sus hombros metálicos, sus ojos de acero, sus mentones de latón, sus orejas de hierro, sus caras medio de carne y medio de metal asomadas a sus cuchitriles feos y destartalados. Y sintió compasión. Eran patéticos. Pobres y débiles infelices, criaturas patéticas. Les enseñaría una forma mejor, los conduciría a la dignidad.
Después de pasarse cuatro días en la cueva meditando y haciendo buenos propósitos, Taasmin Mándela se sintió hambrienta y regresó a Camino Desolación a buscar un cuenco de cordero con pimientos al BAR/HOTEL.
El halo le brillaba tanto que nadie podía mirarlo. Su pueblo era un hervidero de trabajadores de la construcción con cascos amarillos, había enormes excavadoras y palas mecánicas amarillas. Unos inmensos dirigibles de transporte, también amarillos, descargaban estibas de veinte toneladas de vigas de acero pretensado y unos larguísimos trenes amarillos bajaban a unos depósitos amarillos el cemento premezclado y la arena.
—¿Qué diablos pasa aquí? —inquirió Taasmin Mándela repitiendo inconscientemente la misma pregunta que había formulado el alcalde a guisa de bienvenida.
Encontró a Inspiración Cadillac supervisando el vertido de los cimientos. Vestía un mono amarillo y un casco del mismo color. Le entregó a Taasmin un casco similar para que se lo pusiera.
—¿Te gusta?
—¿Qué?
—Villa Fe —respondió Inspiración Cadillac—. Centro espiritual del mundo, lugar de peregrinaje y descubrimiento para todo aquel que busca.
—¿Cómo has dicho?
—Tu basílica, Señora. Es la ofrenda que te hacemos: Villa Fe.
—No quiero una basílica, no quiero una Villa Fe, no quiero ser el centro del mundo espiritual, el descubrimiento de todo aquel que busca.
Un cargamento de vigas osciló en el aire debajo de una nave de transporte que descendía.
—¿De dónde sale todo el dinero para esto? Dímelo. Los ojos de Inspiración Cadillac estaban concentrados en el trabajo. Por su expresión, Taasmin supo que ya veía la basílica terminada.
—¿El dinero? Ah, bueno. ¿Por qué crees que la llamamos Villa Fe?