27

Se llamaba Carambola O’Rourke. Tenía los dientes empastados con diamantes y un taco de billar con incrustaciones de oro. Su traje era de la más fina organza de seda y sus zapatos, de cuero de Cristadelfia. Se había puesto diversos motes grandilocuentes: «el campeón del mundo», «el sultán de los billares», «maestro del tapete verde», «el jugador de billar más grandioso que el universo haya conocido jamás», pero en realidad era una estrella venida a menos y todo el mundo lo sabía, porque un hombre que fuera todas esas cosas que él proclamaba ser, no estaría jugando por un bote de diez dólares en la sala de billares del BAR/HOTEL. No obstante, aunque bastante deslucida, su estrella brillaba más que la de cualquiera de los otros jugadores de billar de Camino Desolación y ya había amasado una considerable pila de billetes cuando preguntó si había algún otro desafiante.

—Yo conozco uno —contestó Persis Jirones—, si es que no se ha ido ya a la cama.

¿Alguien ha visto a Limaal?

Un manchón oscuro se separó de la mesa más oscura del rincón más oscuro y, desenroscándose, se acercó a la mesa de billar. Carambola O’Rourke contempló a su contrincante. Calculó que se encontraría entre los nueve y los diez años, esa barrera indefinible y dolorosa que separa la niñez de la edad viril. Joven, confiado; mira cómo se guarda la tiza del taco en el bolsillo del chaleco. ¿Qué será de mayor: valiente triturador o maestro de la táctica, príncipe de los alfareros o rey de la guerra psíquica?

—¿Cuánto apostamos? —preguntó.

—¿Cuánto quieres apostar?

—¿Todo el fajo?

—Creo que estaremos a la altura.

Todas las cabezas del bar asintieron. Daba la impresión de que sonreían. Sobre el mostrador se formó una pila de billetes de diez dólares.

—¿Echamos a suertes quién juega primero?

—Cara.

—Cruz. Juego yo.

¿De dónde habría sacado tanta seguridad en sí mismo un niño-hombre de nueve años? Carambola O’Rourke observó como su contrincante se inclinaba sobre el taco.

«Es como una serpiente —pensó el buscavidas—, delgado y elegante. Pero creo que podré vencerlo».

Y jugó con todas sus fuerzas e hiló el hilo de su habilidad tan fino que dio la impresión de que iba a romperse, pero el muchacho delgado, de ojos hundidos, debía de sacar fuerzas de la oscuridad, porque cada una de sus jugadas era estudiada y ejecutada con el mismo cuidado que la anterior. Jugó con una consistencia letal que fue desgastando a Carambola O’Rourke como una rueda de molino. El viejo buscavidas jugó cinco triángulos contra el chico. Al final del quinto estaba cansado y decaído pero el muchacho estaba fresco y despierto como cuando habían colocado el primero. Se apartó para admirar abiertamente la habilidad del muchacho y cuando la última negra le dio al chico su victoria por tres a dos, el profesional fue el primero en felicitarlo.

—Hijo, tienes talento. Verdadero talento. No me importa perder cien dólares ante un contrincante como tú. Ha sido una gloria contemplarte. Pero deja que te haga un favor.

Voy a predecirte el futuro.

—¿Predices el futuro?

—Con la mesa y las bolas de billar. ¿No lo habías visto nunca?

Carambola O’Rourke sacó de su maleta un ancho rollo de negro tapete y lo desplegó sobre la mesa. El tapete estaba dividido en secciones, cada una llevaba marcados símbolos arcanos y nombres extraños en letras doradas: «Invisible a sí mismo», «Cambios y Transformaciones», «Vastedad», «Detrás de él», «Ante él», «Más allá de él».

Carambola O’Rourke formó un triángulo de bolas multicolores y colocó la blanca en un lugar dorado sobre el que aparecía escrito «Porvenir».

—Las reglas son simples. Has de darle al grupo con la bola del taco. Tú decides desde qué lado, en qué ángulo, con qué fuerza, con qué desviación, y la forma en que queden dispersas me permitirá interpretar tu futuro. —El muchachito delgado cogió el taco y lo repasó con un trapo—. Un consejo. Juegas con la cabeza; probablemente ya habrás pensado dónde quieres poner las bolas. Si lo haces así, no funcionará. Has de apagar la mente y dejar que el corazón decida.

El muchacho asintió. Miró a lo largo del taco. Un chisporroteo repentino de oscura energía hizo que todos se estremecieran y la bola del taco tocó el grupo de bolas de colores y las separó. Durante un segundo la mesa se convirtió en una pesadilla cuántica de esferas rebotantes.

Luego, volvió a reinar la calma. Carambola O’Rourke caminó alrededor de la mesa tarareando y carraspeando.

—Interesante. Nunca había visto nada así. Fíjate. La bola anaranjada, los Viajes, descansa en Hallazgo Dorado, junto a la bola del Corazón Escarlata, que también está en Hallazgo Dorado y en la Mansión de Dios. Pronto te marcharás de aquí, si he de guiarme por lo que indica la bola de la Fugacidad; tendrás a alguien a quien amar que encontrarás en este lugar de fama y fortuna, pero que no será de él. Pero aquí viene la mejor parte.

¿Ves la bola turquesa? Es la Ambición; descansa en la banda de la Lucha, junto a la bola gris, que es la Oscuridad. Esto lo interpreto como que vas a entrar en conflicto con una poderosa fuerza de la oscuridad, posiblemente el Destructor en persona.

De repente, en el BAR/HOTEL hizo mucho frío. Limaal Mándela sonrió y preguntó:

—¿Voy a ganar?

—Tu bola está cerca de la banda. Vas a ganar. Pero fíjate en eso, la bola blanca, la del Amor, no se ha movido del punto de inicio. Y la bola de las Respuestas, la color verde lima, se encuentra en el Gran Círculo, mientras que la purpúrea, la de las Preguntas, se encuentra en Cambios y Transformaciones. Te marcharás de aquí a buscar respuestas a tus interrogantes, las encontrarás sólo cuando vuelvas a casa, donde está tu corazón.

—¿Mi corazón? ¿En este lugar?

La risa de Limaal Mándela sonó desagradable, demasiado vieja para un muchacho de nueve años.

—Es lo que las bolas dicen.

—Dime, viejo, ¿acaso te dicen las bolas cuándo morirá Limaal Mándela?

—Fíjate en la bola negra de la Muerte. Ya ves que está junto a la Esperanza, en la línea entre la Palabra y la Oscuridad. Entablarás tu peor batalla en el lugar donde está tu corazón y, al ganarla, lo perderás todo.

Limaal Mándela volvió a reír. Se agarró el corazón.

—El corazón, viejo, lo llevo en el pecho. Es el único lugar donde está mi corazón. En mí.

—Es una verdad como un templo.

Limaal Mándela hizo rodar la negra bola de la Muerte con la punta del índice.

—Todos hemos de morir y nadie puede escoger ni el momento, ni el lugar, ni la forma.

Gracias por haberme adivinado el futuro, señor O’Rourke, pero quiero construirme mi propio futuro con estas bolas. El billar es un juego para racionalistas, no para místicos.

¿No te parece un pensamiento profundo para un chico de nueve años? Has jugado bien, O’Rourke, has sido el mejor. Pero hace rato que este chico de nueve años debía haberse ido a la cama.

Se marchó y Carambola O’Rourke recogió sus bolas mágicas y su tapete para predecir el futuro.

A partir de aquella noche, Limaal Mándela se convenció de su grandeza. Aunque su racionalismo no le permitía aceptar el generoso oráculo de las bolas, con el corazón había visto su nombre escrito en las estrellas y comenzó a jugar no por amor o dinero sino por el poder. Su grandeza se veía reforzada cada vez que aplastaba a algún geólogo, geofísico, botánico, patólogo de plantas, ingeniero de suelos o meteorólogo que pasaba por allí. El dinero de las apuestas no significaba nada para él, lo utilizaba para invitar a copas a los parroquianos. El nombre de Limaal Mándela se fue haciendo famoso, junto con la leyenda del chico de Camino Desolación, que era imbatible siempre y cuando no saliera de su pueblo natal. No escaseaban los jóvenes cazadores de cabezas ansiosos por contradecir la leyenda: su derrota no hizo más que reforzarla. Igual que los planetas que se precipitaban en las pesadillas de su niñez, las bolas rodantes aplastaban a todos los contrincantes de Limaal Mándela.

En algún momento de las primeras horas de la mañana de su décimo aniversario, su mayoría de edad, cuando ya había echado la manta sobre otra victoria en el billar y las sillas estaban patas arriba sobre las mesas, Limaal Mándela fue a ver a Persis Jirones.

—Quiero algo más —le decía mientras ella iba lavando copas—. Tiene que haber algo más en alguna parte fuera de aquí, donde las luces son brillantes y la música suena fuerte y el mundo no se cierra a las tres menos tres. Y lo quiero. Dios mío, es lo que más quiero.

Quiero ver ese mundo, quiero que se entere de lo bueno que soy. Allá afuera, allá arriba, hay gente que le va dando a los mundos como si fueran bolas de billar, quiero enfrentarme a ellos, quiero comparar mi habilidad con las suyas, quiero marcharme de aquí.

Persis Jirones dejó la copa que estaba lavando y durante un rato largo se quedó mirando la mañana. Recordaba lo que se sentía al estar atrapada en un lugar pequeño y confuso.

—Lo sé. Lo sé. Pero escucha lo que voy a decirte, escúchame para variar. Hoy te has convertido en un hombre y eres dueño de tu propio destino. Decide tú qué será, adonde te conducirá. Limaal, el mundo puede adquirir la forma que tú desees.

—¿Quieres decirme que me vaya?

—Vete. Vete ahora mismo, antes de que cambies de parecer, antes de que pierdas el valor. Dios mío, ojalá tuviera el coraje y la libertad para acompañarte.

Los ojos de la cantinera se llenaron de lágrimas.

Esa mañana, Limaal Mándela guardó su ropa en una mochila pequeña, metió en un zapato ocho dólares que había ahorrado de su asignación y deslizó dos tacos en un maletín especial. Escribió una nota para sus padres y, sigilosamente, entró en su habitación para dejársela junto a la cama. No les pedía que lo perdonasen, sino que lo entendieran. Vio los regalos que sus padres iban a hacerle para su cumpleaños y vaciló.

Respiró profundamente, sin hacer ruido, y se marchó para siempre. Esperó en medio del frío escarchado bajo el cielo tachonado de brillantes estrellas a que pasara el tren correo nocturno con destino a Belladonna. Al amanecer, había recorrido ya medio continente.