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En sus días de duplicidad más negra y profunda, Mikal Margolis se iba a dar largos paseos por el Gran Desierto, para que el viento le quitara a las mujeres de la cabeza. Y el viento soplaba como lo había hecho durante ciento cincuenta mil años y como lo haría durante otros ciento cincuenta mil años pero, aun así, no bastaría para aventar la culpa que Mikal Margolis sentía en su corazón. Tenía tres mujeres: una amante, una concubina y una madre y, del mismo modo que los doctos astrónomos de la Universuum de Lyx sostienen que la dinámica de un sistema de tres estrellas nunca puede ser estable, así vagaba Mikal Margolis, cual planeta solitario, entre los campos de atracción de sus tres mujeres. Algunas veces, añoraba el amor duradero de Persis Jirones, otras, suspiraba por la picardía de su relación lasciva con Marya Quinsana, y otras, cuando la culpa le corroía la boca del estómago, buscaba el perdón de su madre, y en ocasiones, deseaba poder escapar del todo a sus gravitaciones giratorias para vagar libre por el espacio.

Sus paseos por el desierto eran su forma de huir. No tenía valor para huir por completo de las fuerzas que lo estaban destruyendo; unas cuantas horas a solas, entre las rojas dunas, era lo máximo que podía alejarse de las mujeres estelares de su vida; sin embargo, en esas horas que pasaba a solas, en deliciosa soledad, era capaz de representar sus fantasías en el cine de su imaginación: ladrones del desierto; pistoleros serios y parcos en palabras; osados aventureros en busca de ciudades perdidas; altos jinetes; exploradores solitarios próximos a dar con el filón principal. Se pasaba horas subiendo y bajando cuestas, y entre tanto, era todo aquello que las mujeres no le permitían ser e intentaba sentir cómo el viento y el sol disipaban y secaban su culpa.

Ese día no soplaba el viento y no brillaba el sol. Después de ciento cincuenta mil años de luz y aire incesantes, el sol y el viento habían fallado. Una densa capa de nubes se cernía sobre el Gran Desierto, ancha como el cielo, negra y cuajada como la leche del diablo. Era el legado del Cometa 8462M, la capa condensada de vapor de agua que cubría gran parte del Cuarto de Esfera Noroccidental y que se había convertido en lluvia para caer sobre Belladonna, Meridiana, Transpolaris y Nueva Merionedd, por todas partes, menos sobre Camino Desolación donde, al parecer, la lluvia se había olvidado de pasar. Mikal Margolis, caminante de dunas, poco sabía de todo esto y le daba igual: él era un científico terrenal, no un científico celeste, además, estaba preocupado porque se encontraba a punto de realizar un descubrimiento de lo más casual.