El juez Dunne no estaba de muy buen humor para dictar sentencia. El agua del pueblo le había dado diarrea, lo cual, sumado a sus hemorroides, había sido como cagar llamaradas. Le habían servido un desayuno frío y poco adecuado, se había enterado por su radio de que su caballo de carreras se había caído y se había roto el pescuezo en la carrera de diez mil metros de los Llanos Morongai, y lo que le faltaba, dos de los miembros del jurado habían desaparecido. Mandó a su ujier, el pícaro y andrajoso de Rajandra Das, a que recorriera el pueblo en su busca, y cuando aquello resultó ser inútil, dictaminó que el juicio podía continuar con un jurado de ocho miembros. Mentalmente tomó nota de que debía cobrarle al pueblo otros cincuenta dólares de oro por ese dictamen extra. Y para colmo, el abogado de la defensa, un ridículo cateto semieducado que tenía una opinión exagerada de sus habilidades legales, le proponía con toda seriedad que aceptase la presentación de un testigo clave cuando el juicio se encontraba ya en su última fase.
—¿Cómo se llama ese testigo clave? Louie Gallacelli se aclaró la garganta.
—Es el fantasma de Gastón Tenebrae.
Los señores Fizgue, Furtif y Metomentot se pusieron en pie como un solo hombre.
Genevieve Tenebrae se desmayó y fue sacada de la sala. El juez Dunne suspiró. Volvía a sentir escozor en el ano. Los abogados discutían. El acusado desayunaba pan frito y café.
Al cabo de una hora, el jurado, los espectadores y los testigos se marcharon para ocuparse de sus campos. Los alegatos chocaban y se eludían. El juez Dunne contuvo una insistente necesidad de introducirse un dedo índice en su trasero para rascarse hasta que la frustración le sangrara. Transcurrieron dos horas. Al no verle un final a aquel entuerto a menos que interviniera, el juez Dunne golpeó su martillo y ordenó:
—Que declare el fantasma.
Rajandra Das iba a saltos por los campos y las casas de Camino Desolación sorteando a miembros del jurado, testigos y espectadores. Todavía no había señales de los dos miembros que faltaban: Mikal Margolis y Marya Quinsana.
—Que pase a declarar el fantasma de Gastón Tenebrae.
Los cazafantasmas intercambiaron señales de triunfo con el puño cerrado. Ed Gallacelli entró la devanadora de tiempo Punto Dos sobre un carrito de ruedas y comprobó los transductores que había colocado alrededor del borde de la burbuja.
—¿Me oís? —chilló el fantasma.
Genevieve Tenebrae, que acababa de recuperar el conocimiento, volvió a perderlo. La voz del fantasma les llegaba chirriante pero audible a través del amplificador de la radio de Ed Gallacelli.
—Vamos a ver, señor Tenebrae, mejor dicho, difunto señor Tenebrae, dígame si este hombre, el acusado, lo asesinó a usted la noche del treinta y uno de juliagosto aproximadamente a las veinte menos nada.
En el interior de su bola de cristal azul el fantasma hizo unas piruetas en señal de regocijo.
—Soy el primero en reconocer que Joey y yo hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero ahora que me encuentro en la presencia cercana de Panarcos, todo eso queda perdonado y olvidado. No, no fue él quien me mató. Él no lo hizo.
—¿Quién entonces?
Genevieve Tenebrae recuperó el conocimiento justo a tiempo para oír a su marido cuando nombraba al asesino.
—Fue Mikal Margolis. Él lo hizo.
En el alboroto que siguió, Genevieve Tenebrae perdió el conocimiento por tercera vez y Babooshka cacareó triunfante:
—Os lo había dicho, ese hijo mío es un inútil. El juez Dunne golpeó con el martillo con tanta fuerza que se quedó con el mango en la mano.
—Si persiste este comportamiento, multaré a todo el mundo por desacato al tribunal —tronó.
Restablecido el orden, el fantasma de Gastón Tenebrae desveló su sórdida confesión de adulterio, fulgurante pasión, muerte violenta y relaciones ilícitas tripartitas entre Gastón Tenebrae, Mikal Margolis y Marya Quinsana.
—Supongo que nunca debí hacerlo —chilló el fantasma—, pero me seguía considerando un hombre atractivo; quería comprobar que no había perdido mi encanto con las damas, de modo que flirteé con Marya Quinsana porque es una mujer muy, pero muy hermosa.
—¡Gastón! —aulló su viuda, que se había recuperado de su tercer desmayo y se disponía a tener el cuarto—. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—¡Orden! —gritó el juez Dunne.
—¿Y qué me dices del bebé, eh, querida? —inquirió el fantasma—. Desde que me he ido al otro mundo, me he enterado de un montón de cosas interesantes. Por ejemplo, de dónde viene Arnie.
Genevieve Tenebrae se echó a llorar y Eva Mándela la sacó de la sala. El fantasma prosiguió con su relato de citas clandestinas e intimidades susurradas entre sábanas de seda ante el asombro absoluto de los ciudadanos de Camino Desolación. Asombro y admiración ante el hecho de que una relación ilícita y adúltera de semejante intensidad (y con una personalidad tan públicamente promiscua como Marya Quinsana) hubiera podido ser ocultada con tanto éxito entre una población de sólo veintidós habitantes.
—Vaya cómo me engañó. Pero ahora sé a qué atenerme. —Desde su metempsicosis al Plano Celestial Exaltado, Gastón Tenebrae se había enterado de que Marya Quinsana mantenía una relación paralela con Mikal Margolis—. Nos estaba enfrentando a todos: a mí, a Mikal y a su hermano Morton, por pura diversión. Le encantaba manipular a la gente. Mikal Margolis siempre fue un chico testarudo y en el amor nunca le fue demasiado bien: tenerme a mí de contrincante fue demasiado para él.
Desconfiado, Mikal Margolis había seguido a Marya Quinsana y a Gastón Tenebrae y los había espiado mientras hacían el amor. Fue entonces cuando empezaron los temblores. En la consulta veterinaria la ira contenida lo hacía estremecer, se le caían los instrumentos y derramaba cosas. La tensión fue en aumento hasta que alcanzó a sentir como le hervía la sangre alrededor de los huesos, igual que el mar al romperse contra las rocas, hasta que algo antiguo e impuro como una úlcera negra estalló en su interior.
Encontró a Gastón Tenebrae cerca de las vías del ferrocarril; volvía a su casa andando, después de una cita.
—Levantó del suelo un trozo de riel que estaba junto a las vías, tendría más o menos medio metro de largo, y me golpeó en el costado del cuello. Me partió la espina dorsal.
Tuve una muerte instantánea.
El fantasma concluyó su declaración y se lo llevaron en el carrito de ruedas. El juez Dunne expuso sus conclusiones y después de rogarles que fueran objetivos sobre lo que acababan de ver y oír, ordenó a los miembros del jurado que se retiraran para considerar el veredicto. El jurado, reducido a siete miembros, se retiró al BAR/HOTEL. Sin ser visto, Morton Quinsana se había escapado durante el testimonio final.
El jurado regresó a las catorce menos catorce.
—¿Cómo consideran ustedes al acusado, culpable o inocente?
—Inocente —respondió Rael Mándela.
—¿Y ése es el veredicto de todos?
—Sí.
El juez absolvió al señor Stalin. Se oyeron vítores y aplausos. Louie Gallacelli fue sacado en andas del Tribunal de Polvodepastel y paseado por el pueblo para que cada cabra, cada gallina y cada llama vieran qué estupendo abogado había producido Camino Desolación. Genevieve Tenebrae cogió a su hija y se fue a ver a Ed Gallacelli para pedirle el fantasma de su marido.
—¿El conjunto de engramas cronodependientes de la persona almacenados holográficamente en la matriz espacial de tensiones locales? —inquirió el ingeniero Ed—. Claro.
Genevieve Tenebrae se llevó a casa la devanadora de tiempo y la pequeña burbuja azul que contenía a su difunto marido, las colocó sobre un estante y se pasó doce años regañando al fantasma por su infidelidad.
El juez Dunne se retiró a su vagón vestidor y le ordenó a su sirviente personal, una niña xanthiana de ocho años y ojos endrinos, que le aplicara una loción calmante en las almorranas.
El señor Stalin se reunió felizmente con su mujer y el llorica de su hijo adolescente, cuya nariz había producido durante el juicio un torrente de una sustancia brillante y pegajosa. Esa noche, mientras lo celebraban con pavo asado y vino de vainas de guisantes, el talante optimista de los Stalin se vino abajo cuando cuatro hombres armados, vestidos con cuero negro y dorado, derribaron la puerta con las culatas de sus rifles.
—¿Joseph Mencke Stalin? —preguntó el jefe del grupo. Esposa e hijo señalaron simultáneamente al marido y padre. El hombre que había hablado le enseñó una hoja de papel.
—Ésta es la factura por los servicios prestados por el Departamento de Servicios Legales de la Compañía Belén Ares, que incluyen el alquiler de la sala del tribunal, los honorarios legales, la contratación de personal administrativo por dos días, sus salarios, el uso de energía y luz, papeles, honorarios por utilización de archivos de referencia, honorarios del fiscal, honorarios del magistrado, honorarios del juez, comestibles que incluyen varias comidas, ungüento para almorranas y clarete, sueldo de la criada del juez, gastos de llegada y partida de la locomotora, seguro de esta última, alquiler de esta última, honorarios de interrogación, honorarios de absolución, impuesto del jurado y compra de un nuevo martillo judicial. Total: tres mil quinientos cuarenta y ocho dólares nuevos con veintiocho centavos.
Los Stalin se quedaron boquiabiertos como patos en una tormenta.
—Pero ya he pagado. Le he pagado a Louie Gallacelli sus veinticinco dólares —balbuceó el señor Stalin.
—Normalmente, los gastos judiciales los paga el culpable —le informó el ujier—. Sin embargo, en caso de fuga del culpable, según el apartado 37, párrafo 16 de la Ley de Aplazamiento de Gastos Judiciales (Tribunales Regionales y Subcontratados), pasan al acusado, en su calidad de cuasi culpable. No obstante, dado que la Compañía es generosa con la gente de pocos recursos, aceptará el pago en metálico o en especie, y le expedirá, si lo solicita, un mandato judicial para la devolución del importe en contra del señor Mikal Margolis, el verdadero culpable.
—Pero no tenemos dinero —suplicó la señora Stalin.
—En metálico o en especie —le recordó el ujier, y entretanto, sus ojos de alguacil iban dividiendo en cuatro la habitación. Su mirada se posó en Johnny Stalin, que sostenía, entre el plato y la boca abierta, un tenedor cargado de pavo helado—. Con él ya basta.
Los tres secuestradores armados marcharon hacia el comedor y levantaron de su silla a Johnny Stalin, que seguía empuñando el tenedor. El ujier garabateó algo en su tabla con sujetapapeles.
—Fírmeme aquí y aquí —le ordenó al señor Stalin—. Muy bien. Aquí tiene… —añadió rasgando un impreso rosa por la línea perforada—, un certificado por la contratación de su hijo en régimen de aprendizaje, a cambio de los gastos judiciales debidos al Tribunal de Polvodepastel, y por un período no inferior a veinte años y no superior a sesenta. Y aquí tiene… —puso una hoja de papel azul en la mano del señor Stalin y prosiguió—: Su recibo.
Chillando y llorando como un cerdo atascado, Johnny Stalin, de 8 años 3/4, fue sacado de su casa, conducido por el callejón y subido al tren. Con un rugido potente que rompía los tímpanos, la locomotora encendió sus motores de fusión y se alejó de Camino Desolación. No volvieron a ver al Tribunal de Polvodepastel.
Morton Quinsana regresó al consultorio vacío. Con sus instrumentos odontológicos, sus libros de odontología, sus batas y su sillón de dentista hizo una pila en medio del consultorio y les prendió fuego. Cuando todo quedó reducido a cenizas, sacó un trozo de cuerda de cáñamo de un armario, hizo un nudo bien fuerte y, en nombre del amor, se colgó de una viga del techo. Sus pies se columpiaron por la pila de cenizas y metal fundido y dejaron dibujadas unas huellas grises en el suelo.