22

El suelo brillaba cubierto de escarcha bajo el cielo gris acerado cuando Rael Mándela fue a la cueva del refugiado a llevarle un tazón de gachas y dos plátanos. Rael Mándela disfrutaba de la paz reinante en las horas que precedían el momento en que todos se despertaban con un bostezo y un pedo. Normalmente, sólo los pájaros se levantaban antes que él; por lo tanto, se sorprendió mucho al encontrar a La Mano despierto, alerta y concentrado en algún asunto privado e inescrutable. Su traje-película se había vuelto negro como la noche y sobre él se amontonaban unas líneas, como ejes de una rueda, y dígitos y gráficos cambiantes y oraciones coloreadas que recoman la increíble tela. La cueva se llenó de una luz temblorosa.

—¿Qué ocurre? —inquirió Rael Mándela.

—Chist. Son las representaciones gráficas de los regímenes climáticos y ecológicos del Desembarco en Solsticio habidos durante los setecientos años desde que comenzó la formación de la Tierra. Hemos conectado con las Anagnostas que están a bordo de la Estación del Papa Pío para ver si logramos localizar el análisis del régimen seguido por el microclima local, y no sólo lo estamos recibiendo a toda velocidad sino que además, he de leerlo del revés en el reflejo de esta jarra de agua, de modo que le agradeceremos que se esté callado mientras nos concentramos.

—Es imposible —dijo Rael Mándela.

Los colores volaban y las palabras se arremolinaban. La vertiginosa exhibición se apagó de repente.

—Ya lo tengo. El problema es que ellos también nos han captado a nosotros. Nos habrán encontrado a través del enlace del ordenador, de modo que desayunaremos, le daremos las gracias y nos iremos.

—De acuerdo, pero ¿por qué no ha llovido?

La Mano empezó a comerse las gachas y, entre cucharada y cucharada, repuso:

—Por muchos motivos. Anomalías temporales, gradientes barométricos, agentes de precipitación, desvío de la corriente a chorro, zonas microclimáticas de probabilidad, campos catastróficos, pero sobre todo por una cuestión principal: os habéis olvidado del nombre de la lluvia.

En ese momento, los niños, que habían seguido a Rael Mándela hasta la cueva sin que éste se percatara, gritaron:

—¿Que nos hemos olvidado del nombre de la lluvia?

—¿Qué es la lluvia? —preguntó Arnie Tenebrae.

Cuando La Mano se lo hubo explicado, la niña comentó muy resuelta:

—Tonto, ¿cómo puede caer agua del cielo? El sol está en el cielo, y el agua no puede venir de ahí, el agua sale del suelo.

—¿Se da cuenta? —inquirió La Mano—. Nunca han aprendido el nombre de la lluvia, su verdadero nombre, el del corazón, el que tienen todas las cosas y al que responden cuando se las llama. Pero si habéis olvidado el nombre que se le da con el corazón, la lluvia ni siquiera os oirá.

Rael Mándela se estremeció sin motivo aparente.

—Eeh… dinos el nombre de la lluvia —pidió Arnie Tenebrae.

—Anda, muéstranos cómo puede salir agua del cielo —dijo Limaal Mándela.

—Sí, haz que llueva, así podremos llamarla por su nombre —ordenó Taasmin.

—Sí, venga —añadió Johnny Stalin. La Mano dejó el cuenco y la cuchara.

—Está bien. Nos habéis ayudado una vez, de modo que ahora nos toca a nosotros.

Oiga, ¿hay alguna forma de salir al desierto?

—Los Gallacelli tienen un coche para las dunas.

—¿Podría pedírselo prestado? Hemos de alejarnos bastante; vamos a jugar con unas fuerzas de escala realmente cósmica. Que nosotros sepamos, nunca se ha intentado la siembra sónica de nubes, pero la teoría es sólida. Haremos que llueva en Camino Desolación.

El coche para las dunas de los hermanos Gallacelli era un extraño vehículo mestizo.

Montado por Ed en sus ratos de ocio, tenía aspecto de triciclo todo terreno, seis asientos cubiertos por un enorme toldo de tienda. Rael Mándela no lo había conducido nunca. Los niños rieron y vitorearon cuando avanzó a saltos por el sendero escarpado y bajó los acantilados en dirección a los campos de dunas. Mientras iba zigzagueando con el pesado vehículo por los canales, entre las rojas montañas de arena, fue adquiriendo confianza. La Mano entretenía a los niños con la historia de su travesía del desierto y les iba señalando hitos y hechos salientes. Avanzaron y avanzaron bajo la gran nube gris, alejándose de los signos de habitación del hombre y adentrándose en un paisaje donde el tiempo era tan fluido como la arena llevada por el viento, donde las campanas de ciudades sepultadas tañían debajo de la cambiante superficie del desierto.

Todos los relojes se habían parado a las doce menos doce minutos.

La Mano le hizo una señal a Rael Mándela para que parara, se puso en pie y husmeó el aire. Unas interferencias televisivas recorrían su traje-película.

—Aquí. Éste es el sitio. ¿Lo sentís?

Saltó del coche y subió a la cima de una gran duna roja. Rael Mándela y los niños lo siguieron resbalando y tropezando en la arena cambiante.

—Allí —dijo La Mano—. ¿Lo veis? —Medio sepultada en el hueco de la duna se alzaba una escultura arácnida de metal herrumbrado, carcomida por el tiempo y la arena—. Vamos.

Juntos bajaron por la cuesta de la duna envueltos en cascadas de arena. Los niños corrieron hasta la escultura metálica para tocar su superficie extraña.

—Parece viva —dijo Taasmin Mándela.

—Parece vieja, fría y muerta —dijo Limaal.

—Parece como si no fuera de aquí —dijo Arnie Tenebrae.

—A mí no me parece nada —concluyó Johnny Stalin.

Rael Mándela encontró unas inscripciones en una extraña lengua. Sin duda, el señor Jericó habría sido capaz de traducirlas. Rael Mándela no tenía el don de las lenguas.

Entre las dunas, presintió un silencio raro y pesado, como si una fuerza enorme estuviese absorbiendo la vida del aire y de las palabras que flotaban en él.

—Éste es el corazón del desierto —dijo La Mano—. En este lugar, su energía es más poderosa, desde aquí fluye y aquí regresa. Todas las cosas se sienten atraídas hacia aquí; nos atrajo a nosotros al pasar, y sin duda, lo mismo le ocurrió al doctor Alimantando cuando cruzaba el Gran Desierto, del mismo modo que, hace cientos de años, se sintió atraída esta cosa. Aterrizó aquí hace unos ochocientos años; fue el primer intento del hombre por establecer si este mundo era adecuado para la vida. Su nombre, que ve escrito allí, señor Mándela, significa Navegante del Norte, pero si se lo traduce literalmente, quiere decir «el que habita bahías y fiordos». Lleva aquí, en el corazón del desierto, mucho, mucho tiempo. Aquí, en el corazón, la arena es fuerte.

En el cielo, las nubes se habían vuelto densas y cargadas. El tiempo se había encallado donde la aguja apuntaba a las doce menos doce. No se pronunció palabra alguna; no hizo falta, y las que habían hecho falta, el desierto se las había llevado. La Mano se descolgó la guitarra roja y arrancó un tono armónico. Escuchó atentamente.

Entonces comenzó la música de la lluvia.

Arenasusurravientosmurrasoplasobrelacaradelarojaduna, subeybaja subeybaja, la marcha granular del desierto se manifestaba con una subidaremolino, empujediabólicomoldearocas todas las cosas vienen de la arena y a la arena regresan, cantó la guitarra roja, escucha la voz de la arena, escucha el viento, la voz del león, el viento que sopla desde las estribaciones del mundo, llevandonubes corrientenchorro subiendobajando, capas de aire barométricas de frentes cerrados depresionesenespiral: elemento de zonas y fronteras y sin embargo sinfronteras, mueve los límites de los reinos mutables del aire abriendo con su aullido el sendero vueltasyvueltas y vueltas por el globoredondo; cantó la guitarra la canción del aire y la arena, canta ahora la canción de la luz y el calor: de haces y planos y la precisión geométrica de sus intersecciones, dominio de perpendicularesperpetuas, haces de luz, campos de calor, sólido sofoco de alfombras desérticas y hornosdepan, ceja plateada del sol fruncida burlonamente ante el oscuro perímetro de las nubes veladas: ésta es la canción del calor, pero todavía quedan canciones por cantar, cantó la guitarra, antes de que la lluvia caigacaiga y la canción de las nubes es una de ellas, canción de exhalaciones como plumóndeavefinocopodealgodónfino de trenesdevapor y sartenes y cuartosdebaño en mañanas invernales azotados por el viento e impulsadoscomonaves de blancas armadas por el cielo azulazulazul; escucha también la voz del agua atraída hacia el aire, ¡ríocorrechipichopfluyendoenchorritos multiplicándote en torrentesarroyosafluentes hasta elmar elmar!, donde haces de luz y calor se mueven sobre ella como los dedos de Dios y el viento la hace subirsubir al reino de las fronteras barométricas donde el mar adquiere forma de EstratoMayor y CirroMenor y Cúmuloaumentado: había canciones para cada una de estas cosas, y una música que era el nombre que la gente les daba en sus corazones, ocultos como las armonías en las cuerdas de una guitarra. Estas canciones eran los verdaderos nombres de las cosas, expresadas por el alma, fácilmente sepultadas cada día bajo el ajetreo de cada hombre.

La música bramó al cielo como una cosa elemental. Se lanzó con un rugido y un aullido contra las paredes de las nubes: salvaje e ilimitada fue creciendo más y más hasta superar los límites de la razón humana para llegar al lugar imposible de comprender, donde se encuentran los verdaderos nombres. La guitarra gritó para liberarse. Las nubes se irritaron al sentirse tan constreñidas. El tiempo se estiró en las doce menos doce pero la canción no dejaba que ninguno de ellos se fuera. Unas imágenes de locura se reflejaban por la tela-película blanca del traje de La Mano. Los niños se cubrieron con los faldones del abrigo desértico de Rael Mándela.

El mundo ya no podía recibir más verdades.

Y entonces cayó una gota de lluvia. Resbaló por el naneo del abandonado explorador espacial y dejó un manchón oscuro en la arena. Otra la siguió. Y después otra. Y después otra y otra y otra hasta que se puso a llover.

La canción de la lluvia había concluido. La voz a capella de la lluvia llenó toda la tierra.

Los niños tendieron sus manos escépticas para atrapar las pesadas gotas. Entonces, las nubes se abrieron y ciento cincuenta mil años de lluvia se abalanzaron sobre el cielo. Rael Mándela, enceguecido y jadeante, falto de aire, buscó a los aterrados niños y los ocultó debajo de su abrigo. El cielo se vació sobre el acurrucado montón de personas.

Muros concéntricos de agua salieron arrasando del corazón secreto del desierto. En el lugar elevado llamado Punta Desolación, Babooshka y el abuelo Harán habían preparado un picnic privado para la hora de la siesta. La lluvia lo transformó en una desbandada.

Patética con sus empapados vestidos de tafetán, Babooshka iba metiendo atolondradamente los platos y las mantas en una cesta de mimbre que se llenaba de agua a toda velocidad. En todas las casas el agua arrastró con sus rojos torrentes alfombras, sillas, mesas y enseres sueltos. La gente estaba asombrada. Entonces oyeron el tamborileo sobre los tejados y todos gritaron:

—¡Llueve, llueve, llueve!

Salieron a los senderos y callejones para volver las caras al cielo y dejar que la lluvia se llevase los años de sequía que llevaban dentro.

La lluvia llovió como no lo había hecho nunca. Rojos ríos bajaban por los estrechos callejones, una cascada pequeña, pero espectacular, caía de los acantilados, los canales de riego de los huertos se hincharon hasta formar torrentes de marga espesa y achocolatada salpicada de plantones y verduras arrancadas. Todo saltaba y siseaba bajo el diluvio. La lluvia castigó a Camino Desolación.

A la gente no le importaba. Era la lluvia. ¡La lluvia! Agua del cielo, el fin de la sequía que había atrapado su tierra desértica durante ciento cincuenta mil años. La gente contempló el pueblo. Contempló la lluvia. Llovía tanto que apenas lograban distinguir la luz del faro de retransmisión en lo alto de la casa del doctor Alimantando. Se miraron; llevaban las ropas pegadas a los cuerpos, el pelo aplastado a la cabeza, los rostros surcados de barro rojo. Alguien se echó a reír; fue una risita ridícula que creció y creció hasta convertirse en desternillantes carcajadas. Poco a poco, todos se fueron contagiando de aquella risa, y al cabo de nada, acabaron todos riendo una risa buena, maravillosa, buena, buena. Se arrancaron la ropa y corrieron desnudos bajo el chaparrón para que la lluvia les llenara los ojos y las bocas y cayera por sus mejillas y sus barbillas, sus pechos y sus vientres, sus brazos y sus piernas. La gente reía, daba vivas y bailaba chapoteando en el barro rojo y cuando se volvieron a mirar, y se vieron pintados de rojo, desnudos como los fantasmas habitantes de las colinas de Hansenland, rieron aún más.

Al comienzo de la lluvia una gota había traído otra y otra más; la lluvia terminó del mismo modo: gota tras gota. En un momento determinado de la fiesta todos lograron ver con claridad y oír sus voces por encima del fragor. El diluvio fue amainando y luego paró del todo, como si no hubiera sido más que un leve aguacero. Gota a gota la lluvia dejó de caer. Cayó la última gota. Después, todo quedó en calma, como el silencio que precedió a la Creación. El agua goteaba de los rombos negros de los colectores solares. Las nubes creadas por ROTECH se habían quedado secas. El sol volvió a salir para lanzar sus charcas de luz sobre el desierto. Un doble arco iris se levantó: sus pies en las colinas lejanas y su cabeza en los cielos. Del suelo se alzaron fantasmales nubéculas de vapor.

Las lluvias habían acabado. La gente volvía a ser la de antes y a asumir sus vidas de hombres y mujeres. Avergonzados de su desnudez, se cubrieron con sus ropas empapadas y mugrientas. Entonces ocurrió algo maravilloso.

—¡Mirad! —gritó Ruthie Monteazul.

Señaló hacia el horizonte lejano. En la distancia se estaba produciendo una transformación mística: ante los ojos asombrados de los habitantes de Camino Desolación, el desierto reverdeció. La línea de la alquimia avanzaba por los campos de dunas como la rompiente de una ola. En pocos minutos, incluso hasta donde alcanzaba a ver el ojo del señor Jericó todo fue verdor. Las nubes se fueron disipando y el sol brilló en el cielo azul profundo. Todos contuvieron el aliento. Estaba a punto de producirse algo fenomenal.

Como respondiendo a una orden divina, el Gran Desierto estalló en colores. Tras la lluvia, al toque del sol, las dunas desplegaron un paisaje puntillista de rojos, azules, amarillos, blancos delicados. El viento agitó el océano de pétalos y esparció por el pueblo el perfume de cien millones de flores. Los habitantes de Camino Desolación bajaron en tropel de sus desnudos acantilados de piedra para adentrarse en los infinitos prados de flores. Tras ellos, su pueblo abandonado humeaba bajo el sol de las dos menos dos de la tarde.

En el corazón del desierto, Rael Mándela advirtió que ya no llovía. Los niños se asomaron como polluelos por debajo de su abrigo. Bajo sus sandalias, unos brotes verdes se desenroscaron como muelles de reloj y agitaron sus pálidos tallos en la brisa.

Las flores se habían abierto paso alrededor de la guitarra roja. Rael Mándela se acercó al instrumento y lo levantó. En el lugar estéril donde había yacido, infinidad de talluelos blanquecinos pugnaban hacia la luz.

La guitarra roja estaba muerta. Su lisa piel de plástico aparecía ampollada y surcada de quemaduras; sus trastes estaban destrozados, sus cuerdas, ennegrecidas, su mango de palo de rosa, partido por la mitad. Sus sintetizadores y amplificadores internos se habían fundido y de ellos salía una columna de humo. Cuando Rael Mándela le dio la vuelta al instrumento muerto, las cuerdas se rompieron produciendo sonidos precisos, terminales.

Muerta la guitarra, de ella salía un no sé qué limpio. Como si la lluvia hubiera lavado sus pecados.

Del hombre que se había hecho llamar La Mano, el que fuera Rey de los Dos Mundos, no quedaba ni un trozo de tela-película de su traje televisivo.

—Demasiada música —le susurró Rael Mándela a la guitarra roja—. Esta vez has hecho demasiada música.

—¿Qué le pasó a La Mano? —preguntó Limaal.

—¿Dónde ha ido? —inquirió Taasmin.

—¿Acaso los doctores malos se lo han llevado? —preguntó Arnie Tenebrae.

—Sí, los doctores malos se lo han llevado —respondió Rael Mándela.

—¿Y le meterán dentro al hombre muerto? —inquirió Johnny Stalin.

—Creo que no —repuso Rael Mándela mirando hacia el cielo—. Y os diré por qué.

Porque me parece que lo que se han llevado no es ni a La Mano ni al hombre muerto.

Creo que es ambas cosas, y que en el momento culminante de la música, se fundieron como se funde la arena para convertirse en cristal, y que a partir de ahora, para ellos será como volver a empezar.

—¿Cómo volver a nacer? —preguntó Arnie Tenebrae.

—Exactamente, como volver a nacer. Es una pena que lo hayan encontrado y se lo hayan llevado tan pronto; no hemos podido darle las gracias por la lluvia. En eso hemos estado mal. Espero que no se ofenda por ello. Bueno, niños, vámonos.

Limaal Mándela intentó llevarse la guitarra roja a rastras; la quería como recuerdo, pero pesaba demasiado y su padre le ordenó que la dejara allí, en el corazón, junto al antiguo explorador espacial, y así, regresó al mundo con las manos vacías.