Limaal, Taasmin, Johnny Stalin y Arme Tenebrae ocultaron a La Mano en una cuevecita detrás de la casa del señor Monteazul. Era el mejor de los escondites. Nadie encontraría a La Mano porque ningún adulto sabía siquiera que allí había una cuevecita secreta. En Camino Desolación había muchos lugares desconocidos por los adultos, decenas de sitios estupendos donde se podía ocultar, durante mucho tiempo, a un juguete, un animal o un hombre. En cierta ocasión, Limaal y Taasmin habían tratado de esconder a Johnny Stalin en una cueva secreta, pero al chico le había dado una de sus pataletas y su madre había acudido rauda a rescatarlo. Aquél era un escondite que no pudieron volver a utilizar.
Le llevaron a La Mano cosas robadas que les parecía que necesitaría para sentirse cómodo: una alfombra, un cojín, un plato y un vaso, una jarra de agua, unas cuantas velas, naranjas y plátanos. Arnie Tenebrae le dio el libro de colorear y los lápices de cera nuevos que le habían comprado para su cumpleaños a través de la tienda de venta por catálogo de la gran ciudad. La Mano aceptó sus tributos graciosamente y los recompensó con una melodía y un cuento.
He aquí el cuento que La Mano les contó.
«En las ciudades voladoras, que rodeaban la Tierra como trozos de cristal roto, vivía una raza de hombres que continuaban apelando al lazo de la humanidad común con los hermanos de la Tierra, pero que, en sus siglos de autoimpuesto exilio superior, se habían vuelto tan extraños y raros que en realidad constituían una especie aparte. A esta raza mágica le habían encomendado dos grandes tareas. Estas tareas constituían el motivo de la existencia de sus pueblos. La primera consistía en el cuidado y el mantenimiento, y hasta tanto pudiera gobernarse solo, la administración del mundo que sus antepasados habían construido. La segunda era defenderlo de aquellos poderes extraños que, por puros celos, codicia u orgullo ultrajado, desearan destruir la obra más grande del hombre. El cumplimiento de estos mandamientos sagrados, impuestos por la Santísima Señora en persona, exigía tal concentración de esfuerzos por parte de los seres celestes que a ninguno le quedaba tiempo para tareas inferiores. Por lo tanto, se sancionó una ley bien simple.
»Esa ley establecía que a la mayoría de edad, en la plenitud del raciocinio, cuando una persona asume un manto de responsabilidades, cada individuo debía escoger entre tres futuros posibles. El primero consistía en seguir las costumbres de los antepasados perpetuos, tomar los votos Catalinistas y servir a ROTECH y su patrona celestial. El segundo consistía en someterse a la cirugía adaptadora de los médicos y escoger el exilio y una nueva vida en el mundo de abajo, previamente liberados del recuerdo de cuanto había sido. El tercero consistía en liberarse de la carne y fundirse con las máquinas para vivir como espíritu inmaterial en la red informática, o bien fijar los controles de la máquina de transmaterialización en un conjunto de coordenadas bien protegidas llamado Punta Epsilón, donde los cuasi sensibles Psymbii, criaturas vegetativas de luz y vacío, acudirían para tomar al individuo y envolverse a su alrededor, en su interior y a través de él hasta convertirlo en un simbionte de carne y vegetal, que vivía libremente en los vastos espacios del anillo lunar.
»A pesar de todo esto, había quienes encontraban tan horrendos estos futuros que escogían uno propio. Algunos deseaban seguir siendo tal como eran y regresaban, sin adaptación previa, al mundo de abajo, donde vivían poco tiempo y morían miserablemente. Otros abordaban naves, se alejaban en la noche hacia las estrellas más cercanas y no se volvía a saber nada más de ellos. Otros buscaban refugio tras los muros del mundo, en los conductos de ventilación y en los tragaluces, hermanos de las ratas.
»La Mano era uno de éstos. Al cumplir los diez años, el momento tradicional de la decisión, le robó el traje-película a su hermano y se escabulló tras las paredes para recorrer túneles y pasarelas de servicio, porque su deseo no era servir a la Santísima Señora, sino a la Música. Y se convirtió en Señor de los Oscuros Lugares, algo que se dice rápidamente, en pocas palabras, pero que se tarda mucho en lograr: Rey en un mundo donde la música era ley y la guitarra eléctrica dominaba la luz y la oscuridad.
»Cuando las sombras del atardecer se alargaban infinitamente por los tragaluces de la Estación de Carioca, unas brillantes criaturas aladas, como ángeles heroicos, surcaban los espacios acústicos y se amontonaban como vampiros y, arrebujadas en sus alas, se posaban sobre largueros y andamies a presenciar los duelos musicales. Durante todo el tiempo que durase la oscuridad escuchaban las luchas de guitarras, hasta que, cuando la luz solar se fortalecía, como los vampiros volvían a las sombras. Los conductos y túneles vibraban con la música enloquecida, las guitarras chillaban y gritaban como amantes sudorosos, y los ciudadanos responsables que vivían conforme a las leyes y el deber, despertaban de sus sueños de caída libre para captar los ecos moribundos de una música salvaje y libre que se colaba por las rendijas del sistema de aire acondicionado, una música jamás soñada. Y cuando acababan las últimas luchas y de las puntas de los dedos destrozados habían caído las últimas gotitas de sangre, cuando el último cadáver quemado de guitarra había sido expulsado de las profundidades e impulsado hacia el espacio, se producía la coronación del Rey y todo el mundo proclamaba que La Mano y su guitarra roja eran los más grandes de la Estación Carioca.
»Durante una temporada, La Mano gobernó los túneles y pasillos de la Estación Carioca y no tuvo ningún contrincante. Después, llegaron rumores de que el Rey de la Estación MacCartney deseaba retar al Rey de la Estación Carioca. El guante había sido arrojado. El premio era el Reino del perdedor y todos sus súbditos.
»Se encontraron en una cámara de observación de gravedad abierta bajo las lentas estrellas. Durante todo ese día, el traje-película del Rey de la Estación Carioca (que utilizaba preferentemente en lugar de los harapos, plásticos, metales y pieles sintéticas que vestían los trasmuros) había proyectado imágenes en blanco y negro increíblemente antiguas: un entretenimiento visual cuyo nombre, traducido de las lenguas antiguas, significaba “Casa Blanca”. Entonces, el ayudante del Rey de la Estación Carioca le entregó su guitarra recién afinada. Con sus dedos tocó las cuerdas y sintió que el genio malvado le subía vibrante por el brazo y le fundía el cerebro. Los ayudantes del Rey de la Estación MacCartney le pasaron su máquina: un estratomodulador de novecientos años de antigüedad. El sol centelleó al reflejarse sobre su acabado asombrando a los espectadores que se sujetaron con pies y colas a los travesaños de alambre, sumidos en un silencio sagrado.
»El juez dio la señal. Comenzó el duelo.
»Durante todas las fugas obligatorias, el Rey de la Estación MacCartney estuvo a la misma altura que el Rey de la Estación Carioca. Cual pájaros en vuelo, sus melodías se enroscaban y entrelazaban alrededor de sus respectivos motivos, con una precisión tal que nadie era capaz de distinguir dónde terminaba una y comenzaba la otra. Sus improvisaciones de estilo libre reverberaron en la vastedad catedralicia del conducto de ventilación Número Doce, y los copos cristalizados de los cables de conexión cayeron ligeros como nieve y cubrieron las cabezas de las muchachas con su polvo de estrellas. Las guitarras se acecharon a través de los paisajes armónicos de las modalidades: Jónica, Dórica, Frigia, Lidia y Mixtolidia, Eólida y Lócrida. El tiempo se detuvo en una jungla de escalas y arpegios: no hubo tiempo, las estrellas se inmovilizaron en sus abovedados senderos, dibujando en el domo vidrioso lentas huellas plateadas, como las del caracol. Las guitarras refulgieron como navajas, como sueños de metadona. Gritaron como ángeles violados. La batalla continuó con sus altibajos, pero ninguno de los dos contrincantes lograba imponerse al otro.
»El Rey de la Estación Carioca sabía que el Rey de la Estación MacCartney era un rival digno de sus dotes. Sólo quedaba un modo de ganarle, y el precio de la victoria sería realmente terrible. Pero cuando la guitarra hubiera husmeado el olor a sangre y a acero en el aire, no habría permitido a su esclavo el débil lujo de la rendición.
»La Mano, Rey de la Estación Carioca, buscó en su interior, en el lugar oscuro donde ocultaba lo salvaje, y elevando una plegaria a la Santísima Señora, abrió el lugar oscuro para dejar entrar la luz y salir la negrura. Liberada, la guitarra roja rugió como un demonio en celo y absorbió por sus amplificadores y sintetizadores internos el fluido negro. Sus cuerdas se llenaron de relampagueos purpúreos y tocaron una armonía extraña jamás soñada por nadie. La música oscura golpeó como el puño de Dios. El público huyó despavorido de aquella cosa negra e impía que La Mano había desatado. Un relámpago negro salió veloz de la guitarra roja y redujo el estratomodulador del extraño a trozos humeantes. Durante un instante, el interior del cráneo del extraño se iluminó con una luz celestial; luego, las cuencas de sus ojos ardieron con un fulgor increíble seguido de una nubécula de humo; y el contrincante quedó muerto, muerto, y el Rey de la Estación Carioca fue Rey de verdad, Rey de dos mundos, pero ¿cuál había sido el precio, qué precio había tenido que pagar por su corona?
»Después, unas mujeres aladas, de caras sombrías, ataviadas con ceñidos trajes amarillos salieron en tropel por todos los escotillones: las Fuerzas de Seguridad de la Estación, armadas con bastones de choque y pistolas de amor. Separaron a los súbditos del rey en grupos de seis y se los llevaron a un futuro incierto pero asegurado. Rociaron el cadáver chamuscado y saltarín del Rey de la Estación MacCartney con espuma ignífuga. Se llevaron al Rey de los Dos Mundos y a su guitarra roja envueltos en borra narcótica. Lo condujeron ante los curanderos del Santa Catalina, quienes ejecutarían el juicio del Grupo de los Diecinueve mediante la administración de pequeñísimas, pero cuidadosamente medidas dosis de supresores de la mielina; de ese modo, revivirían el alma del hombre asesinado para que pudiera regresar al cuerpo del asesino; el asesino pagaría así por su crimen cuando su risueña y vociferante alma dejara de existir.
»Aquél habría sido el fin de La Mano si no hubiera logrado huir de los sagrados doctores del Santa Catalina. No nos contará cómo logró huir, pero bastará con decir que huyó y que salvó su guitarra roja de los hornos crematorios y juntos, fijaron los controles del cubículo de transmaterialización de la estación hacia la tierra vedada. A la velocidad del pensamiento, él, su guitarra y el alma embrionaria del Rey de la Estación MacCartney fueron transportados hasta el gueto industrial de Aterrizaje, donde las Hermanitas de Tharsis se apiadaron de ellos y los acogieron en su casa de caridad para mendigos tullidos. Un anciano mendigo sin piernas le había enseñado a andar sin silla de ruedas, otra de las cosas que se dice rápidamente pero que se tarda mucho en conseguir, y al adivinar los orígenes de La Mano, le enseñó cuanto sabía sobre las costumbres de este mundo, porque debía aprenderlas o perecería, y organizó su huida de las Hermanitas de Tharsis. La Mano viajó en autoestop con un convoy de camiones que cruzaba las Montañas del Eclesiastés en dirección al corazón del Gran Oxus; una vez allí, vagó durante un año y un día por las granjas arroceras ofreciéndose para plantar plantones en los arrozales con sus hábiles pies. Por las noches, entretenía a los granjeros con las melodías de su guitarra roja a cambio de un tazón de sopa o un vaso de cerveza o unos cuantos centavos.
»Pero no conocía la paz, porque el alma del hombre que había asesinado no le daba tregua. Por las noches, se despertaba gritando y empapado en sudor porque soñaba su propia muerte. El alma de su contrincante lo azuzaba con la culpa cada vez que tocaba las cuerdas de la guitarra roja; el espíritu lo impulsaba a seguir huyendo con sus constantes recordatorios sobre lo que los sagrados doctores del Santa Catalina no le habían hecho aún. De este modo, La Mano vagó a lo largo y a lo ancho del vasto mundo, porque los sagrados doctores del Santa Catalina lo buscaban por toda la faz del globo, y si llegaba a detenerse, lo encontrarían y se lo llevarían de vuelta al cielo para destruirlo. Ésa era la maldición de La Mano, trafagar eternamente por el mundo con su guitarra roja en bandolera, perseguido por el espíritu de un hombre asesinado, que esperaba detrás de sus ojos para quitarle el alma».
—Ha sido una bonita historia —comentó Arnie Tenebrae.
—Todas las historias de los hombres son bonitas —dijo Rael Mándela. Los niños gritaron asustados. La Mano cogió la guitarra roja para disparar otra descarga paralizante.
—Tranquilo —le dijo Rael Mándela—. No quiero hacerte daño. —Dirigiéndose a los niños, les aconsejó—: La próxima vez que queráis ocultar a alguien, deberéis tener más cuidado con el agua. Seguí un rastro de gotitas hasta encontrar el escondite. ¿Por qué lo hicisteis?
—Porque es nuestro amigo —respondió Limaal Mándela.
—Porque necesitaba que alguien fuese bueno con él —le explicó Taasmin Mándela.
—Porque tenía miedo —dijo Arnie Tenebrae.
—No irás a contarle a nadie que está aquí, ¿verdad? —inquirió Johnny Stalin.
Los niños corearon sus protestas.
—Callaos —ordenó Rael Mándela; de repente, la cueva se llenó con su presencia—. He oído su historia, señor Mano, y le diré una cosa, no me importa lo que un hombre haya hecho en el pasado, ni debería importarle a nadie. Cuando el doctor Alimantando, ¿os acordáis de él, niños?, inventó este lugar, dijo que nadie sería rechazado por lo que hubiera hecho anteriormente. Éste debía ser un lugar para volver a empezar. Pues bien, el doctor Alimantando ya no está, se ha ido al pasado o al futuro, no lo sé, pero creo que tenía razón. Éste es un lugar para volver a empezar. Ahora bien, no soy partidario de todas esas cosas modernas de la alcaldía; todo iba mucho mejor cuando el doctor Alimantando estaba al frente de este lugar. Tampoco soy partidario de la gente que va corriendo a ver al alcalde para pedirle respuestas a todo; a mi modo de ver, las respuestas correctas están siempre dentro de cada uno o no están, o sea, que ésta es otra forma de decirle que no le contaré a nadie que está aquí. Lo haré si me preguntan, igual que haréis vosotros, niños, que lo visteis alejarse después de cruzar las vías, porque si lo que nos ha contado es cierto, tendrá que marcharse pronto de todas maneras.
La Mano asintió con una leve reverencia agradecida.
—Gracias, señor. Nos iremos mañana. ¿Hay algo que podamos hacer por usted para demostrarle nuestro agradecimiento?
—Sí —respondió Rael Mándela—. Dice usted que es de Afuera, entonces tal vez sepa por qué hace ciento cincuenta mil años que no llueve. Andando, niños, repasad vuestras coartadas y venid a cenar a mi casa.