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Nunca se lavaba. Nunca se cortaba el pelo. Las uñas de las manos y las de los pies se le enroscaban de tan largas, y el pelo le colgaba hasta la cintura, apelotonado en espesas trenzas grasientas. Una legión de parásitos encontraban allí refugio, así como en el vello de su entrepierna y en las matas pegajosas de sudor de sus sobacos. Tenía comezón y supuraba pero nunca se rascaba. Porque rascarse habría sido como rendirse al cuerpo.

Había iniciado la guerra contra su cuerpo el día de su décimo cumpleaños. El día en que Limaal se había marchado. El taco de arce que su padre había cepillado con sus propias manos estaba envuelto, junto a la mesa de la cocina. Cuando cayó la noche y resultó evidente que Limaal no regresaría, lo guardaron en un armario, lo cerraron con llave y se olvidaron de él. Entonces, Taasmin subió sola hasta las piedras rojas del borde para volver a contemplar la forma del mundo. Se quedó de pie ante el Gran Desierto y dejó que el viento la azotara, intentaba aprender de él qué significaba ser mujer. El viento que jamás dejaba de soplar, tironeaba de ella como si fuese una cometa a la que se remonta hacia los cielos.

Comprendió que aquello le encantaría. Le encantaría que el viento espiritual se la llevara lejos como una bolsa de papel, un pedazo de desecho humano al que haría subir y subir, alejándolo de la tierra seca, sequísima, ardiente, para acercarlo a un cielo lleno de seres angelicales y trozos de equipos de ingeniería orbital. Se sintió navegar, elevarse ante el Diosviento y, aterrada, llamó a su hermano con su voz interior, pero aquella intimidad había desaparecido, se había estirado estirado hasta romperse, disiparse y desaparecer. Los gemelos estaban desequilibrados. El misticismo de uno ya no regía el racionalismo del otro: como máquinas incontroladas volaban en el espacio, alejándose. El misticismo incontrolado se precipitó en el vacío de la mente de Taasmin, que había ocupado su hermano, y la transformó en una criatura de luz purísima, en luz blanca, brillante y eterna que manaba hacia el cielo.

—Luz —susurró—, todos somos luz, de luz, y a la luz regresamos.

Abrió los ojos y contempló el degradante desierto rojo y el horrible pueblecito agazapado a su lado. Contempló su propio cuerpo de mujer recién retoñada y detestó sus elegantes redondeces y su suavidad muscular. Sus interminables apetencias, sus insaciables apetitos; le disgustaba la ciega desconsideración de su cuerpo por nada que no fuera él mismo.

Taasmin Mándela tuvo entonces la impresión de que oía una voz en el viento que le llegaba desde muy, muy lejos, del otro lado del mundo, del otro lado del tiempo y que le gritaba:

—¡La mortificación de la carne! ¡La mortificación de la carne!

Taasmin Mándela se hizo eco de aquel grito y le declaró la guerra a su cuerpo y a las cosas materiales del mundo. En ese mismo momento y en aquel mismo lugar se quitó la ropa, finamente tejida por Eva Mándela en el telar de su devoción. Caminaba descalza, incluso cuando la lluvia convertía los prados en un líquido mugriento o cuando la escarcha mordisqueaba la tierra. Bebía agua de lluvia de un barril, comía verduras llenas de tierra que arrancaba del huerto, y dormía al raso bajo los álamos, en compañía de las llamas. Al mediodía, cuando los demás ciudadanos disfrutaban de la siesta religiosa, ella se acuclillaba sobre las piedras ardientes de Punta Desolación, sumergida en la plegaria, sin percatarse del sol que le bronceaba la piel hasta convertirla en cuero o le desteñía el pelo hasta dejarlo color hueso. Meditaba sobre la vida de Catalina de Tharsis, cuya búsqueda de la espiritualidad en una era pagana la había impulsado a despojarse de su humanidad carnal para fundir su alma con la de las máquinas que construían el mundo.

La mortificación de la carne.

Taasmin Mándela trascendió toda humanidad. Sus padres no podían tocarla; los intentos de Dominic Frontera por imponerle la modestia en el vestir fueron pasados por alto. Sólo importaba la sinfonía interior, la cascada de voces santas que le indicaban el camino hacia las puertas del cielo a través del velo de la carne. Ése era el camino que había recorrido antes que ella la Santísima Señora, y si para recorrerlo debía ganarse las miradas de disgusto de quienes iban llegando a Camino Desolación, de los granjeros, tenderos, mecánicos y empleados del ferrocarril, entonces era el precio que debía pagar.

Aquellas caras nuevas que venían de Montehierro y Llangonnedd, de Nueva Merionedd y del Gran Valle la encontraban fea; y así lo manifestaban en voz baja y a sus espaldas.

Pero ella se veía inefablemente hermosa, hermosa de espíritu.

Un día, en el mes de julio, cuando el sol del verano estaba en lo alto del cielo y el calor del mediodía partía las piedras y destrozaba las tejas, Dominic Frontera se acercó acalorado y sudoroso hasta Taasmin Mándela, encaramada cual pájaro coriáceo en lo alto de las rocas rojas del borde.

—Esto no puede continuar así —le dijo—. El pueblo crece, cada día llega gente nueva: los Mercanciani, las hermanas Pentecostés, los Chung, los Axamenides, los Smith. ¿Qué van a pensar de este pueblo, un pueblo donde las niñas… las mujeres vagan por ahí todo el día desnudas y apestando a revolcadero de cerdos? Esto no puede ser, Taasmin.

Taasmin Mándela se quedó mirando fijamente el horizonte, con los ojos entrecerrados por la luz deslumbrante.

—Hemos de hacer algo. ¿De acuerdo? Bien. Qué te parece si te llevo de vuelta con tus padres, o si no quieres, Ruthie cuidará de ti, te bañas, te arreglas y te pones ropa bonita, ¿eh? ¿Qué te parece?

Una ráfaga de viento llevó hasta Dominic Frontera un soplo fétido. Boqueó.

—Taasmin, Camino Desolación ya no es lo que era, y no podemos volver a lo que era.

Está creciendo, pronto cumplirá la Decimocuarta Década. No podemos aceptar ciertos comportamientos. ¿Vienes o no vienes?

Sin apartar la vista del horizonte, Taasmin Mándela contestó:

—No.

Llevaba cincuenta y cinco días sin pronunciar palabra y haber pronunciado aquélla la disgustaba. Dominic Frontera se incorporó, se encogió de hombros y bajó del borde de las rocas para dormir lo que le quedaba de siesta. Esa misma noche, Taasmin Mándela se alejó de la gente de la XIII Década y vagó por los acantilados hasta que encontró una cueva donde el agua manaba desde el océano subterráneo. Allí pasó noventa días; durante el día dormía y oraba, y por las noches, recorría los doce kilómetros que la separaban de Camino Desolación, donde robaba en los huertos de los ciudadanos de la XIII Década. Cuando empezaron a aparecer perros y escopetas, sintió la llamada divina que la impulsó a alejarse más, y una mañana brillante anduvo y anduvo por el Gran Desierto, anduvo y anduvo hasta salir del desierto de arena roja y entrar en el desierto de piedra roja. Allí encontró una columna de piedra en la que clavarse, una aguja de piedra en la que empalarse. Esa noche durmió al pie de la columna de piedra que indicaba su camino hacia los Cinco Cielos y cuando tuvo sed, se lamió el rocío que se había depositado sobre su cuerpo desnudo. Desde el amanecer hasta el anochecer de aquel día, subió por la columna de piedra, delgada y ágil como una lagartija desértica. Las uñas rotas, los dedos lastimados, los pies ampollados, la carne destrozada: todo aquello significaba bien poco para ella, igual que el hambre de su estómago; eran todas pequeñas y hermosas mortificaciones, diminutas victorias sobre la carne. Durante tres días permaneció sentada, con las piernas cruzadas, en lo alto de la roja columna de piedra, no durmió, ni comió, ni bebió, ni realizó el más mínimo movimiento, haciendo caso omiso de los gritos de su cuerpo. En la mañana del cuarto día, Taasmin Mándela se movió. Durante la larguísima noche soñó que se había convertido en piedra, pero por la mañana se movió. No había sido un gran movimiento, apenas un girar de los secos ojos para contemplar una nube que asomaba por el sur, una nube negra y solitaria surcada de relámpagos. De esa nube salió un sonido como el de un enjambre de abejas enfurecidas.

A medida que se fue acercando, Taasmin Mándela vio que se componía de muchas pequeñas partículas en desesperado movimiento, en realidad, como un enjambre de insectos. La nube se acercó más, y más, y asombrada (porque Taasmin Mándela todavía era remotamente capaz de sentir alguna emoción humana), vio que la nube estaba formada por miles y miles de seres angelicales que se abrían paso santamente por el aire.

Se parecían al ángel que Rajandra Das había liberado de la Feria Ambulante de Adam Black, sostenidos en vuelo por una impresionante diversidad de alas, cohetes, palas, superficies sustentadoras, hélices, globos, rotores y reactores. La multitud de ángeles se acercó a ella desde el sur; eran tantos que podían haber alcanzado la tropopausa y volver a desfilar hacia abajo. De la nube zumbante surgió un voluminoso dispositivo, una especie de caja voladora de un kilómetro de largo, que brillaba con destellos azules y plateados.

Por su peculiar construcción, le recordó a Taasmin los dibujos de los rikshas y los autocares que había visto en los libros ilustrados de su madre. En su proa roma se veía la sonrisa de cromo de un enrejado que llevaba el nombre de «Plymouth» escrito en letras tan altas como Taasmin Mándela. Debajo del enrejado aparecía un escudo rectangular, azul brillante, con esta leyenda en letras amarillas:

ESTADO DE BARSOOM STA. CATI

El Plymouth Azul se detuvo encima de la columna de piedra y mientras Taasmin intentaba adivinar su posible función (instalaciones de ingeniería de ROTECH, carro celestial, mercado volador, espejismo del sol y la piedra) un coro de ángeles se acercó a ella y, acompañándose de cítara, serpentón, ocarina, cuerno y estratomodulador, cantó:

Du wop a bi bop

Shubi-dubi du

Du wop shouadi-shouadi

A-bop bam bu

Bi-bop a lula

Shibob shubi-du

Re bob a lula

Bibop bam bu

Un ángel solitario se separó del coro celestial y descendió valiéndose de sus aspas de helicóptero hasta quedar cara a cara con Taasmin Mándela.

Oh fermosa y bendita mortal, estas nuevas recibe: Disponte a dar la bienvenida a una Santa, Nuestra Santa, Nuestra bendita Señora, La de Tharsis. ¡Contempla el Advenimiento de la Santísima Cati!

Esto declamó en perfectos pentámetros yámbicos. Unas palas de contrarrotación se llevaron al ángel cielo arriba. El Gran Plymouth Azul ejecutó una melodía muy, muy antigua llamada «Dicksee» en su quinteto de cuernos y desplegó una rampa de acceso.

Una mujer pequeña, con el pelo corto, ataviada con un fulgurante traje-película blanco, bajó por la rampa y se dirigió hacia Taasmin Mándela con los brazos tendidos, símbolo universal de la bienvenida.