Rajandra Das había vivido en un agujero, debajo de la Estación Principal de Meridiana.
Seguía viviendo en un agujero: en el Gran Desierto. Rajandra Das había sido príncipe de los muchachos de las cloacas, de vagabundos, mendigos, saqueadores, malvivientes y borrachines. Seguía siendo príncipe de los muchachos de las cloacas, de vagabundos, mendigos, saqueadores, malvivientes y borrachines. No había nadie que compitiera con él para arrebatarle el título. Demasiado holgazán para dedicarse a la agricultura, vivía gracias a su ingenio y a la caridad de sus vecinos, encantando sus cultivadoras rotas y sus averiadas unidades de rastreo solar para infundirles renovado vigor, ayudando a Ed Gallacelli a construir dispositivos mecánicos cuyo único valor práctico era el de consumir mucho tiempo. Cuando hubo arreglado una Locomotora de los Ferrocarriles Belén Ares, una de la clase 19, lo recordó; la máquina había entrado cojeando en Camino Desolación con un tokamak muy mal afinado. Sintió como si hubieran vuelto los viejos tiempos. En un ataque de nostalgia, a punto había estado de pedirle a los maquinistas que lo llevasen a dar una vuelta: hasta Sabiduría, sueño resplandeciente de su corazón.
Después, se acordó del guardián que lo había lanzado del tren y de las penurias y las patadas, y del duro trabajo que encontraría en un viaje de esa naturaleza. Camino Desolación era un pueblo tranquilo y aislado, pero Camino Desolación era un pueblo cómodo en el que la fruta se podía coger directamente del árbol. Se quedaría durante un tiempo más.
Al llegar el solsticio de invierno, cuando el sol quedaba bajo en el horizonte y el polvo rojo brillaba cubierto de escarcha, Adam Black regresó a Camino Desolación. Para los granjeros hartos del invierno, su llegada fue recibida como la primavera misma.
—Acérquense, acérquense —gritaba—. Una vez más, la Feria Ambulante y Fantasía Educativa de Adam Black —en este punto, golpeó con su bastón de punta dorada un pequeño cubo para dar más énfasis a sus palabras—, les presenta las maravillas de los cuatro cuartos del mundo en un espectáculo —bang bang—, completamente renovado.
Presentamos para su deleite, señoras —bang—, y señores —bang—, niños —bang—, y niñas, una novedad nunca vista. ¡Un Ángel de los Reinos de la Gloria! ¡Capturado del Circo Celestial, un ángel real, cien por cien genuino y garantizado! —bang, bang—. Acérquense, acérquense, ciudadanos; por sólo cincuenta centavos pasarán cinco minutos en compañía de esta maravilla de la Era; cincuenta centavos, buena gente, ¿acaso pueden permitirse el lujo de no contemplar este fenómeno único? —Bang, bang—. Tengan la amabilidad de hacer cola, gracias… no empujen, por favor, hay tiempo suficiente para todos.
Rajandra Das había llegado tarde al espectáculo. Dormía cómodamente junto al fuego cuando el tren de la Feria se acercó, y en consecuencia, tuvo que pasarse más de una hora esperando de pie, y muerto de frío, antes de que llegara su turno.
—¿Sólo el Ángel? —le preguntó Adam Black.
—No quiero ver otra cosa.
—Entonces son cincuenta centavos.
—No tengo cincuenta centavos. ¿Acepta dos panales?
—Dos panales, perfecto. Cinco minutos.
El vagón estaba caldeado. Unos cortinajes negros tapaban las ventanas y susurraban cuando el aire caliente de los ventiladores los agitaban. En medio del vagón había una espaciosa jaula de pesado acero, muy sólida, sin puertas ni candados. Sentada en un trapecio que pendía del techo de la jaula había una criatura melancólica a la que Rajandra Das debía tomar por un ángel, aunque no era como los ángeles de los que le habían hablado de niño, cuando se sentaba sobre las piadosas rodillas de su querida difunta madre.
Su cara y su torso eran los de una mujer extraordinariamente hermosa y joven. Sus brazos y sus piernas estaban hechos con metal remachado. A la altura de hombros y caderas, la carne se fundía en el metal. Rajandra Das advirtió que aquella no era la simple fusión de lo humano con lo protésico. Aquello era algo muy diferente.
Un aura azulada y brillante rodeaba al ángel proporcionando al mismo tiempo la única iluminación del vagón caldeado y oscuro.
Rajandra Das no supo cuánto tiempo permaneció quieto y mirando hasta que el ángel extendió sus piernas mecánicas y, dejando ver unos zancos largos bajó del trapecio. Se comprimió a altura humana y apretó la cara contra los barrotes mirando fijamente a Rajandra Das.
—Si sólo tienes cinco minutos, te sugiero que me preguntes algo —le dijo el ángel con conmovedora voz de contralto. Y se rompió el hechizo de la mirada.
—¡Uauh! —exclamó Rajandra Das—. ¿Qué cosa eres exactamente?
—Suele ser siempre la primera pregunta —respondió el ángel de latón con la lasitud de una rutina largo tiempo establecida—. Soy un Anael, serafín del Quinto Orden de las Huestes Celestiales, sirviente manual de la Santísima Señora de Tharsis. ¿Quieres que interceda por ti o por otros ante Nuestra Señora, o deseas que le lleve un mensaje a tus amados difuntos atravesando el velo de la muerte? Eso es lo que suelen pedirme en segundo lugar.
—Pues yo no —le dijo Rajandra Das—. Hasta un tonto se daría cuenta de que no llevas ningún mensaje a nadie, y menos mientras sigas en esa jaula, trabajando para el señor Adam Black. No, lo que quiero saber es qué clase de ángel eres, porque a mí siempre me dijeron que los ángeles eran como señoras de pelo largo y bonitas alas que soltaban un fulgor y todo eso.
El ángel frunció los labios, ofendido.
—Habráse visto, ya no queda dignidad. De todos modos, ésa es la tercera pregunta que me formula la mayoría de los mortales. Al saltarte la segunda, supuse que lo harías mejor.
—¿Qué te parece si me contestas la pregunta número tres? El ángel suspiró.
—Observa, mortal.
De la espalda se le desplegaron dos juegos de paletas abatibles de helicóptero. Las dimensiones de la jaula no permitían que los rotores se abriesen del todo y las paletas caídas sólo contribuyeron a hacer que el ángel pareciera aún más patético y fútil.
—Alas. En cuanto a la cuestión del sexo…
El halo del Anael fluctuó. Unos bultos peculiares se elevaron y se movieron debajo de sus partes carnosas. Sus facciones se derritieron y se deslizaron como la lluvia en un tejado. Las hinchazones subcutáneas convergieron, se solidificaron y formaron facciones nuevas. Rajandra Das soltó un silbido de apreciación.
—Bonitas tetas. O sea que eres las dos cosas.
—O ninguna —acotó el Anael, repitió el truco de descongelación facial y se fundió hasta aparecer como una persona joven, de extraordinaria belleza y sexo indefinido.
Digno ya del nombre que llevaba, volvió a meter las palas del rotor en su espalda y le sonrió desconsoladamente.
Rajandra Das sintió que la aguja de la piedad se le clavaba en el corazón. Sabía lo que significaba encontrarse en un sitio no elegido. Sabía lo que era ser apaleado por la vida.
—¿Algo más, mortal? —le preguntó el Anael con voz cansina.
—En, eh, eh, hombre, no seas tan susceptible. Estoy de tu parte, de verdad. Dime una cosa, ¿cómo es posible que con un solo movimiento del dedo meñique no puedas salir de esa jaula? A mí me enseñaron que los ángeles eran unos seres muy poderosos.
El Anael se inclinó contra los barrotes de la jaula con aire de confidencias.
—No soy más que un Anael, Quinto Grado de las Huestes Celestiales, no soy uno de los grandes como PHARIOSTER o TELEMEGON, que son los modelos más recientes; los del Primer Grado, los Arcángelesks, pueden hacer cualquier cosa, pero nosotros, los Anaeles, que somos los primeros, fuimos los prototipos de la Santísima Señora; el diseño fue mejorando en los modelos sucesivos: los Avatas, los Lorarcos, los Serafines, los Arcángelesks.
—Un momento, un momento, ¿quieres decir entonces que te han fabricado?
—De un modo u otro, a todos nos fabrican, mortal. Me refiero a que nosotros, los Anaeles, fuimos diseñados para funcionar con energía solar, por eso Adam Black me tiene metido en esta jaula, en la oscuridad, de lo contrario, podría absorber energía solar suficiente como para separar estos barrotes. Aunque nosotros, los Anaeles —agregó tristemente—, fuimos diseñados principalmente para volar, no para luchar; canalizo casi toda mi fuerza hacia mis rotores.
—¿Y qué pasaría si descorriera todas las cortinas?
—Adam Black vendría y volvería a correrlas. Gracias por tu preocupación, mortal, pero me harían falta tres semanas de sol constante para recuperar toda mi fortaleza angélica.
Adam Black asomó la cabeza por la puerta y anunció:
—Se acabó el tiempo. Salga. —Mirando con aire severo al Anael, le preguntó—: ¿Otra vez les estás dando conversación? Ya te he dicho que no me los entretuvieras.
—Eh, eh, eh, ¿a qué viene tanta prisa? —protestó Rajandra Das—. Ya no queda nadie ahí fuera, y habíamos llegado a un punto interesante de la conversación. Un minuto más, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Adam Balck se retiró a contar sus ganancias: seis dólares cincuenta centavos, una gallina, tres botellas de vino de vainas de guisante y dos panales.
—Muy bien, cuéntame más, hombre —pidió Rajandra Das—. Por ejemplo, ¿cómo fue que te metieron en esa jaula?
—Por puro descuido. Me encontraba yo en la Gran Compañía de la Santísima Señora, desfilando por un pueblo de diez centavos, llamado El Francés y situado en los Altos Llanos. De vez en cuando lo hacemos, una especie de gran desfile circense, para que los mortales no se olviden de las cosas superiores, como quién creó el mundo; además, la Santísima Señora tiene una nueva política de intervenir directamente en los seres orgánicos. En fin, como te iba diciendo, se trataba de un espectáculo por todo lo alto, con los Grandes Poderes y Dominios, el Zoológico Espiritual, el Plymouth Grande y Azul, el Jinete en la Bestia de Múltiples Cabezas; éramos tantos que tardábamos un día entero en desfilar. Yo me encontraba en la oleada de cola; con tanto esperar me estaba aburriendo, y cuando nos aburrimos, los ángeles nos descuidamos. Sin darme cuenta siquiera, fui volando hasta chocar contra la sección de alto voltaje del enlace de microondas de El Francés. Me quedé atontado. Y casi se me fundieron los fusibles. Quedé fuera de combate. Los mortales me bajaron, me metieron en esta jaula en un sótano y me alimentaron con pan de maíz y cerveza. ¿Tienes idea de lo que es ser un ángel alcohólico? No hacía más que repetirles que funcionaba con energía solar, pero ellos, ni caso. Los mortales trataban de decidir qué hacer con un Anael de las Huestes Celestiales cuando apareció Adam Black y me compró con jaula y todo por quince dólares de oro.
—Oye, ¿y si intentaras escaparte? —sugirió Rajandra Das, concibiendo malvadas ideas.
—No hay candado. Se nos dan bien las maquinarias, he de reconocerlo. Si la jaula tuviera candado, podría con él, pero ese Adam Black se sabe la hagiografía al dedillo, porque cuando recuperé las fuerzas y me crecieron circuitos nuevos, mandó soldar la puerta.
—Qué lástima —dijo Rajandra Das acordándose de los agujeros debajo de la Estación Principal de Meridiana—. Nadie debería estar metido en una jaula por culpa de un error.
El Anael se encogió de hombros de un modo elocuente. Adam Black volvió a asomar la cabeza por la puerta.
—Muy bien. Se acabó el tiempo, y esta vez va en serio. Fuera. Voy a cerrar por esta noche.
—Ayúdame —susurró el Anael, desesperado, agarrándose a los barrotes gruesos como dedos—. Tú puedes sacarme de aquí, lo sé; lo leo en tu corazón.
—Probablemente, ésa sería la cuestión número cinco —dijo Rajandra Das, dio media vuelta y se dispuso a abandonar el vagón oscuro.
Pero del bolsillo sacó su cuchillo de hojas múltiples de las Fuerzas de Defensa, robado en la Ferretería de Krishnamurthi, y lo deslizó en la palma de la mano del Anael.
—Escóndelo —susurró sin mover los labios—. Y cuando salgas, prométeme que harás dos cosas. Primero, no vuelvas. Nunca. Segundo, cuando la veas, dale mis recuerdos a la Santísima Señora, porque gracias a ella, soy amable con las máquinas, y ellas lo son conmigo.
La palma del Anael se volvió para saludarlo. Adam Black esperaba para cerrar con llave todas las puertas.
—Vaya número especial tiene usted ahí —le comentó Rajandra Das—. Le diré que se trata de un número difícil de superar. ¿Qué nos tiene preparado para la próxima? ¿A Santa Catalina enjaulada?
Le hizo un guiño al maestro de ceremonias y le pareció oír el ruido del metal al rascar contra el metal.