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Sabiduría, capital del mundo, se alza sobre cuarenta colinas, a orillas del Mar Sírtico, y sus torres de cristal aparecen cubiertas por cortinas de verdes enredaderas y flores estivales. Llangonnedd está construida sobre una isla en un lago y, a lo largo de los siglos, le han ido saliendo brotes en los que se desarrollaron distritos que flotan sobre un enrejado de pontones o están precariamente encaramados a miles de pilotes. Lyx se alza sobre los bordes de un enorme abismo y por sus veinte puentes, cada uno de los cuales es la obra maestra puesta bajo el cuidado de uno de los departamentos de la Universuum, pasan los Maestros de las Facultades ataviados con capuchas y túnicas, y de sus cortas torres cilíndricas parten al vuelo diez mil cometas-plegarias, súplicas por la continuada sabiduría de los Maestros de Lyx. Montechina, reducto de ROTECH, es una federación de cien aldeas distribuidas en una exquisita zona arbolada. Hay una aldea suspendida de las ramas de los árboles, como los nidos construidos por ciertos pájaros; otra está hecha de una porcelana exquisitamente esmaltada; otra se alza sobre una isla flotante, en medio de un lago; otra está formada por caravanas y pabellones alegremente pintados que van viajando por los bosques; otra está edificada sobre una telaraña de filamentos diamantinos sujetos de las cimas de Montechina.

Éstas son algunas de las grandes ciudades del mundo. A esta lista, habría que añadir Belladonna. Sin duda, está a la altura de cualquiera de las aquí mencionadas, pero sus maravillas son menos aparentes. Para el viajero que llega a Belladonna después de atravesar los secos y polvorientos Arenales, lo único que resulta visible son unas cuantas antenas parabólicas, una altísima torre de control del tráfico aéreo, unos cuantos cobertizos de sucio adobe y varios kilómetros cuadrados de pista con marcas de neumáticos. Sin embargo, Belladonna está ahí presenté, aunque invisible, igual que la Divina esencia en la hostia de Paschal: no es una mentira, la ciudad más maligna del mundo espera al viajero, a pocos metros bajo sus pies, como la hormiga león hambrienta, deseosa de engullir hombres con sus fauces.

Belladonna se enorgullece de sus apetitos, de su maldad. Es una ciudad vieja y dura como una ramera; una ciudad portuaria, una ciudad insolente como la puta de un marinero. En Belladonna siempre son las tres de la madrugada bajo un cielo de cemento.

En ella hay más esquinas que en ninguna otra parte del mundo. Y en una ciudad con más bares, restaurantes de sushi, tabernas, sex shops, bodegas, lupanares, harenes, baños públicos, cinematógrafos privados, cabarets abiertos toda la noche, cafés, centros de máquinas tragaperras, restaurantes, salones de pachinko, billares, fumaderos de opio, tugurios de apuestas, salas de baile, escuelas de naipes, institutos de belleza, locales para jugar a dados, palestras, salones de masajes, oficinas de detectives privados, refinerías de narcóticos, bares clandestinos, saunas, centros de trileros, palacios de la ginebra, bares para solteros, mercados de la carne, rastros, subastas de esclavos, gimnasios, galerías de arte, bistrós, reseñas, exposiciones, tiendas de armas, librerías, cámaras de torturas, relaxariums, clubs de jazz, cervecerías, mercadillos callejeros, puestos de vendedores ambulantes, salas de ensayo, casas de geishas, floristerías, clínicas para abortos, salones de té, estadios de lucha libre, reñideros, arenas para osos y tejones, plazas de toros, salones de ruleta rusa, barberías, boutiques de moda, estadios deportivos, cines, teatros, auditorios públicos, bibliotecas privadas, museos con exposiciones extrañas y espectaculares, muestras y zonas de actuación, casinos, espectáculos con monstruos, bulevares para bandidos mancos, espectáculos de striptease, salones de tatuajes, cultos religiosos, altares, templos y pompas fúnebres que ningún otro lugar sobre la tierra, puede resultar difícil encontrar a un hombre si no quiere ser encontrado. Pero si es tan famoso como Limaal Mándela, entonces es más fácil dar con él en Belladonna que en ninguna de las otras grandes ciudades del mundo, porque a Belladonna le encanta halagar a los famosos. No había barrendero ni recogemierdas que no supiera que a Limaal Mándela, el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido, se lo podía encontrar en el salón trasero del Jazz Bar de Glen Miller, en la calle de la Aflicción. Igualmente, eran pocas las personas que no pudieran citar listas de las conquistas de Limaal Mándela, pues Belladonna era una ciudad en la que las listas otorgan grandeza. No hay un solo gran belladonas que no posea unas cuantas grandes listas que lo respalden.

¿Cuáles eran pues los nombres de aquellos a los que Limaal Mándela había derrotado para convertirse en campeón? Se dicen en seguida.

Tony Julius, Oliphaunt Dow, Jimmy «Joya» Petrolenko, «Ases» Quartuccio, Ahmed Sinai Ben Adam, «Saqueo» Johnson, Itamuro (Sammy) Yoshi, Louie Manzanera, Raphael Raphael, hijo, «Dedos» Lo, Noburo G. Washington, Henry Naminga, Bishop R. A. Wickraraasinghe, Don C. Asiim, «Mandíbulas» Jackson, hijo, «Hielero» Larry Lemescue, Jesús Ben Sirach, Valentine Quee, don Peter Melterjones, «Franchute» Rey, Dharma Alimangansoreng, Nehemiah Chung (El Destripador), don David Bowie, Mikal «Micky» Manzanera (no es pariente del anterior), Saloman Salrissian, Vladimir «El Empalador» Dracul, don Norman Mailer, don Halran Elissian, Mercedes Brown, «Rojo» Futuba, Juez (Pavor de Juez) Simonsenn, «Profe» Chaz Xavier, Negro John Delorean, Hugh O’Haré, don Peter Melterjones (nuevamente).

Limaal Mándela era un hombre modesto en la victoria. Se burlaba de los costosos amaneramientos de sus contrincantes; de los maletines para tacos forrados de armiño, de los dientes con empastes de diamante, de los tacos con incrustaciones de madreperla, de los guardaespaldas corpulentos, de las pistolas de oro macizo con balas explosivas: de todas las banalidades de los perdedores. De la fortuna que acumulaba, el dieciséis por ciento era para Glen Miller, su representante, que lanzó su propio sello American Patrol para nuevos conjuntos marginales y les construyó un estudio de grabación; él se quedaba con lo justo para vivir y entregaba el resto de forma anónima a obras de caridad que contribuían a ayudar a prostitutas jubiladas, a preparar estofados calientes para los 175.000 mendigos censados de Belladonna y a rehabilitar alcohólicos, drogadictos y pornoadictos.

Por más modesto y caritativo que fuese su estilo de vida, no podía decirse que Limaal Mándela poseyera un exceso de humildad. Creía que era el mejor con una convicción tan inamovible como los cielos. Se volvió fervoroso, adelgazó y se dejó una barba que no hacía más que resaltar el color acerado de sus ojos. Preocupado por el fanatismo de su protegido, una mañana, después que la banda hubo hecho sus petates y marchado a casa, Glen Miller se dedicó a observarlo: practicaba una y otra vez, dándole a una bola tras otra, jamás satisfecho, aspiraba a la perfección.

—Te exiges demasiado, Limaal —le comentó Glen Miller, apoyando su trombón en la mesa. Las bolas caían con estrépito en las troneras impulsadas por las matemáticas implacables del taco—. Nadie podría superarte. Llevas aquí un año, ¿no es así? Poco más de veintiséis meses, para ser exacto; no hace mucho que has cumplido los once, y has vencido a hombres con muchas más años de experiencia que tú; eres el campeón, el héroe de Belladonna, ¿no te parece bastante? ¿Qué más puedes querer?

Limaal Mándela esperó a despejar la mesa antes de contestar.

—Todo. Lo quiero todo. —La blanca rodó por la mesa para detenerse en el centro—. Ser el mejor de Belladonna no basta mientras allá afuera haya alguien que pueda superarme. Hasta que no sepa si ese alguien existe o no, no podré descansar.

Extrajo las bolas de las troneras y las dispuso para otra partida contra sí mismo.

Había nacido el reto. Limaal Mándela entregaría su corona, la mitad de su fortuna personal y su palabra de que no volvería a tocar jamás un taco a quien lograra derrotarlo.

Al derrotado, sólo le pedía que hiciera una reverencia y reconociera al vencedor. El reto se propagó por las ondas radiales en el programa Big Band Hour que Glen Miller hacía los domingos por la noche; los nueve continentes se levantaron para aceptarlo.

Los retadores pasaron a formar otra lista.

Eran hombres jóvenes, ancianos, de mediana edad, altos, bajos, gordos, delgados, enfermos, saludables, calvos, peludos, limpios y afeitados, barbudos, con bigotes, sin sombrero, negros, cobrizos, morenos, amarillos, blanquecinos, felices, tristes, inteligentes, simplones, nerviosos, confiados, humildes, arrogantes, serios, risueños, silenciosos, hombres a los que les gustaba hablar, heterosexuales, homosexuales, bisexuales, hombres que no tenían ojos azules, ni castaños, ni verdes, ni con radar, hombres malos, hombres buenos, hombres de O y Meridiana y Sabiduría, hombres de Xanthe y Chryse y Gran Oxo, hombres del Gran Valle, del Gran Desierto, del Archipiélago, de Transpolarán, de Borealis, hombres de Desembarco en Solsticio, de Llangonnedd y Lyx, de Kershaw y Montehierro, de Bleriot y Aterrizaje, hombres de grandes ciudades y de pequeñas aldeas, de las montañas y de los valles, de las selvas y de los llanos, de los desiertos y de los mares; fueron llegando uno tras otro hasta que las ciudades quedaron vacías y las máquinas, ociosas en las fábricas, y las cosechas fueron madurando en los campos bajo el sol sin nadie que las recogiera.

A retarlo fueron ancianos con la muerte en la mirada, que a Limaal le recordaron a su abuelo Harán; y mujeres, esposas y amantes y mujeres fuertes que llevaban sobre sus espaldas el peso del mundo; a retarlo fueron mujeres fuertes de los nueve continentes y niños, que abandonaron escuelas y guarderías y ludotecas y se presentaban con tacos reducidos y cajas de cerveza a las cuales encaramarse para alcanzar al borde de la mesa.

Limaal Mándela los derrotó a todos.

En el planeta no había un solo hombre, mujer o niño capaz de vencer a Limaal Mándela. Él era el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido. Y cuando hubo caído el último retador, se subió a la mesa, levantó con ambas manos el taco por encima de la cabeza y proclamó:

—Soy Limaal Mándela, el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo haya conocido jamás. ¿Existe alguien, hombre o dios, que desee retarme, existe alguien, mortal o inmortal, pecador o santo a quien yo no pueda vencer?

Desde el rincón más oscuro de la sala, junto al lavabo de caballeros, una voz habló con tonos claros como gotas de lluvia desértica.

—Yo soy ése. Juega conmigo, Limaal Mándela, y aprende a ser humilde, gallito gritón.

Quien así habló se puso en pie para que Limaal Mándela pudiera conocer a su retador.

Se trataba de un caballero elegante, de piel cetrina, vestido de rojo satén y apoyado en un bastón, como si estuviera ligeramente lisiado.

—¿Quién eres tú, que te atreves a desafiarme? —preguntó airado Limaal Mándela.

—No se me exige que te dé mi nombre, sólo que acepte tu reto —repuso el hombre elegante.

En realidad, no hacía falta que mencionara su nombre, porque el breve fulgor de fuego infernal que se reflejó en sus satinados ojos negros permitió a todos identificarlo: era Appolyon, Put Satanachia, Ahriman, el Chivo de Mendes, Mefisto (Mefistófeles), el Espíritu Malévolo, el Anticristo, Kermes Trismegetus, Demonio, el Adversario, Lucifer, el Padre de las Mentiras, Satán Mekratrig, Diabolus, el Tentador, la Serpiente, el Señor de las Moscas, el Viejo Caballero, Satán, el Enemigo, Belcebú, el mal que no necesita nombre.

Tal vez Limaal Mándela estaba demasiado borracho de victoria como para reconocer a su enemigo, tal vez su racionalismo le prohibía aceptar la encarnación infernal del caballero, tal vez no podía resistir a ningún desafío, porque gritó:

—¿Cuántos triángulos? ¿En qué medida quieres ser humillado?

—¿El mejor de setenta y siete? —sugirió el Enemigo.

—Acepto. Echemos a suertes quién empieza.

—Un momento. Primero hay que apostar.

—Apuesto lo mismo que con los demás desafiantes.

—Perdóname, pero no es suficiente. Si ganas, Satán Mekratrig se inclinará ante ti, Limaal Mándela, pero si tú pierdes, se llevará tu corona, tus riquezas y tu alma.

—De acuerdo, de acuerdo. Basta de teatralidades. ¿Cara o cruz?

—Cruz —respondió el Enemigo, sonriendo a su yo infernal. Limaal Mándela ganó la salida y jugó primero.

Y no tardó en advertir que se estaba enfrentando a un contrincante incomparable.

Porque dada su otrora naturaleza divina, el Enemigo disponía de todo el ingenio y toda la ciencia de la humanidad para maniobrar a su antojo, aunque por motivos de honor demoníaco, inexplicables para los humanos, pero obligatorios para los diablos y los Panarcos, no podía utilizar esas sabidurías sobrenaturales para influir impropiamente en el juego. Sin embargo, contaba con suficientes poderes naturales como para poner a Limaal Mándela fuera de combate. La marea de la batalla subía y bajaba por el tapete verde; por momentos, el Enemigo lo aventajaba por dos triángulos; por momentos, Limaal Mándela recuperaba puntos y sacaba uno de ventaja. Pero entre ambos jugadores no hubo nunca más de un puñado de triángulos de diferencia.

Cada cuatro horas paraban sesenta minutos para descansar. Limaal Mándela comía, tomaba un baño, bebía una cerveza o echaba una cabezadita. El Enemigo permanecía solo, sentado en su silla, y sorbía ajenjo en una copa que le servía un tabernero nervioso.

Cuando comenzó a correr la voz por pasillos y callejones de que Limaal Mándela estaba jugando con el diablo y había apostado su alma, multitudes de curiosos se agolparon en el Jazz Bar de Glen Miller, concentradas y comprimidas hasta el borde del sofoco y la implosión, mientras afuera, la policía montada patrullaba el bulevar para alejar al gentío de las puertas. Velocísimos corredores adolescentes volaban hasta las agencias de prensa con las últimas puntuaciones, y entusiasmados belladoneses contemplaban la aparición de carteles que rezaban: «Mándela gana por un triángulo», u ocupaban bares y cafés para escuchar los comentarios radiales de Torbellino Morgan sobre la épica contienda. En las barberías, los bares de sushi, los baños públicos y los rikshas la ciudad de Belladonna alentaba al Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido.

Pero el Más Grandioso Jugador de Billar que el Universo hubiera conocido sabía que perdía. La calidad de su juego rayaba en lo increíble, pero sabía que perdía. Los tiros del Enemigo poseían una terrible precisión, una previsión de la jugada cercana a la omnisciencia, y Limaal Mándela sabía que jugara como jugara, su talento humano jamás se equipararía a la perfección diabólica de Satán. Perdió la iniciativa y comenzó a rezagarse tras el Diablo, arañando puntos para igualar el marcador, pero jamás logrando obtener una ventaja que le permitiese controlar el juego. Los gritos de apoyo de sus seguidores contenían un no sé qué de desesperación.

Después de treinta y dos horas de juego, Limaal Mándela era un hombre destruido.

Demacrado, sin afeitar, cada uno de sus poros rezumaba fatiga, cuando volvió a inclinarse sobre la mesa. Sólo su racionalismo, su fe inquebrantable en que, a la larga, la habilidad debía triunfar sobre la magia negra, mantenían el taco en movimiento.

Y finalmente, quedó dispuesto el último triángulo. Con el tercer cambio de jueces, se anunció la puntuación: Limaal Mándela 38 triángulos, el Desafiante 38 triángulos. El juego debía decidirse entonces por los colores. Para ganar, Limaal necesitaba el azul, el rosa y el negro. El enemigo precisaba el negro y el rosa. Sorbiendo su ajenjo, se lo veía fresco y despierto como un diente de león en un seto estival. El universo del tapete verde, con sus diminutos sistemas solares de colores, giró ante los ojos de Limaal Mándela hasta que de pronto, una bola negra iba a decidir la partida.

Limaal inspiró hondo y dejó que el poso de su racionalismo le fluyera por el cuerpo. La bola negra se deslizó por la mesa, culebreó cerca de la embocadura de la tronera pero no entró.

El público gimió.

El diablo tomó puntería con su taco. Y entonces, Limaal Mándela estalló. Se colocó en su lado de la mesa, apuntó al Enemigo con el taco y gritó:

—¡No puedes ganar! ¡No puedes, no eres real! El diablo no existe, no existe el Panarcos, ni Santa Catalina, sólo existimos nosotros, nosotros. El hombre es su propio dios, su propio demonio, y si el diablo me está derrotando, es el diablo que llevo dentro.

Eres un impostor, un viejo que se ha disfrazado y dice: «Yo soy el Diablo», ¡y vosotros le creéis! ¡Nosotros le creemos! ¡Pero yo no creo en ti! ¡En el mundo racional no hay sitio para el diablo!

El juez trató de restablecer la calma contemplativa del salón de billares. El Jazz Bar de Glen Miller se apaciguó después del desafortunado estallido. El Chivo de Mendes volvió a tomar puntería con el taco y golpeó la bola. La bola de taco chocó contra la negra, la negra rodó hacia la tronera. Mientras las bolas recorrían la mesa, el fuego infernal titiló en los ojos del caballero y se apagó. El poder infernal, la perfección ultramundana habían desaparecido de él, barridos por el acto de escepticismo de Limaal Mándela. La ciudad de Belladonna contuvo el aliento. La bola negra fue perdiendo su impulso, su ímpetu. Se detuvo a unos milímetros de la tronera. Se hizo un silencio mortal. Hasta al locuaz Torbellino Morgan se le helaron las palabras en el micrófono. Alto como una catedral, Limaal Mándela se acercó a la mesa. La ciudad de Belladonna soltó un grito de anticipación.

De pronto, el Diablo no fue más que un viejo caballero cansado y asustado.

Limaal Mándela colocó el taco en la posición de juego, sin hacer caso de la fatiga que recorría cada uno de sus músculos. La sala volvió a quedar en silencio, como si su gesto hubiera detenido el tiempo. El brazo de Limaal retrocedió como un pistón, con el mismo movimiento maquinal y preciso que había efectuado diez mil veces en el último día y medio. Sonrió para sí y dejó que el taco rozara apenas la bola. El borde blanco del taco se deslizó por la mesa y acarició la bola negra con suavidad de amante. La bola negra se estremeció y se precipitó tronera abajo, como los planetoides de porcelana de sus pesadillas.