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Al ver por primera vez la ciudad de Kershaw, capital de la Compañía Belén Ares, Johnny Stalin no alcanzó a comprender del todo lo que veía. Desde el punto de vista de la sala de guardia de un tren que traqueteaba a través de una hilera de colinas color pizarra y herrumbre, a él le parecía que estaba viendo un cubo, negro como sus párpados cerrados, en cuyos bordes extremos se leían las palabras COMPAÑÍA BELÉN ARES COMPAÑÍA BELÉN ARES COMPAÑÍA BELÉN ARES COMPAÑÍA BELÉN ARES escritas en oro. Con todo, no lograba otorgarle ninguna proporción al cubo, porque se alzaba en medio de una charca de agua sucia que le robaba todo sentido de la perspectiva.

Entonces vio las nubes. Eran cúmulos de un color blanco sucio, como algodón manchado, que cubrían tres cuartas partes de la cara del cubo. Johnny Stalin se dio media vuelta y se apartó de la ventana para ocultarse de aquello que acababa de contemplar.

El cubo debía de tener casi tres kilómetros de lado.

El mundo adquiría ya sus proporciones adecuadas: las colinas lucían una costra de altos hornos y fundiciones, la charca no era una charca sino un enorme lago en cuyo centro se erigía Kershaw. Una horrible fascinación lo atrajo nuevamente al paisaje exterior. Se dio cuenta entonces de que los hilos finísimos que ataban el cubo a las orillas del lago eran anchos terraplenes de tierra, lo bastante anchos como para permitir el paso de vías férreas gemelas, y lo que había tomado por pájaros en vuelo rasante sobre las caras del cubo eran helicópteros y dirigibles.

El Tribunal de Polvodepastel entró traqueteando por uno de los terraplenes. A su lado, los orgullosos expresos negros y dorados pasaban como balas haciendo bambolear el tren con sus ondas de presión. Tras su estela de humo, por primera vez Johnny Stalin logró ver de cerca el lago. Aparecía lleno de desechos aceitosos, burbujeaba levemente y soltaba un suave vapor. En su superficie aparecían manchas de color amarillo cromo y rojo herrumbre, a lo lejos, un geiser de petróleo escupía mugre negra, y una parte del lago, del tamaño de un pueblecito, estalló desperdigando borbotones amarillo azufre y cascadas de barro ácido en cien metros a la redonda. A menos de medio kilómetro del terraplén un enorme objeto rosado y ceroso se elevó de los espumarajos de burbujas polimerizadas, un artefacto complejo con chapiteles y celosías como una catedral volcada, que se derrumbaba perpetuamente hasta desaparecer bajo su propio peso.

Johnny Stalin sollozó atemorizado. No lograba entender aquel lugar infernal. Divisó entonces algo que parecía una figura humana, extrañamente vestida, que recorría la costa más alejada del lago. La visión de un elemento humano en medio de aquel salvajismo químico lo alegró. No sabía y poco le importaba que aquélla era la figura de un Accionista de la Ciudad de Kershaw que paseaba por las agradables playas de Syss, el lago envenenado, equipado con un colosal respirador y un traje aislante. Los colores prismáticos del lago y su espejeo de arco iris, sus géiseres, erupciones y acreciones espontáneas de polímeros eran muy apreciadas por los Accionistas de Kershaw: el aire melancólico de la Bahía Sepia, adecuadamente filtrado por un respirador y vuelto a inspirar, era lo más adecuado para provocar reflexiones sobre el amor y el amor perdido; Bahía Verde, rica en nitratos de cobre, fomentaba la tranquilidad de pensamiento y la serenidad necesarias para la toma de decisiones empresariales; la nauseabunda y pútrida Bahía Amarilla, impregnada de mortalidad, era el sitio preferido de los suicidas; Bahía Azul, pensativa y meditabunda; Bahía Roja, agresiva y dinámica, amadísima por los Niveles de Jóvenes Ejecutivos. Los ejecutivos que se paseaban por las herrumbradas playas presenciaron el regreso del Tribunal de Polvodepastel, vieron como el extraño quimioide polimérico se elevaba del caldo químico y parloteaba con entusiasmo a través de sus micrófonos. Los fenómenos como aquél eran considerados un buen augurio que otorgaba a quien los contemplara suerte en el amor, éxito en los negocios y buenos presagios. Para el viajero que llegaba a Kershaw eran una predicción de fortuna extrema.

Johnny Stalin, que durante ocho días había permanecido encerrado bajo llave en el interior de la sala de guardia, nada sabía de presagios y predicciones. No sabía absolutamente nada de la Compañía Belén Ares. No tardaría en aprender.

—Accionista 703286543 —le dijeron—. No lo olvides. 703286543.

Le habría resultado difícil olvidarlo. Lo llevaba impreso en el distintivo de plástico que le habían dado, en el traje de papel de una sola pieza que le habían dado, en la puerta de la habitación que le habían dado; aparecía sellado en cada objeto de la diminuta habitación sin ventanas: en la mesa, en la silla, en la cama, en la lámpara, en las toallas, en el jabón, en el ejemplar de Hacia un nuevo feudalismo que estaba debajo de la almohada, que también lo llevaba: Accionista 703286543. Cada mañana, cuando pasaba lista en el corredor, la gorda vestida con el traje de papel típico de los jóvenes ejecutivos gritaba «Accionista 703286543» y cada mañana, Johnny Stalin levantaba la mano y gritaba «Presente». Venía justo después del Accionista 703286542 y justo antes del Accionista 703286544, y aprendió dónde colocarse en la fila por el número, no por la cara. Después de pasar lista, la gorda leía un párrafo de Hacia un nuevo feudalismo, soltaba una breve homilía sobre las virtudes del feudalismo industrial y anunciaba las cuotas de producción del día, que los Accionistas debían repetir en voz bien alta mientras realizaban cuarenta planchas, cuarenta flexiones y corrían en el sitio al son de una música más bien marcial que sonaba a todo volumen por los altavoces. Luego se quitaban los gorros de papel, los sujetaban sobre el corazón y cantaban el himno de la Compañía. Mientras el Turno C marchaba corredor abajo hacia el autobús gravitatorio, la gorda gritaba a voz en cuello el estado de las acciones de la Compañía en los mercados mundiales. Una de las políticas de la empresa establecía que todos los Accionistas debían experimentar una satisfacción personal por su minúscula contribución a la Compañía Belén Ares. La gorda comprobaba que todos los componentes del Turno C subieran al autobús gravitatorio, Accionista blablabla, Accionista blablabla, Accionista blablabla. Las puertas se cerraban y el autobús gravitatorio salía disparado haciarribahaciabajohaciadelantehacialaderechaylaizquierda y el Accionista 703286543 hacía desternillar de risa a sus compañeros de turno con su imitación de la gorda venga blablablabla. Con un bandazo que enviaba a todos contra todos, el autobús gravitatorio llegaba a su destino, las puertas se abrían con estrépito y las risas y las sonrisas se apagaban como los programas nocturnos de la radio y el Turno C marchaba hacia la fábrica.

Las máquinas también iban numeradas: la máquina número 703286543 estaba sobre la cinta transportadora entre la máquina 703286542 y la máquina 703286544. Los Accionistas ocupaban sus posiciones y cuando sonaba el timbre, se abría la puerta trampilla del final de la cinta transportadora y las piezas empezaban a bajar por la serpenteante cadena de montaje. Desde las 09:00 hasta las 11:00 horas (cuando hacían una pausa para el té) y de las 11:15 hasta las 13:00 (la hora del almuerzo), el Accionista 703286543 tomaba una pieza de plástico con ligera forma de oreja humana y una pieza de plástico con la forma de una P ornamentada y las termosoldaba con su máquina selladora. Desde las 13:30 hasta las 16:30 horas soldaba más orejas y letras P y entonces, el Turno C volvía a fichar y salía de la fábrica para cruzarse con el Turno A que entraba. Volvían a subir al autobús gravitatorio, volvían a ir de aquí para allá y de allá para aquí y entonces, los Accionistas del Turno C regresaban a los corredores familiares.

Seguía una hora y pico de ruidosas bromas en la casa de baños, después cenaban en el refectorio (tan parecido al refectorio de la fábrica que el Accionista 703286543 a veces se preguntaba si no sería el mismo), después de lo cual, los camaradas del Turno C se iban a un bar donde acumulaban unas cuentas fenomenales porque se compraban ridículos polos de daiquiri y bebidas hechas principalmente con puré de moras. Los lunes, miércoles y viernes iban al bar. Los martes y los jueves iban a ver una película o un espectáculo en vivo, y los sábados iban a bailar, porque el Palais De Danse era el único lugar donde podían conocer chicas. El Accionista 703286543 era demasiado bajito y demasiado jovencito para disfrutar del baile. Sus dientes quedaban incómodamente ubicados a la altura de los pezones de sus parejas de baile, pero le gustaba la música, sobre todo la nueva, de un tipo llamado Glen Miller. Buddy Mercx también era bueno. Los domingos iban al Bulevar de los Milagros y por la noche, todo el mundo acudía al relaxarium de la Compañía, donde el joven Accionista aprendió, mucho antes de lo debido, todo lo que había que aprender sobre Diversiones Masculinas.

«El chico es demasiado joven para esto», decían sus camaradas, pero se lo llevaban semana tras semana porque de haberlo excluido habrían destruido la solidaridad del turno. La solidaridad del turno era la luz guía en la vida de la unidad de montaje. O estabas con tus colegas o no estabas. Eso fue antes de que Johnny Stalin se enterara de lo que era el buzón de sugerencias atigrado.

Johnny Stalin aprendió mucho en los primeros meses que estuvo en la compañía.

Aprendió a hacer una reverencia ante el director y a hacer muecas a sus espaldas.

Aprendió a satisfacer a todos al tiempo que se satisfacía a sí mismo. Aprendió las involuciones de la pseudociencia llamada economía, y sus leyes espurias, y galanteó con el idiota y bastardo de su hijo: el feudalismo industrial. Por las noches bebía y bromeaba con los muchachos y durante el día soldaba piezas de plástico con forma de oreja a piezas de plástico con forma de P y se las pasaba al Accionista 703286544, que las soldaba a una pieza de plástico con forma de hombre gordo. Las semanas y los meses transcurrían monótonos e informes como pañuelos de papel extraídos de una caja hasta que un día, cuando se encontraba en plena operación de soldadura, Johnny Stalin se dio cuenta de que no tenía idea de adonde iban las piezas de plástico con forma de P, las orejas y los hombres gordos, ni qué formaban.

Se había pasado doce meses soldando dos piezas de plástico y ya era hora de que supiera el porqué. Por la noche, mientras soñaba en su cama numerada, a su alrededor se desparramaban moldes de plástico y se fundían para formar inmensas montañas de plástico que, a su vez, pasaban a formar cordilleras de plástico, continentes de plástico, aplastantes lunas de plástico en cuyo centro había una pieza de plástico con forma de oreja, soldada a otra pieza de plástico con forma de letra P.

Un día, simuló una leve diarrea, se disculpó para no fichar a la salida de su turno y se ocultó en el lavabo hasta que el autobús gravitatorio hubo subido a bandazos por su pista.

Sigilosamente traspuso las puertas giratorias, se paseó junto a los silenciosos Accionistas y llegó al comienzo de la cadena, por donde salían las piezas de la pared, y se embarcó en su viaje de ensamblado. Siguió la sinuosa cadena de montaje, espiando por encima de los hombros de los Accionistas mientras éstos soldaban, atornillaban pomos, encajaban fundas y envolturas, fijaban piezas electrónicas y ajustaban terminaciones. Concentrados en los asuntos empresariales, la mayoría ni se percataba de su presencia; a los pocos que le lanzaban una mirada interrogante, el Accionista 703286543 les decía adoptando su mejor expresión empresarial (perfeccionada durante meses de práctica) y tono de capataz: «Muy bien, muy bien, sigue así». Comenzaba a deducir qué era aquel dispositivo: una combinación de radio, tetera y lámpara de mesilla de noche, sin duda un objeto bastante útil, aunque no lograba descifrar en qué contribuían su oreja de plástico y su letra P. Al final de la cadena de montaje, las radioteteralámparas pasaban por una ranura en la pared y desaparecían. Junto a la cinta transportadora había una puerta con el letrero «Exclusivo Directivos». Johnny Stalin abrió la puerta de un empellón y se encontró en un corto pasillo al final del cual había otra puerta con el letrero «Exclusivo Directivos».

A su lado, las radioteteralámparas continuaban avanzando por la cinta transportadora hacia otra ranura en la pared. Johnny Stalin abrió la segunda puerta con el letrero «Exclusivo Directivos» y se encontró en una sala tan parecida a la que acababa de abandonar que por un momento pensó que se había equivocado de puerta. Miró con más atención y se dio cuenta de que todo era completamente diferente. Las radioteteralámparas salían de la pared y pasaban por una línea de montaje en la que los Accionistas de la Compañía, vestidos con monos de papel y distintivos identificadores de plástico, las separaban pieza por pieza. Una línea de desmontaje, de desproducción.

Alelado por la sorpresa, Johnny Stalin buscó el punto de la línea donde su contrafigura colocaba la oreja de plástico y la letra P debajo de un haz radioeléctrico que rompía los enlaces que las mantenían unidas. El número de ese Accionista era el 345682307. Al final de la cadena, en la posición 215682307, un torrente de piezas de plástico y cromo pasaban a través de una ranura en la pared junto a la cual había una puerta con el letrero «Exclusivo Directivos».

Esa noche, mientras bebía gaseosas en el bar, el Accionista 703286543 escribió esta nota en una hojita de papel:

«Para mejorar la relación producto comercializable/ cuotas de unidad de trabajo, sugiero que investiguen y posteriormente cierren todas las cadenas de montaje del producto 34216. Atentamente, Accionista 703286543, Sr. D. J. Stalin».

A la mañana siguiente, dejó caer su pequeño obús en el buzón de rayas negras y amarillas con el letrero «Sugerencias».

Al cabo de dos semanas, los miembros del Turno C fueron trasladados a otras cadenas de montaje. Johnny Stalin sonrió para sí al pensar en los hombres grises, con trajes grises, que descubrían horrorizados la abominación económica que representaba una fábrica que construía y desmantelaba sin parar el mismo artículo por los siglos de los siglos. Cuando se hubo llevado a cabo la reestructuración, el Accionista 703286543 se encontró en una nueva sala de un nuevo corredor, trabajando en una cadena nueva con un porcentaje de créditos también nuevo. Se compró una pequeña radio, así, los domingos por la tarde, en su habitación, podría escuchar la New Big Band Hour. Le encantaba la música nueva; Hamilton Bohannon, Buddy Mercx, Jimmy Chung, y el más grande entre los grandes, Glen Miller. Se podía permitir el lujo de comprar a los vendedores ambulantes del Bulevar de los Milagros las baratijas y los dijes con que adornar los monos de la Compañía. Se podía permitir el lujo de emborracharse tres noches por semana. Se podía permitir el lujo de tener una novia: una chica delgada, con el pelo corto y gafas, a la que llevaba a dar románticos (y caros) paseos por la Bahía Sepia y con quien derrochaba su dinero pero a la cual le escatimaba su confianza. Como suponía que algún directivo de traje gris se interesaba por él, decidió mantener bien atizado el fuego de ese interés y a los ángeles de la guarda de traje gris revoloteando cerca de él.

Un día, durante el almuerzo del Sindicato, organizado en la parte trasera del Bar de Delahanty, oyó al Accionista 108462793 que le susurraba algo al Accionista 93674306 en el momento en que hacía circular la botella de la salsa. En el cubículo del lavabo de caballeros, Johnny Stalin escribió a lápiz una notita para los ángeles de gris y la metió en el buzón de Sugerencias.

Los Accionistas 108462793 y 93674306 faltaron al trabajo al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, hasta que el supervisor de la cadena informó a los componentes del turno que, debido a una escasez de personal, se habían ofrecido para un redespliegue en otra cadena.

Johnny Stalin habría estado a punto de creérselo de no haber oído a través de las ranuras de su aire acondicionado, los ruidos de la redada llevada a cabo por la policía empresarial en el Bar de Delahanty. Se había visto obligado a subir considerablemente el volumen de su radio para ahogar los gritos y chillidos. El Accionista 396243088, que ocupaba el cuarto contiguo, se había pasado una hora o más dando unos golpes de lo más desagradable en la pared para que bajara el volumen.

Dos días más tarde, durante el almuerzo, el Accionista 396243088 hizo un chiste sobre la conducta sexual de los directores de la Compañía en el curso de las reuniones del consejo. Johnny Stalin se había desternillado de risa como todos los demás. Pero a diferencia de los demás, se encargó de enviar una notita a los trajes grises.

«Acuso al Accionista 396243088 de no sostener el Pensamiento Adecuado en relación con la Compañía, su Venerable Consejo de Administración y los Principios del Feudalismo Industrial. Es desleal e irrespetuoso y sospecho que profesa ideas prosindicales».

Cuando el puesto de Capataz de Sección que ocupaba el Accionista 396243088 quedó repentinamente vacante («Reestructuración y Promoción», había dicho el supervisor), Johnny Stalin fue el hombre más joven en ser ascendido a ese cargo del Departamento de Ingeniería Agrícola Ligera. Recibía el porcentaje de créditos que hubiera correspondido a un hombre de una edad y una experiencia cinco veces superiores a las suyas. Se acercaba el concurso anual de Trabajador Modelo del Año (sección ingeniería ligera).

Anónimamente, Johnny Stalin dejó al descubierto un sistema de corruptelas y pequeños robos cuyas conexiones alcanzaban a los jóvenes directivos y, gracias a su sentido de la oportunidad, se convirtió en el Trabajador Modelo del Año (sección ingeniería ligera) justo dos días antes de que el hacha empresarial cayera sobre doce puestos de trabajo en el Departamento de Agricultura. Con un sensato despliegue de solidaridad de Accionista, Johnny Stalin se negó a asistir a las audiencias de la magistratura de la Compañía en las que los doce acusados fueron condenados a despido sumario por un tribunal compuesto de trabajadores y directivos.

—Podría haber sido cualquiera de nosotros —les dijo el Trabajador Modelo del Año a sus colegas del Turno A mientras sorbían daiquiris de mandarina en el recientemente remozado Bar de Delahanty—. Podría ocurrirle a cualquiera.

Y así fue. Le ocurrió al Accionista 26844437 (Sospecho que el Accionista está implicado en un caso de espionaje industrial y alta traición en beneficio de compañías de la competencia que yo, Accionista leal y sincero, no voy a mencionar por respeto. J. Stalin), a los Accionistas 216447890 y 552706123 (Sospecho que los Accionistas han mantenido relaciones sexuales ilícitas en horas de trabajo. Respetuosamente, J. Stalin), y al Accionista 664973505 (Acuso al Accionista - Supervisor de Cadena de la Cadena de Montaje 76543, Departamento de Ingeniería Agrícola Ligera, de negligencia, relajamiento y falta de celo en la promoción de las Nueve Virtudes del Feudalismo Industrial.

Atentamente, J. Stalin).

Fue una pura cuestión de tiempo el que los trajes grises invitaran a este dechado de virtud industrial a formar parte de los jóvenes directivos. Fue entonces cuando descubrió que no había un solo traje gris, sino once, que en ese momento ocupaban tres lados de una mesa de roble, y todos ellos hacían rodar no se sabe qué cadenas de montaje que fabricaban jóvenes directivos. La cabecera de la mesa la ocupaba el joven directivo de más edad, el traje gris bajo cuya dirección se encontraban los demás trajes grises. Al final de la mesa, a una distancia respetable de las luminarias de las castas directivas, estaba Johnny Stalin. El traje gris de más edad dio un pequeño discurso plagado de expresiones como «trabajador modélico», «destacado ejemplo», «unidad productiva», «lealtad a la empresa», «altos valores» y «Accionista que comprende los principios del feudalismo industrial». Johnny Stalin memorizó cuidadosamente estas frases estereotipadas para utilizarlas en sus propios discursos de alabanza y exhortación. Concluida la entrevista, se sirvieron unos cócteles pegajosos, se expresaron las enhorabuenas del caso y Johnny Stalin se retiró de la presencia de la casta directiva con una reverencia. Al regresar a su habitación numerada, debajo de la puerta encontró un sobre con sus documentos de reestructuración según los cuales debía incorporarse a la unidad de adiestramiento para directivos de producción. Colgado de una percha de plástico detrás de la puerta, encontró un traje de papel, talla estándar, color gris.