—Dímelo otra vez, padre, ¿por qué nos vamos a ese lugar?
—Para alejarnos de la gente ingrata que dice cosas feas de ti y de mí, para alejarnos de la gente que quiere separarme de ti.
—Dímelo otra vez, padre, ¿por qué esa gente quiere separarte de mí?
—Porque eres mi hija. Porque dicen que no eres natural, que eres un monstruo, un experimento de la ingeniería, mi pequeño pájaro cantor. Porque dicen que tu nacimiento contraviene todas las leyes y que yo he de ser castigado.
—Pero dímelo otra vez, padre, ¿por qué deberían castigarte? ¿Es que no soy tu hija, tu pequeño pájaro cantor?
—Eres mi pequeño pájaro cantor y eres mi hija, pero ellos dicen que no eres más que una… una muñeca, o una máquina, o una cosa fabricada, y que va contra todas las leyes el que un hombre tenga una hija así, una hija hecha por él mismo, aunque la quiera más que a su vida misma.
—¿Y tú me quieres más que a la vida misma, padre?
—Sí, mi florecita de cerezo, y es por eso que huimos de esa gente ingrata, porque me alejarían de ti y yo no lo soportaría.
—Yo tampoco, padre, no podría vivir sin ti.
—Entonces estaremos juntos, ¿eh? Para siempre.
—Sí, padre. Pero dímelo otra vez, ¿cómo es el lugar al que vamos?
—Se llama Camino Desolación y es tan pequeño y está tan lejos que sólo se conoce por las historias que se cuentan de él.
—¿Y es allí adónde vamos a ir?
—Sí, pimpollito mío, al último pueblo del mundo. A Camino Desolación.
Meredith Monteazul y su hija Ruthie eran personas tranquilas. Y simples, y nada llamativas, pasaban inadvertidas. En el compartimento de tercera clase del Meridiana-Belladonna que cubría la travesía del desierto parando en todas las estaciones, resultaban invisibles debajo de las pilas de equipajes de los otros pasajeros, de las gallinas de los otros pasajeros, de los hijos de los otros pasajeros y de los otros pasajeros. Nadie les hablaba, nadie les preguntaba si podían sentarse a su lado o acomodarse encima de ellos con sus equipajes, sus gallinas y sus niños. Cuando se bajaron en la diminuta estación del desierto, pasó más de una hora antes de que nadie notara su ausencia, y cuando lo hicieron, nadie logró recordar qué aspecto tenían sus compañeros de viaje.
Nadie se percató de ellos cuando bajaron del tren, y nadie los vio llegar a Camino Desolación, ni siquiera Rajandra Das, el autoproclamado jefe de estación, que recibía a todos los trenes que llegaban a su desvencijada estación, nadie se percató de ellos cuando entraron en el BAR/HOTEL cuando faltaban veinte minutos para las veinte. Luego, algo muy parecido a una explosión sostenida de luz llenó el hotel, y en el epicentro del resplandor apareció la mujer más hermosa que nadie hubiera visto jamás. Todos los hombres allí presentes hubieron de tragar saliva con fuerza. Todas las mujeres presentes hubieron de contener una inefable necesidad de suspirar. Una docena de corazones se partieron por la mitad y todo el amor salió en forma de alondras que volaron en círculo alrededor del increíble ser. Era como si el mismo Dios hubiera entrado en la estancia.
Después, la luz del Dios se apagó y sobrevino una oscuridad en la que todos parpadearon y se frotaron los ojos. Cuando los presentes recuperaron la vista, vieron ante ellos un hombre muy ordinario y una niña de unos ocho años, que era la criatura más simple y más gris que nadie hubiera visto jamás. Porque por su naturaleza, Ruthie Monteazul, una niña de una mediocridad apabullante, podía absorber como la luz del sol la belleza de cuanto la rodeaba y almacenarla hasta el momento en que decidía soltarla, toda de golpe, como la bombilla de un flash de intensa belleza. Luego, volvía al anonimato desaliñado y dejaba tras ella, en los corazones, una huella de inexpresable pérdida. Aquél era el primer secreto de Ruthie Monteazul. Su segundo secreto era que su padre la había creado así en su botella genética.
Los increíbles acontecimientos del BAR/HOTEL seguían siendo la comidilla del pueblo cuando Meredith Monteazul y su hija subieron a ver al doctor Alimantando. El gran hombre estaba trabajando en su sala meteorológica, llenando las paredes de símbolos algebraicos ilegibles con un carboncillo.
—Soy Meredith Monteazul y ésta es Ruthie, mi hija. —En este punto, Ruthie hizo una reverencia y sonrió tal como su padre le había hecho ensayar pacientemente en la habitación del hotel—. Soy un criador de ganado de Marsaryt, tristemente incomprendido por su comunidad. Mi hija lo es todo para mí; necesita refugio, necesita protección de la gente ingrata y cruel, porque mi hija es una criatura pobre y simple, que se ha quedado anclada en una edad mental de cinco años. Por eso solicito refugio para mí y para mi pobre hija —suplicó Meredith Monteazul. El doctor Alimantando se limpió las gafas.
—Mi querido señor, comprendo perfectamente lo que es ser incomprendido por la propia comunidad, y puedo asegurarle que en Camino Desolación nunca echamos a nadie. Pobres, necesitados, perseguidos, desesperados, hambrientos, sin hogar, sin amor, culpables, consumidos por el pasado, aquí hay lugar para todos. —Consultó el Plan Maestro de Quinientos Años que colgaba de la pared de la sala meteorológica, amenazado por una invasión matemática—. Su sitio es la Parcela 17, Cueva 9. Rael Mándela le dará herramientas para la granja y el señor Jericó le solucionará los problemas de construcción de la casa. Mientras se la edifican, podrá hospedarse gratuitamente en el hotel del pueblo. —Le entregó a Meredith Monteazul un pergamino—. Aquí tiene los documentos de ciudadanía. Rellénelos cuando pueda y entréguemelos a mí o a Persis Jirones. Y no olvide las dos reglas. Regla número uno, llamar antes de entrar.
Regla número dos, no gritar durante la siesta. Cúmplalas y será feliz aquí.
Así Meredith Monteazul se llevó a su hija y se fue a ver al señor Jericó, quien le prometió que al cabo de una semana tendría una casa con agua, gas de la planta comunitaria de metano y electricidad de la central solar; Rael Mándela les prestó un azadón, una pala, un pico, una plantadora y un surtido de semillas, tubérculos, rizomas y esquejes. También les dio cultivos de crecimiento acelerado para cerdos, cabras, gallinas y llamas de su reserva de células.
—Dime, padre, ¿es aquí donde vamos a quedarnos para siempre?
—Sí, pimpollito mío.
—Es bonito, pero un poco seco, ¿no?
—Mucho.
Rumie decía unas cosas de lo más tontas y obvias; pero ¿qué podía esperar Meredith Monteazul de una niña con una edad mental de cinco años? De todos modos, a él le encantaban sus preguntas tontas. Le gustaba su dependencia devota y su total adoración, pero a veces deseaba haberla diseñado con un cociente de inteligencia más alto.