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Una mañana de domingo de principios de la primavera del año 127, a las diez en punto, Persis Jirones se casó con Ed Gallacelli, Louie Gallacelli y Umberto Gallacelli. Por el poder que le fuera conferido en su calidad de director del pueblo, Dominic Frontera los declaró unidos en matrimonio en régimen de poliandria y se fue a despedirlos al tren que los llevaría a Meridiana, en viaje de novios a los volcanes. Para él, la boda había sido una experiencia conmovedora. En cuanto el tren se hubo marchado, se fue a ver a Meredith Monteazul para pedirle la mano de la desabrida de Ruthie. Meredith Monteazul se mostró reticente. Dominic Frontera le confesó su amor místico nacido en otra dimensión, la obsesiva visión de la belleza que lo atormentaba día y noche, y rompió a llorar.

—Ah, pobre hombre, ¿qué puedo hacer para que seas otra vez feliz? —inquirió la inocente Ruthie cuando entró en la habitación después de haber oído el llanto.

Cuando Dominic Frontera se lo dijo, la muchacha repuso:

—Si eso es todo, pues claro que sí.

La segunda pareja felizmente casada en dos días pasó la luna de miel entre las mil aldeas exquisitas y únicas de Montechina.

En la puerta del BAR/HOTEL colgaron un cartel. Decía así: Cerrado por una semana.

Volvemos a abrir el domingo 23 a las 20 horas. Propietarios: P. Jirones, E., L. & U.

Gallacelli. Mikal Margolis había escrito el cartel. Mientras borraba su nombre y escribía encima el de sus afortunados rivales en el amor, no sintió celos, ni odio, sólo la paralizante sensación de que el destino se cernía sobre él. Cerró la puerta y echó la llave en un pozo. Después se fue a llamar a la puerta de Marya Quinsana.

Marya Quinsana captó de inmediato la situación.

—Morton, contrataré a Mikal como ayudante en la consulta. ¿De acuerdo?

Morton Quinsana no hizo comentario alguno, asumió un aire petulante y salió como una tromba dando portazos.

—¿A qué viene todo eso? —le preguntó Mikal Margolis.

—Morton está muy unido a mí —le explicó Marya Quinsana—. En fin, tendrá que acostumbrarse a que las cosas han cambiado un poco ahora que estás aquí.

Una semana más tarde, Persis Jirones volvió a Camino Desolación con su antiguo y orgulloso nombre, sus tres maridos y una mesa de billar profesional confeccionada por MacMurdo & Chung de Camino Landhries. Todos colaboraron para transportarla desde la estación hasta el BAR/HOTEL. Se ofrecieron refrescos gratis y los niños, que habían brincado de un lado a otro, tirando de las cuerdas y llevando tacos, gritaron hurra ante la posibilidad de beber incontables jarras de limonada clara. Cuando Persis Jirones de Gallacelli vio los candados y el cartel, fue a buscar a Mikal Margolis.

—No tienes por qué irte.

Mikal Margolis estaba esterilizando un par de castradoras de cerdos. Le resultaba imposible guardarle rencor, aunque el raciocinio exigiera que lo hiciera. Era el destino, y guardarle rencor al destino resultaba tan vano como guardarle rencor al tiempo.

—Creí que era mejor que me marchara. —La voz de Mikal Margolis estaba preñada de amor—. No habría funcionado, no habríamos podido volver a los viejos tiempos, ignorar que pertenecías a otro, que llevabas el hijo de otro. No volverá a funcionar. Quédate con mi parte del hotel como regalo de bodas, espero que te traiga dicha. De corazón. Pero dime una cosa… ¿por qué tuviste que hacerlo?

—¿Hacer qué?

—Quedarte embarazada de… de los hermanos Gallacelli, ¡nada menos! ¿Qué hacías el día que llegaron las lluvias? Es algo que no logro entender, ¿por qué con ellos? ¿Has visto el lugar donde viven? Si parece una pocilga… Lo siento.

—No te preocupes. Verás, aquel día me volví un poco loca, todos enloquecimos…

Se recordó entonces tendida de espaldas en un lecho de amapolas el día que llegaron las lluvias; miraba el cielo mientras, entre los dedos, le daba vueltas a una amapola roja y tarareaba una tonta melodía mientras a millones de años luz de distancia, en su interior algo hacía chun-chun, chun-chun. Con mucho gusto se había arrancado la ropa cuando la lluvia comenzó a caer y se había restregado el pelo con el maravilloso barro rojo; la sensación había sido agradabilísima, se había sentido libre, como al volar, había tenido la impresión de que iba a precipitarse eternamente como una gota de lluvia gorda y preñada para derramar sus fluidos femeninos sobre la tierra reseca. Había extendido los brazos como alas iiiaahh y había dado vueltas y más vueltas por los campos de flores, mientras las hélices de sus redondos motores con pezones remontaban margaritas caléndulas amapolas haciéndolas describir arcos gemelos en el aire. Hija de la gracia, había enloquecido, pero a todos les había pasado igual, y si aquel pueblo demente que contenía siempre las mismas caras no era una excusa para enloquecer una y otra vez, ¿qué lo era? Tal vez había ido demasiado lejos: los hermanos Gallacelli nunca habían necesitado que los animaran demasiado, ¡pero cómo había volado cuando EdUmbertoLouie se habían montado encima de ella!

—No sabía lo que hacía; caray, creí que estaba volando.

La excusa llegó a convencerla incluso a ella misma. Cuando se separaron, Mikal Margolis notó que la culpa se levantaba como la niebla. Debía alejarse; debía alejarse pronto de aquellas mujeres que lo empujaban al límite de Roche del corazón.

En el nuevo salón de billares del BAR/HOTEL el señor Jericó metía las bolas con la facilidad consumada de quien tiene a todos sus Antepasados Exaltados para calcularle los ángulos. Limaal Mándela, de siete años y tres cuartos, lo contemplaba. Cuando la mesa quedó libre, cogió un taco y mientras la atención general se centraba en la cerveza y las judías estofadas, se apuntó ciento siete tantos. Ed Gallacelli, que estaba detrás de la barra, oyó el ruido de las bolas al caer en las troneras y prestó atención. Vio a Limaal Mándela apuntarse ciento siete tantos y luego, otros ciento quince.

—¡Hijo de la gracia! —exclamó en voz baja. Se acercó al niño, que en ese momento estaba concentrado preparando el triángulo de rojas para otra práctica—. ¿Cómo lo haces?

Limaal Mándela se encogió de hombros.

—Pues les doy donde me parece bien.

—¿Quieres decir que hasta ahora nunca habías tocado un taco de billar?

—¿Cómo iba a hacerlo?

—¡Hijo de la gracia!

—Nada más me fijé en el señor Jericó e hice lo mismo que él. Es un bonito juego, controlas todo lo que pasa. Todo son ángulos y velocidad. Creo que esta vez trataré de hacer una gran tacada.

—¿Cómo de grande?

—Creo que le he cogido el tranquillo. La máxima.

—¡Hijo de la gracia!

Y Limaal Mándela logró la máxima tacada de ciento cuarenta y siete y Ed Gallacelli se quedó absolutamente anonadado. Su mente se llenó de ideas sobre apuestas, desafíos y premios.

Y fueron pasando los meses de embarazo de Persis Jirones. Fue engordando, volviéndose enorme y poco aerodinámica, cosa que la deprimía más de lo que nadie pudiera llegar a sospechar. Llegó a ponerse tan inmensa y redonda que sus maridos la llevaron a la consulta veterinaria de Marya Quinsana para tener una segunda opinión.

Marya Quinsana se pasó casi una hora escuchando por medio de un aparato utilizado para controlar llamas preñadas y finalmente, diagnosticó que Persis llevaba gemelos. El pueblo vitoreó, Persis Jirones andaba como un pato por el BAR/HOTEL, sumida en una grávida infelicidad, las lluvias caían y las cosechas crecían. Bajo la dirección de Ed Gallacelli, Limaal Mándela se convirtió en un adolescente tiburón, que desplumaba a crédulos científicos expertos en suelos, geofísicos y patólogos de plantas sacándoles los dólares ahorrados para cerveza. Y Mikal Margolis se sintió cada vez más tontamente unido a la masa maternal de Marya Quinsana y, por las leyes de la dinámica emocional, lanzó a Morton Quinsana a la oscuridad.

Una gélida noche de otoño, Rajandra Das recorrió Camino Desolación llamando de puerta en puerta.

—¡Ya vienen, ha llegado la hora! —anunciaba, y salía corriendo para advertir a las demás familias—. ¡Ya vienen, ha llegado la hora!

—¿Quién viene? —preguntó el señor Jericó deteniendo sigilosamente el veloz Mercury con una ingeniosa llave de brazos.

—¡Los gemelos! ¡Los gemelos de Persis Jirones!

Al cabo de cinco minutos, el pueblo entero, con la excepción de Babooshka y el abuelo Harán, se reunió en el BAR/HOTEL a beber gratis, mientras en el dormitorio principal, Marya Quinsana y Eva Mándela tropezaban la una con la otra y Persis Jirones empujaba y soplaba, empujaba y soplaba hasta parir a dos hermosos hijos. Como era de esperar, salieron tan idénticos como sus padres.

—¡Sevriano y Batiste! —proclamaron los hermanos Gallacelli (padres).

Todos lo celebraron, y mientras los hermanos Gallacelli (padres) estaban con la madre y con los hermanos Gallacelli (hijos), Rajandra Das hizo la pregunta que todos deseaban hacer pero que nadie se había atrevido a formular.

—Muy bien, ¿cuál de ellos es el padre?

La Gran Pregunta zumbó por Camino Desolación como un enjambre de molestos insectos. ¿Ed, Umberto o Louie? Persis Jirones no lo sabía. Los hermanos Gallacelli (padres) no quisieron decirlo. Los hermanos Gallacelli (hijos) no podían decirlo. La pregunta de Rajandra Das reinó absoluta durante veinticuatro horas, hasta que fue reemplazada por una pregunta mejor. Y esa pregunta era: ¿Quién mató a Gastón Tenebrae y lo dejó junto a las vías del ferrocarril con la cabeza aplastada como un huevo?