Había que celebrar un juicio. Era algo con lo que todos contaban. Sería el acontecimiento del año. Tal vez el acontecimiento de todos los tiempos. Haría de Camino Desolación un lugar de verdad, porque ningún lugar era un lugar de verdad hasta que alguien moría en él y colocaba un enorme alfiler negro en los mapas monocromáticos de la muerte. Era tal su importancia que Dominic Frontera habló con sus superiores por su retransmisor de microondas y contrató los servicios del Tribunal de Polvodepastel.
Dos días más tarde, un tren negro y dorado apareció en el horizonte y Rajandra Das, jefe de estación provisional, lo condujo mediante señas hasta una vía muerta. En un periquete, el tren desembuchó un grupo bullicioso de abogados, jueces, magistrados y ujieres con peluca que mandaron comparecer a todos los mayores de diez años para formar jurado.
La sala del Tribunal de Polvodepastel se construyó en el interior de uno de los vagones. Teniendo en cuenta cómo suelen ser las salas de un tribunal, ésta quedó más bien alargada y estrecha. El juez presidía en un extremo, con sus libros, sus consejeros y su petaca de brandy; en el extremo opuesto, estaba el acusado. El público y el jurado se sentaron cara a cara en el centro del vagón, lo cual les provocaba a todos casos agudos de tortícolis durante los turnos de repreguntas. Su señoría el juez Dunne ocupó el estrado y el tribunal inició la audiencia.
—Este Tribunal Itinerante, legalmente constituido bajo la jurisdicción del Juez del Cuarto de Esfera Noroccidental (según lo estipulado por la Compañía Belén Ares) para entender en casos y reclamaciones que no recaen dentro de la competencia de los Tribunales Oficiales de Primera Instancia y sus correspondientes servicios legales, inicia la audiencia.
El juez Dunne padecía terriblemente a causa de las hemorroides. En ocasiones pasadas, su dolencia había influido negativamente en el resultado de los juicios.
—¿Quién representa al Estado y la Compañía?
—Los señores Fizgue, Furtif y Metomentot.
Tres abogados con cara de comadreja se pusieron en pie e hicieron una reverencia.
—¿Y al acusado?
—Yo, señoría, Louie Gallacelli.
Se puso en pie e hizo una reverencia.
A Persis Jirones le pareció muy elegante y seguro con su traje de abogado. Louie Gallacelli temblaba, sudaba y sufría de un exceso de presión en la entrepierna del pantalón. Era la primera vez que vestía su traje perfumado de naftalina y que practicaba su profesión.
—¿Y cuáles son los cargos?
El magistrado se puso en pie e hizo una reverencia.
—La noche del treinta y uno de juliagosto, el señor Gastón Tenebrae, ciudadano del Asentamiento Oficialmente Registrado de Camino Desolación, fue asesinado a sangre fría y con premeditación y alevosía por el señor Joseph Stalin, ciudadano de Camino Desolación.
Rara vez en la historia de la jurisprudencia había existido un sospechoso tan claramente culpable como el señor Stalin. Era tan evidente que había eliminado a Gastón Tenebrae, su odiado rival, que la mayoría de los ciudadanos consideraban que el juicio era una pérdida de tiempo y dinero, y gustosamente lo habrían linchado colgándolo de una bomba cólica.
—Habrá juicio —había dicho Dominic Frontera—. Todo ha de ser legal y correcto. —Y luego había añadido—: Primero el juicio, y después, la horca.
A pesar de sus protestas de inocencia, las pruebas en contra del señor Stalin se fueron acumulando. Tuvo un móvil, la oportunidad y ninguna coartada para aquella noche. Era culpable sin sombra de dudas.
—¿Cómo se declara el acusado? —inquirió el juez Dunne.
Los primeros alfilerazos de las hemorroides se hicieron sentir en su recto. Aquél iba a ser un juicio difícil.
Louie Gallacelli se puso en pie, adoptó la adecuada postura legal y declaró en voz bien alta:
—Inocente.
El orden volvió a imperar al cabo de cinco minutos de martillazos.
—Si vuelven a producirse más disturbios mandaré desalojar la sala —advirtió el juez Dunne severamente—. Además, no estoy del todo convencido de la imparcialidad del jurado, pero a la vista de que no disponemos de ningún otro, proseguiremos con éste.
Que comparezca el primer testigo.
Rajandra Das había sido contratado para que se desempeñara como ujier mientras durara el juicio.
—¡Que pase a declarar Genevieve Tenebrae! —gritó.
Genevieve Tenebrae ocupó el estrado de los testigos y prestó declaración. A medida que los testigos iban declarando, resultó manifiestamente evidente que el señor Stalin era culpable sin sombra de dudas. El ministerio fiscal destrozó su coartada (que había estado jugando al dominó con el señor Jericó) y sacó a relucir la antigua enemistad entre los Stalin y los Tenebrae. Hicieron hincapié en el tema de la única bomba cólica para ambos huertos con el regocijo de los buitres abalanzándose sobre una llama muerta. «¡El primer móvil!», corearon, con los índices levantados en aire triunfal. En rápida sucesión lanzaron a los regazos del jurado la rumoreada desavenencia que se produjo en el tren que los condujo a Camino Desolación, la envidia por los niños (en este punto, Genevieve Tenebrae abandonó la sala) y mil y un pequeños odios y resquemores. Los señores Fizgue, Furtif y Metomentot se mostraron triunfantes. La defensa estaba desmoralizada.
Todo apuntaba a la condena del señor Stalin por el asesinato de su vecino Gastón Tenebrae.
Desesperado, al comprobar que los señores Fizgue, Furtif y Metomentot eran mucho contrincante para él, Louie Gallacelli solicitó un aplazamiento. Y se sorprendió cuando el juez Dunne se lo concedió. Dos motivos impulsaron a su señoría a tomar esa decisión. El primero era que el Tribunal de Polvodepastel funcionaba con honorarios diarios; el segundo, que sus almorranas habían alcanzado un punto tal de suplicio que habría sido incapaz de aguantar otra hora más en el estrado del juez. El tribunal levantó la sesión, todos se pusieron en pie y el juez Dunne se retiró a cenar chuletas y clarete seguidos de una cita íntima con un frasco de Ungüento de Caléndulas para Almorranas de la Madre Lee.
En el BAR/HOTEL, Louie Gallacelli se retiró en un rincón tranquilo a repasar las actas del día mientras bebía una botella de brandy de Belladonna que le habían obsequiado.
—Madre Santa, qué mal estuve.
Vio al señor Jericó entrar y pedir una cerveza. El señor Jericó no le caía bien. A ninguno de los hermanos Gallacelli les caía bien el señor Jericó. Los hacía sentir bastos y torpes, más animales que hombres. Pero no fue el disgusto lo que impulsó a Louie Gallacelli a pedirle en voz alta al señor Jericó que se acercara, sino el hecho de que éste se hubiera negado a prestar testimonio y corroborar la coartada de su cliente.
—¿Por qué diablos, digo yo, por qué diablos no apoyaste la coartada de Joey? ¿Por qué diablos no compareciste como testigo y declaraste «A la hora tal de la noche tal estábamos jugando al dominó» y acabaste así con el caso?
El señor Jericó se encogió de hombros.
—¿Estuvisteis jugando al dominó o no estuvisteis jugando al dominó la noche del asesinato?
—Por supuesto que sí —contestó el señor Jericó.
—¡Pues entonces dilo en el juicio, maldita sea! ¡Voy a citarte formalmente como testigo clave de la defensa y tendrás que decir que la noche del asesinato estabais jugando al dominó!
—No compareceré como testigo, aunque me cites formalmente.
—¿Por qué rayos no vas a hacerlo? ¿Tienes miedo de que alguien te reconozca? ¿El juez tal vez? ¿Tienes miedo del turno de repreguntas?
—Justamente.
Antes de que Louie Gallacelli pudiera formular ninguna de las difíciles preguntas que formulan los abogados, el señor Jericó le dijo en tono confidencial:
—Puedo conseguirte todas las pruebas que quieras sin tener que declarar como testigo.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Acompáñame, por favor.
El señor Jericó condujo al abogado hasta la vieja casa del doctor Alimantando, vacía y polvorienta desde que, dos años antes, el doctor Alimantando había desaparecido mágicamente en el tiempo para ir en busca de la mítica persona verde. En el taller del doctor Alimantando, el señor Jericó le quitó el polvo a un artefacto que parecía una máquina de coser envuelta en una telaraña.
—Nadie sabe que existe, pero ésta es la devanadora de tiempo Alimantando Punto Dos.
—Vamos. ¿Quieres decir que todo eso del hombrecito verde que viaja por el tiempo es cierto?
—Deberías haber hablado más con tu hermano. Él nos ayudó a construirla. El doctor Alimantando nos dejó instrucciones para que construyésemos esta unidad Punto Dos por si en el tiempo llegaba a producirse algún fallo; en ese caso, podía colocarse en estado de estasis durante un par de millones de años y venir aquí a recoger la unidad de recambio.
—Fascinante —dijo Louie Gallacelli sin estar en absoluto fascinado—. ¿Y qué tiene esto que ver con mi testigo perito?
—La usaremos para rebobinar el tiempo hacia atrás, así podremos echarle un vistazo a la noche del asesinato y comprobar quién cometió realmente el crimen.
—¿Quieres decir que no lo sabes?
—Por supuesto que no. ¿Qué te hizo pensar que lo sabía?
—No me lo puedo creer.
—Observa y espera.
Mandaron a buscar a Rajandra Das y a Ed Gallacelli, que estaban cenando, y los condujeron al lugar, junto a las vías del ferrocarril, donde Rajandra Das había encontrado el cadáver. Era una noche fría, como la del asesinato. Las estrellas brillaban como puntas de lanzas de acero. Los láser fluctuaban a rachas por la bóveda del cielo. Louie Gallacelli agitaba los brazos para entrar en calor e intentaba leer el heliógrafo de los cielos. Su aliento formaba grandes nubes humeantes.
—¿Estáis ya listos, muchachos?
El señor Jericó realizó los últimos ajustes de las lecturas del campo generador.
—Listos. Adelante.
Ed Gallacelli accionó el interruptor remoto y encerró a Camino Desolación en el interior de una burbuja azul translúcida.
—¡Hijo de la gracia! —exclamó el hermano Louie. Ed Gallacelli lo miró. La expresión le pertenecía a él.
—Eso no es lo que debía ocurrir —explicó Rajandra Das innecesariamente—. Haz algo antes de que lo noten.
—Eso intento, eso intento —dijo Ed Gallacelli moviendo los ajustes con torpeza como si tuviera los dedos helados.
—Creo que hemos pasado por alto el Problema de Inversión Temporal —especuló el señor Jericó.
—Ah, ¿y eso qué es? —inquirió el abogado Louie.
—Un campo electromagnetogravitatorio de gradiente entrópico variable —respondió Ed Gallacelli.
—Eso no, me refiero a aquello.
Una especie de tormenta de truenos en miniatura bombardeaba la curva superior de la burbuja con profusión de relámpagos azules, si bien totalmente ineficaces.
Los tres ingenieros apartaron la vista de la máquina del tiempo y miraron hacia arriba.
—¡Hijo de la gracia! —exclamó Ed Gallacelli.
—Creo que es un fantasma —dijo Rajandra Das.
La tormenta de ectoplasma entrópico se anudó para formar un estudio de Gastón Tenebrae de tamaño natural y tonalidades azul translúcidas. Tenía la cabeza inclinada en un ángulo improbable y parecía llevar dentro una ira contenida. Tal vez podía deberse a que iba completamente desnudo. Estaba claro que las prendas de vestir no lograban llegar al más allá, ni siquiera los decorosos velos blancos con los que la imaginación pública acostumbraba cubrir la modestia de sus espectros.
—Parece muy enfadado —observó Rajandra Das.
—Tú también lo estarías si te hubieran asesinado —dijo Louie.
—Los fantasmas no existen —sentenció el señor Jericó con firmeza.
—¿Ah, no? —inquirieron simultáneamente tres voces.
—Se trata de un conjunto de engramas cronodependientes de la persona almacenados holográficamente en la matriz espacial de tensiones locales.
—Y un cuerno —dijo Rajandra Das—. Es un fantasma.
—¿Creéis que la burbuja lo contendrá? —preguntó Louie.
—Eso parece —repuso el señor Jericó.
—Está bien. Ya tenemos nuestro testigo perito. Dale a los mandos y comprobemos si logras hacerlo entrar. No veo la hora de presentar mañana al fantasma de la víctima del asesinato para que preste declaración por sí mismo.
Tres manos se dirigieron a los controles del generador de campos. El señor Jericó apartó de un manotazo los dedos menos hábiles y tocó los nonios de control. La burbuja azul se redujo a la mitad de su volumen dividiendo en dos una bomba cólica y recortando un tercio de la granja solar comunitaria.
—Hazlo otra vez —ordenó Louie Gallacelli y mentalmente fue pensando en un interrogatorio posible.
Pasaría a los anales de la jurisprudencia. Sería el primer abogado en repreguntar a un fantasma. La burbuja volvió a encogerse. A menos de cien metros de distancia, el fantasma brillaba ante sus captores y acribillaba el domo carcelario con relámpagos.
—Espero que no decida usarlos contra nosotros —dijo Rajandra Das. El fantasma se había puesto a girar a toda velocidad en la cúspide del domo, agitándose con una furia inefable.
—Hazlo entrar —pidió Louie Gallacelli, e inconscientemente adoptó su postura de tribunal.
En su mente, el caso había terminado con todo éxito. El nombre de Gallacelli era pronunciado en todos los lugares donde se luchara contra la injusticia y a favor de los derechos del hombre.
El campo electromagnetogravitatorio de la entropía variable se encontraba a apenas un metro de distancia. El fantasma, encogido y retorcido en un doloroso nudo de ectoplasma, pronunciaba juramentos que el señor Jericó, hábil lector de labios, encontró realmente asombrosos y completamente inadecuados para alguien que, supuestamente, se encontraba en la cercana presencia del Panarcos. Louie Gallacelli intentó formular unas cuantas preguntas preliminares, pero era tanta la indigna ingratitud del fantasma que mandó a Rajandra Das que redujera el campo a unos dolorosísimos quince centímetros y que lo dejara así durante toda la noche hasta que el fantasma aprendiera lo que significaba respetar los debidos procedimientos legales. La devanadora de tiempo Punto Dos y su correspondiente fantasma fueron transportados al BAR/HOTEL, donde esperarían a que llegase la mañana. Umberto Gallacelli se divirtió unas horas escupiendo al campo de fuerza y enseñándole al fantasma algunas de las fotos que componían su colección de retratos de mujeres a punto de copular, copulando o pensando en copular consigo mismas, con otras mujeres, con una variedad de animales de granja o con hombres generosamente dotados.