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La mañana en que llegó ROTECH, entró en el mundo en forma de zumbido monótono que se coló en los sueños de los habitantes para arrancarlos de ellos como un pesado palpitar. Despertó a todos de sus sueños y fue entonces cuando se dieron cuenta de que no compartían la misma pesadilla comunitaria, sino que el ruido era un fenómeno objetivo real, tan real y objetivo que hacía vibrar todos los utensilios sueltos que había en las casas y deslizarse de sus estantes los platos que acababan en el suelo, hechos añicos.

—¿Qué pasa, qué pasa? —se preguntaban todos, al tiempo que se ponían la ropa de calle y apartaban las supersticiosas pesadillas del Apocalipsis, el Armagedón, la destrucción nuclear, la guerra interplanetaria o el desplome del cielo sobre sus cabezas.

El palpitar se tornó más intenso hasta que llegó a llenar los espacios vacíos de sus cerebros. Hizo temblar las piedras que tenían debajo de los pies, los huesos debajo de la piel, el cielo y la tierra, a la gente toda y la hizo subir escaleras y salir de sus casas para ver qué ocurría.

Sobre Camino Desolación sobrevolaban mil platillos plateados, tan brillantes bajo el sol del amanecer que cegaban la vista: mil naves estelares plateadas que sacudían cielo y tierra con el ruido de sus motores. Cada una de ellas medía unos cincuenta metros de ancho y llevaba el sagrado nombre de ROTECH, así como un número de serie y en letras negras más pequeñas, la leyenda DIVISIÓN PLANETARIA DE MANTENIMIENTO. Se encendieron unos reflectores que rastrearon el pueblo en busca de los ciudadanos que, asombrados, habían salido a sus porches y galerías. Iluminada desde lo alto, Babooshka se postró de rodillas y rogó porque el Ángel con las Cinco Redomas de la Destrucción (la plaga de la oscuridad, la plaga del hambre y la sed, la plaga de la esterilidad, la plaga del sarcasmo y la plaga de las cabras mutantes devoradoras) no advirtiera su presencia. Los niños de Camino Desolación saludaban a las tripulaciones que ocupaban las cabinas de control de proa. Los pilotos les devolvían el saludo y los alumbraban con sus reflectores.

Cuando todos se acostumbraron a la idea de que las naves de ROTECH estuviesen sobrevolando el pueblo, se dieron cuenta de que no había mil, ni cien, ni siquiera cincuenta, sino veintitrés. Con todo, veintitrés naves que llenaban el cielo y la tierra con el ensordecedor ruido de sus motores seguían siendo todo un acontecimiento a primera hora de la mañana.

Con un rugido capaz de pulverizar las piedras, veintidós naves se elevaron en el aire, se inclinaron hacia el este y se alejaron mientras sus reflectores dejaban en el cielo unas marcas como de rastrillo. El dirigible que se había quedado, descendió y se dispuso a aterrizar al otro lado de las vías del ferrocarril, en el sitio exacto donde Persis Jirones había efectuado su aterrizaje forzoso sobre Camino Desolación. El aterrizaje de ROTECH fue completamente controlado y llevado a cabo con arrogante facilidad. Los ventiladores de las naves se elevaron, listos para tomar tierra y lanzaron al aire sofocantes nubes de polvo. Cuando la tos se hubo calmado, la nave descansaba sobre sus amortiguadores de aterrizaje y una serie de escalones se desplegó desde su interior brillantemente iluminado. Con los escalones llegó también el olor del desayuno.

Todos los ciudadanos de Camino Desolación se habían reunido en el extremo del pueblo donde estaban las vías, todos, menos Persis Jirones, que había salido disparada en cuanto la luz de los reflectores le había rozado la piel, porque las naves eran libres de volar, pero ella no. Todos contemplaban las actividades que se desarrollaban alrededor de la nave aérea con una mezcla de azoramiento y entusiasmo. Podía tratarse de los mejores visitantes que hubieran tenido jamás.

—Adelante —le dijo el señor Jericó al doctor Alimantando—. Tú eres el jefe.

El doctor Alimantando se sacudió un poco el polvo de sus ropas perpetuamente empolvadas y recorrió los cien metros que lo separaban de la nave. No oyó un solo grito de ánimo que lo impulsara a continuar.

Un hombre sumamente elegante, ataviado con un traje blanco de cuello alto, descendió por los escalones de la nave y miró fijamente al doctor Alimantando. Éste, polvoriento y humilde, hizo una cortés reverencia.

—Soy el doctor Alimantando, Presidente Provisional de la Comunidad de Camino Desolación; población: veintidós habitantes; altura: mil doscientos cincuenta metros, «a un paso del paraíso». Bienvenido a nuestro pueblo, espero que disfruten su estancia.

Disponemos de un muy buen hotel en el que podrán hospedarse; es limpio, barato y tiene todas las comodidades.

El forastero, que lo seguía mirando fijamente (de un modo de lo más insolente, según los cánones de un tímido habitante de Deuteronomio), inclinó la cabeza a modo de mínimo formulismo.

—Dominic Frontera, Oficial de Asentamiento y Desarrollo, División Planetaria de Mantenimiento de ROTECH Montechina. ¿Qué diablos hacen ustedes aquí?

El ánimo irascible del doctor Alimantando salió inmediatamente a relucir.

—Lo mismo podría preguntarle yo a usted.

Dominic Frontera le contestó. Y el doctor Alimantando convocó a todos los ciudadanos a una reunión urgente para que Dominic Frontera les dijera lo que le había dicho a él. Y he aquí lo que Dominic Frontera les dijo.

—El martes dieciséis de mayo, o sea, dentro de tres días, a las dieciséis veinticuatro, Camino Desolación quedará reducido a polvo por el impacto de un núcleo cometario con un peso aproximado de doscientos cincuenta megatones, que se desplaza a unos cinco kilómetros por segundo, y se encuentra a unos treinta y cuatro kilómetros al sur de aquí.

Y se armó la de Dios es Cristo. El doctor Alimantando golpeó su mallo de Presidente Provisional hasta que rajó el bloque, luego gritó hasta quedarse ronco pero la gente no paraba de rugir, enfurecida, agitando en el aire las mejores sillas de Persis Jirones.

Dominic Frontera no podía creer que veintidós personas fueran capaces de organizar semejante alboroto.

Nada de todo aquello debía haberle ocurrido. Debería haber completado su estudio sobre el lugar del impacto en una sola mañana y estar ya de vuelta en la Central Regional de Meridiana. Debería haber estado jugando al backgammon en su rincón preferido de los salones de té de Chen Tsu, sorbiendo brandy de Belladonna y contemplando las flores de los albaricoqueros. En cambio, se enfrentaba a una turba enloquecida, dispuesta a matarlo a golpes con taburetes de pino desértico —fíjate en esa vieja arpía, ha de andar rondando los cuarenta, pero disfrutaría como una loca si pudiera lamer mi sangre del suelo— todo porque había tenido la mala suerte de encontrar un pueblecito de porquería donde no debería haber existido ningún pueblecito de porquería, en un oasis que no sería programado mediante ingeniería ambiental hasta que no hubieran transcurrido dos años del impacto. Dominic Frontera suspiró. Sacó de la cartuchera de piloto una pistola de reacción Presney, de morro redondeado, y disparó tres tiros al techo del BAR/HOTEL.

De inmediato se hizo un silencio asombrado que lo complació. Las cargas de reacción sisearon y burbujearon en las tejas. Recuperada la calma, les explicó por qué había que destruir Camino Desolación.

Todo estaba relacionado con el agua. No había suficiente. El mundo se mantenía gracias a una serie de ecuaciones ecológicas que debían estar en perpetuo equilibrio. De un lado de la ecuación estaba el medio ambiente de la Tierra, obra de la ingeniería: aire, agua, clima y esos agentes menos tangibles, como los imanes orbitales superconductores que tendían una telaraña protectora alrededor del planeta impidiendo el paso de las radiaciones y las tormentas de partículas solares que, de otro modo, habrían esterilizado la superficie terrestre, así como de la capa de iones metálicos suspendida en lo alto de la tropopausa que amplificaba la luz solar ambiental y los espejos orbitales, o Vanas, que eliminaban todas las diferencias locales de temperatura y presión: una ecuación estable, pero frágil. Del otro lado del signo igual se encontraban los pueblos de la Tierra, nativos e inmigrantes, sus poblaciones en aumento, y las crecientes demandas a las que sometían al mundo y sus recursos. Y esa ecuación debía estar siempre equilibrada, si la población crecía aritmética, geométrica o logarítmicamente, la ecuación debía estar siempre equilibrada (en este punto, Dominic Frontera apuntó a la audiencia con el morro de su pistola de piloto para dar más énfasis a sus palabras), y si esa igualdad implicaba importar de vez en cuando agua de algún lugar (ese «de vez en cuando» se produciría cada diez años durante el medio milenio siguiente, y ese «de alguna parte» se refería a las gigatoneladas del hielo cometario que esperaban entre las bambalinas del sistema solar a que les dieran el pie gravitacional), no quedaba más remedio que importarla.

—En el pasado —explicó Dominic Frontera a las filas de bocas abiertas—, lo que hacíamos era lanzar cabezas cometarias quieras o no quieras sobre la superficie del mundo; el hielo que no se evaporaba al entrar en la atmósfera, lo hacía durante el impacto, y las enormes cantidades de polvo producidas por la explosión, hacían que el vapor de agua formara nubes que luego daban precipitaciones. Al principio, los cometas chocaban a razón de tres por semana, como máximo. Claro que entonces no caían sobre nadie.

Dominic Frontera recordó que no estaba dando una conferencia de geografía a un grupo de estudiantes secundarios, sino a un puñado de estúpidos granjeros, y le entró la furia.

—Como podrán imaginar, desde que comenzaron los asentamientos, cada vez se ha ido haciendo más difícil encontrar lugares donde hacer chocar el hielo; y a nosotros nos gusta hacer chocar el hielo siempre que podemos, porque es la forma más barata de generar vapor de agua. Hemos escogido la zona de impacto, una zona de la Región Noroccidental del Cuarto de Esfera, en la que no se había planificado ninguna obra de ingeniería ambiental por lo menos hasta dentro de cuatro años, y en la que quizá habrá algún viajero ocasional, o un tren ocasional, o una nave ocasional, pero a las que se podría alertar para que la abandonaran antes del impacto; después, nosotros podríamos regresar, arreglar las vías que se hubieran roto y mandar a llamar a las órficas que están en órbita para que convirtiesen el desierto en un jardín. Ése es el plan. Pero ¿qué nos encontramos? ¿Qué es lo que nos encontramos? —Dominic Frontera alzó la voz hasta que se convirtió en un chillido—. A ustedes. ¿Qué diablos están haciendo aquí? ¡Aquí no debería haber siquiera un oasis, y mucho menos un pueblo!

El doctor Alimantando se puso en pie para contar su historia de tablas cólicas y órficas enloquecidas, pero Dominic Frontera lo mandó sentar con un gesto.

—Ahórrese las explicaciones. No tiene usted la culpa. Se produjo una confusión en la División de Ingeniería Ambiental Orbital y la programación de alguna órfica se fue al garete. Son unos artefactos de lo más maniáticos. De modo que usted no tiene la culpa, pero no hay nada que yo pueda hacer. El cometa viene hacia aquí, hace setenta y dos meses que su trayectoria apunta a este sitio. El martes dieciséis de mayo, a las dieciséis y veinticuatro, chocará a treinta y cuatro kilómetros al sur de aquí y este pueblecito y este pequeño oasis se doblarán como una… como una… como una casa de cartón.

Se oyeron gritos de protesta. Dominic Frontera levantó las manos para pedir calma y silencio.

—Lo siento. Lo siento de verdad, pero no hay nada que yo pueda hacer. El cometa no puede ser desviado, porque no tiene adónde ir, al menos en esta etapa tan tardía. Si hubieran dejado que alguien, cualquiera, se enterara antes de su existencia, tal vez habríamos podido programar otras órbitas. Pero tal y como están las cosas, es demasiado tarde. Lo siento.

—¿Qué me dice de Corazón de Lothian? —gritó Ed Gallacelli.

—Ella nos prometió que hablaría a no sé quién de nuestra existencia —añadió Umberto.

—Sí, dijo que informaría a Montechina —agregó Louie.

—¿Corazón de Lothian? —inquirió Dominic Frontera. Su piloto se encogió de hombros de un modo elocuente.

—Representante itinerante del Departamento General de Educación —le explicó el doctor Alimantando.

—Ah. Es de otro departamento —dijo Dominic Frontera.

Los presentes se mostraron muy burlones ante sus débiles excusas.

—¡Burócratas chapuceros! —gritó Morton Quinsana—. ¡Plaga planificadora!

Dominic Frontera intentó calmar la situación.

—Está bien, está bien, estoy de acuerdo en que ha habido alguna chapuza burocrática al más alto nivel… pero ésa no es la cuestión. En resumidas cuentas, la cuestión es que dentro de tres días el cometa chocará y hará papilla a este pueblo. Lo que puedo hacer es pedirle al escuadrón de naves que regrese y os saque a todos de aquí. A lo mejor, cuando hayamos limpiado todo después del impacto, si de veras os gusta este sitio, podréis regresar, pero dentro de tres días debéis estar todos fuera, con vuestras cabras, llamas, cerdos, gallinas, niños y enseres. ¿Alguna pregunta?

Rael Mándela hizo poner en pie a todos los presentes.

—Éste es nuestro pueblo, lo hemos construido nosotros, es nuestro y no permitiremos que lo destruyan. Todo lo que poseo está aquí, mi esposa, mis hijos, mi casa, mi medio de vida, no lo abandonaré para que su cometa lo destruya. Usted y sus ingenieros, que se pasan la vida botando planetas de un lado a otro como si fueran bolas de billar, hagan que el cometa caiga en otra parte.

Cayó un temporal de aplausos. Dominic Frontera lo capeó como pudo.

—La siguiente.

Persis Jirones se puso en pie y gritó:

—Esto que ha agujereado usted con su pistola es mi negocio. Ya he perdido uno, el de acrobacias aéreas, y no pienso perder otro. Me quedo. Su cometa puede irse a otra parte.

Mikal Margolis asintió vigorosamente con la cabeza y gritó:

—Escuchad, escuchad.

Entonces Ruthie Monteazul se puso en pie y el silencio cayó como una nevada.

—¿Sí? —inquirió Dominic Frontera con tono cansado—. Por favor, que sea una pregunta y no un monólogo de banquillo de acusados.

—Señor Frontera —dijo la simple de Ruthie, que por el furor reinante sólo había entendido que sus amigos se encontraban en peligro—, no debe usted lastimar a mis amigos.

—Señorita, lo último que quiero hacer es lastimar a sus amigos. Sin embargo, si insisten en lastimarse a sí mismos negándose a tener el sentido común de alejarse del peligro, ésa es una cuestión muy diferente.

Ruthie no comprendió la respuesta del representante de ROTECH.

—No permitiré que lastime a mis amigos —masculló con tono sombrío. En la sala se produjo un silencio de los que preceden los acontecimientos fuera de lo común, interrumpido solamente por el ruido del movimiento de pies—. Si los quisiera tanto como yo, no los lastimaría. Así que voy a hacer que me quiera.

Encaramado al podio, el doctor Alimantando vio iluminarse su rostro una fracción de segundo antes de que Ruthie Monteazul liberara ante Dominic Frontera cuatro años de belleza acumulada. El Presidente Provisional se metió debajo de su mesa y se cubrió los ojos con las manos. Dominic Frontera no tuvo esa previsión. Permaneció durante treinta segundos bañado por la intensísima luz antes de soltar un curioso gritito y desplomarse como un saco de judías.

El doctor Alimantando tomó el control. Señaló hacia el piloto de la nave, que se salvó gracias a sus lentes de contacto polarizadores.

—Bajadlo a una de las habitaciones —ordenó—. Vosotros dos, enseñadle dónde.

Con gestos pidió a Persis Jirones y a Mikal Margolis que ayudasen al piloto a conducir al agente de ROTECH, atontado por el amor, a un sitio donde pudiera recuperarse. Con una sola mirada acalló el murmullo popular.

—Muy bien, ya habéis oído lo que nuestro amigo vino a decirnos, y ni por un momento he dudado que no fuese cierto. Por lo tanto, os ordeno a todos y a cada uno que os preparéis para la evacuación. —Hubo consternación—. Silencio, silencio. La evacuación será nuestro último recurso. ¡Porque yo, Alimantando, voy a tratar de salvar el pueblo!

Se puso en pie y durante unos minutos agradeció los gritos de aclamación de los presentes, luego, salió del BAR/HOTEL para salvar el mundo.