Después de dejar plantado a Mikal Margolis en un restaurante del Empalme de Ishiwara donde servían fideos japoneses, Marya Quinsana enfiló su corazón en dirección a Sabiduría y dejó que su libertad la alejara de allí flotando.
Libertad. Había sido prisionera de las necesidades ajenas durante tanto tiempo, que se había olvidado del sabor de la libertad. Porque la libertad tenía un sabor. Sabía igual que el dedo de brandy de Belladonna que hay en el fondo de una copa cuando crees que está vacía. Sabía igual que un plato caliente de fideos japoneses con salsa tomados una mañana fría después de una noche más fría aún. Tan bien sabía que se levantó de la mesa a la que se había sentado a desayunar y dejó plantado a Mikal Margolis, se alejó del restaurante, cruzó la calle, donde los ancianos apuntaban sus pardos escupitajos de marihuana hacia una destartalada escupidera de bronce, y se dirigió al tren de carga que remoloneaba en el apartadero. Notó los ojos de Mikal Margolis en cada uno de los pasos que dio hasta subir a la cabina, donde dos maquinistas, que no tendrían más de diez años, holgazaneaban a la espera de la señal.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda montarme? —preguntó.
Mientras los dos jóvenes mascadores de paan la miraban de arriba abajo, ella echó una mirada al bar restaurante de MacMurdo y se vio recompensada por los ojos traicionados de Mikal Margolis que la contemplaba desde detrás de la ventana.
—Lo mismo te pregunto yo —respondió el joven maquinista moreno en cuya gorra llevaba escrito el nombre de Aron.
—Claro. ¿Por qué no?
Marya Quinsana paladeó el sabor de la libertad como si fuera hojas de paan liadas. En el sistema monetario de la ambición la prostitución era el dinero suelto.
—En ese caso, claro, ¿por qué no?
El maquinista Aron abrió la puerta de la cabina.
Marya Quinsana subió y se sentó entre dos jóvenes maquinistas repentinamente tensos. La señal cambió, los tokamaks rugieron y el tren se alejó del Empalme de Ishiwara.
Cambiando de trenes al amanecer, esperando medias jornadas enteras al costado de Grandes Carreteras Troncales, manteniendo erguido el tótem de su pulgar barrido por el viento, haciendo autostop en transportes dirigibles nocturnos, Marya Quinsana recorrió medio mundo persiguiendo el fantasma dé la libertad hasta que lo alcanzó en un apartadero para trenes de carga de la Estación Principal de l’Esperado.
El tren estaba desvencijado, tenía la pintura descascarada, erosionada por años de exposición a lo maravilloso, pero Marya Quinsana logró descifrar la leyenda por el fulgor amarillo sodio: Feria Ambulante y Fantasía Educativa de Adam Black. Un pequeño gentío de vagabundos de estación se arremolinaba al pie de la escalera, no disponían siquiera de las pocas monedas que les hubieran permitido gozar de las maravillas del espectáculo de Adam Black. Marya Quinsana habría sido incapaz de decir qué la había llevado esa noche hasta allí; tal vez la tierna nostalgia, tal vez un impulso atávico, tal vez el deseo de hurgar en las heridas. Apartó a los vagabundos y entró. Adam Black tenía el pelo un poco más canoso y se le veía algo más entristecido, pero por lo demás, casi no había cambiado. A Marya Quinsana le hizo gracia que ella lo conociera pero que él no la conociera a ella.
—¿Cuánto es?
—Cincuenta centavos.
—En metálico o en especies. Como siempre.
Adam Black la contempló con la expresión de quien intenta situar un recuerdo.
—Si me acompaña, le enseñaré las maravillas de mi Salón de Espejos. —La tomó de la mano y la condujo a un vagón en penumbra—. Los espejos del Salón de Espejos de Adam Black no son como los corrientes. Han sido fundidos por los Maestros Moldeadores de Espejos de Merionedd, que han logrado pulir su arte hasta alcanzar tales cimas de perfección que sus espejos no sólo reflejan la imagen física, sino la temporal. Reflejan los cronones, no los fotones, las imágenes temporales de miríadas de futuros posibles que pueden acontecerte y que varían con el tiempo cuando el buscador se mira en ellos.
Exhibirán los posibles futuros de quien en ellos se mira en las distintas etapas de la vida, y los sabios observarán, meditarán y se enmendarán en consecuencia.
Mientras soltaba su perorata, Adam Black había guiado a Marya Quinsana por un oscuro y negrísimo laberinto de curvas y recovecos claustrofóbicos.
Cuando terminó con su discurso, se detuvo. Marya Quinsana lo oyó inspirar para anunciarle:
—¡Que la luz se haga sobre el futuro!
La sala se llenó de la animosa luz purpúrea que provenía de un farol de forma peculiar que colgaba sobre sus cabezas. Bajo esa extraña luz de farol Marya Quinsana se vio reflejada mil millones de veces en un infinito laberinto de espejos. Gracias a los complejos mecanismos que movían los espejos, las imágenes permanecían un fugacísimo instante para girar y desaparecer en cuanto el ojo intentaba abarcarlas. Marya Quinsana aprendió el truco de retener las imágenes en su visión periférica, y mediante esta ilusión visual, contempló misteriosos atisbos de sus futuros yoes: la mujer en combate con el ACM colgado en bandolera, la mujer con cinco niños prendidos a sus faldas y el sexto en el vientre prominente, la mujer noble y poderosa con la toga de juez, la mujer desnuda en la cama llena de glicerina, la mujer cansada, la alegre, la llorosa, la muerta… En cuanto las veía, se alejaban como extrañas en un tren para internarse en sus propios futuros. Vio los rostros de la ambición frustrada, de la desesperación, de la esperanza, los rostros que han desechado toda esperanza porque saben que su destino presente es lo máximo que llegarán a alcanzar; vio los rostros de la muerte, miles de rostros ensangrentados o cenicientos, quemados como carbones o plagados de pústulas por la enfermedad, hundidos por la edad, consumidos o pacíficos con la tranquilidad engañosa que la muerte otorga a quienes más luchan contra ella.
—La muerte es el futuro de todos —dijo Marya Quinsana—. Enséñeme el futuro de los vivos.
—Entonces mire hacia aquí —le ordenó Adam Black.
Marya Quinsana miró hacia donde él señalaba y vio una silueta risueña y sardónica que la observaba por encima del hombro con el garbo elegante del jaguar, la fuerza agazapada en su vientre. Andaba con la cadencia de los poderosos; los hacedores y forjadores de mundos tenían esos mismos andares. La imagen de como se había imaginado siempre.
—Ésa es la que quiero.
—Entonces dé un paso al frente y tómela.
Marya Quinsana avanzó unos pasos en busca de su futuro yo y a cada paso que daba, la confianza florecía en ella como un capullo. Echó a correr, como una cazadora, y mientras los espejos giraban para dejarla pasar y mostrar sólo sus mutuos reflejos vacíos, vio que su presa se detenía. La fuerza y la autoridad de los pasos de la silueta iban menguando y pasaban a ella. Marya Quinsana se acercó a la imagen fugaz hasta tenerla al alcance de la mano.
—¡Te tengo! —exclamó, y aferró con fuerza el hombro de la imagen.
Con un grito de terror, la imagen se volvió y Marya se vio a sí misma tal como había sido, segura e insegura al mismo tiempo, informada pero ignorante, esclava de la libertad, y entonces descubrió que en algún momento de la persecución ella se había convertido en la imagen y la imagen en ella. Con un estallido de aire, la imagen se deshizo en un montón de polvo brillante y Marya Quinsana volvió a encontrarse junto a la entrada del Salón de los Espejos.
—Espero que la experiencia le haya valido la pena —le dijo Adam Black amablemente.
—Creo que sí. Tenga, se me habían olvidado los cincuenta centavos.
—Para usted, señora, es gratis. Los clientes satisfechos nunca pagan. Sólo pagan aquellos que no quedan satisfechos. Aunque pensándolo bien, esos siempre pagan, ¿no le parece? Me parece que ya la recuerdo, señora, su cara me resultaba conocida. ¿Tiene usted algo que ver con un lugar llamado Camino Desolación?
—Me temo que fue hace mucho tiempo y muy lejos de aquí, ya no soy la misma mujer de entonces.
—Eso podríamos decirlo todos, señora. Que tenga usted muy buenas tardes, gracias por su visita. Quisiera pedirle un favor, que cuente usted a sus amigos y parientes las fascinantes experiencias de la Feria Ambulante y Fantasía Educativa de Adam Black.
Marya Quinsana cruzó las vías hacia el apartadero iluminado por luz de sodio donde un tren de productos químicos con la palabra «Sabiduría» escrita en los letreros de sus depósitos comenzaba a calentar los motores de fusión. Comenzó a caer una lluvia fina, fría y punzante. Marya Quinsana daba vueltas en la cabeza a las imágenes que había visto. Sabía lo que era. Tenía un objetivo. Ea libertad seguía perteneciéndole, pero era una libertad con objetivo. Se buscaría responsabilidades, porque la libertad sin responsabilidades no valía nada, y a la combinación de esos dos elementos le añadiría el poder, porque la responsabilidad sin poder era impotencia. Iría a Sabiduría y entronizaría en su interior esa trinidad de libertades.
Cerca del tren de productos químicos distinguió al maquinista, que la saludaba con la mano. Él sonrió y le devolvió el saludo.
Había dos peculiaridades de esa velada que no encajaban en su esquema. La primera era que el reflejo de Adam Black no había aparecido en ninguno de los espejos temporales. La segunda era que la imagen que ella había abrazado había estado caminando en dirección a Camino Desolación.