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Durante casi un año todos los días lo mismo: qué infiel le había sido, cuánto lo había amado ella a él y nada más que a él, por la mente jamás se le había cruzado la idea de fijarse en otro, jamás, ni una sola vez en todos esos años, ni una sola, y mientras ella estaba sentada en casa, adorándolo en el templo de su corazón, ¿qué había hecho él?, pues ya lo sabes tú mejor que yo: eso, con ese pendón, esa mujerzuela mal nacida (ojalá se le pudriera el vientre y los pechos se le marchitaran como berenjenas secas); había tenido nada más ni nada menos que lo que se merecía, sí, se había hecho justicia, todo por traicionar a una esposa amante como ella; y él qué era lo que había hecho, qué había hecho, pues avergonzarla ante todo el pueblo, sí, todo el pueblo, ya no podría caminar con la cabeza erguida, orgullosa y digna, se veía obligada a ocultarse de la gente, que al verla pasar murmuraba «ahí va, mírala, la pobre cornuda y ella sin enterarse»; pues bien, ahora todo el mundo estaba enterado gracias a él, gracias a la bondad de su corazón, gracias a sus maravillosas intenciones de librar a ese Stalin de la horca, su propio rival, nada menos que su enemigo; mucho había pensado él en rivales y enemigos, pero ¿acaso le había dedicado un solo pensamiento a las pobres esposas devotas, las que aman con un amor incomparable?, y qué había hecho él con ese amor, ¿eh?, ¿qué había hecho él?, pues derrocharlo con una alcahueta barata que no estaba blablablablabla como ella de tanto tener que levantarse al alba para encender el fuego y no parar hasta que se iba a la cama al anochecer. Estaba a la vista cómo, de tanto regañarlo, se había vuelto fea en cuerpo y alma y por eso la odiaba, detestaba la malicia que la impulsaba a regañarlo por toda la eternidad en el seno del Panarcos, la detestaba y por eso había decidido castigarla, y para castigarla, un día se puso a silbar y a llamar a su hija hasta que la chica dejó el libro y aplastó la cara contra la burbuja azul, entonces le preguntó:

—Arnie, hija mía, ¿alguna vez te has preguntado de dónde vienes?

—¿Te refieres al sexo y a todo eso? —le contestó Arnie, apretando los labios contra el azulado campo de fuerza.

—No, no —dijo él—. Me refiero a ti, personalmente, porque ¿sabes qué ocurre, Arnie?, yo no soy tu padre.

Entonces le contó todo lo que había aprendido de su roce con la Omnisciencia Panárquica, cómo una mujer había robado un bebé a una anciana sin hijos y cómo esa mujer deseaba ese bebé más que nada en el mundo visible o invisible, y cómo se lo había hecho meter en el vientre para llevarlo como si fuera suyo hasta su nacimiento, y después de contarle todo esto, le pidió:

—Ahora vete al espejo, Arnie, y pregúntate si de veras te pareces a los Tenebrae o si te pareces a un Mándela, porque eso es lo que eres; hermana de Rael y tía de Limaal y Taasmin.

Cuando la muchacha fue al espejo de su habitación y él la oyó sollozar, se sintió satisfecho, porque había sembrado las semillas de la destrucción de su esposa en aquella niña, que no era ni nunca había sido la hija de su corazón, y fue tal su regocijo maligno que dio unas cuantas volteretas de deleite en su trémula burbuja azulada.