Una tarde, poco después de la finalización oficial de la siesta, mientras la gente, extraoficialmente, continuaba parpadeando, estirándose y bostezando para salir de un sueño sudoroso, en Camino Desolación se oyó un ruido que no se parecía a nada de lo escuchado hasta aquel momento.
—Suena como una abeja inmensa —dijo Babooshka.
—O como un enjambre de abejas —sugirió el abuelo Harán.
—O como un enjambre de abejas inmensas —dijo Rajandra Das.
—¿Abejas asesinas? —inquirió Eva Mándela.
—Esos bichos no existen —dijo Rael Mándela.
Los gemelos hacían gorgoritos. Comenzaban a dar sus primeros pasos, estaban en esa edad en la que los críos se pasan todo el tiempo cayéndose hacia adelante. Para ellos no existían las puertas abiertas, eran aventureros intrépidos y temerarios. Las abejas asesinas no los habrían intimidado.
—Se parece más al ruido que hace un aeroplano —comentó Mikal Margolis.
—¿Monomotor? —aventuró el doctor Alimantando—. ¿Monomotor fumigador con un solo asiento?
Semejantes aparatos habían sido algo familiar en Deuteronomio.
—No, bimotor —dijo el señor Jericó aguzando el oído afinado—. Bimotor, de dos asientos, pero no fumigador sino un avión de acrobacias, un Yamaguchi y Jones, con dos motores Maybach/Wurtel en configuración impelente-expelente, si no me equivoco.
Fuera cual fuese su origen, el ruido se fue haciendo cada vez más fuerte. Entonces, el señor Jericó descubrió un punto negro en la cara del sol.
—¡Ahí está, fijaos!
Con un aullido semejante al que lanzaría un inmenso enjambre de abejas asesinas, el aeroplano se lanzó en picado desde el sol para volar en sonoro vuelo rasante sobre Camino Desolación. Todo el mundo se agachó, menos Limaal y Taasmin, que lo siguieron con las cabezas erguidas y al perder el equilibrio, acabaron en el suelo.
—¿Qué es eso?
—Mirad… da la vuelta y viene hacia aquí otra vez.
En el vértice de su giro, todos vieron de lleno el aeroplano que tan cerca de ellos había volado. Era un aparato elegante, con forma de tiburón, con dos hélices, una en el morro y otra en la cola inclinada hacia abajo y alas en ángulo. Todos repararon en las brillantes líneas atigradas que llevaba pintadas en el fuselaje y en la sonrisa regañona, llena de dientes, de su morro. El aeroplano volvió a pasar en vuelo rasante sobre Camino Desolación, y a punto estuvo de tocar el extremo de la torre de retransmisión. Las cabezas volvieron a agacharse. El aeroplano se detuvo en plena inclinación lateral y el sol de la tarde se reflejó en el metal pulido. La gente de Camino Desolación saludó con la mano. El aeroplano volvió a lanzarse en picado sobre el pueblo.
—¡Mirad, el piloto también nos saluda! Los habitantes del pueblo agitaron las manos con fervor. Por tercera vez el aeroplano pasó en vuelo rasante sobre las casitas de adobe de Camino Desolación. Y por tercera vez se inclinó lateralmente.
—¡Vuelve a bajar!
De las puntas de las alas, el morro y la cola inclinada hacia abajo emergió el tren de aterrizaje. El aeroplano hizo una última pasada, casi a la altura de las cabezas y aterrizó en dirección al terreno despejado, al otro lado de las vías férreas.
—¡No lo logrará! —presagió el doctor Alimantando, pero no obstante, corrió junto con los demás hacia la enorme nube de polvo que se elevaba del otro lado de las vías.
Se encontraron con que el aeroplano iba hacia ellos de frente. Todos se dispersaron, el aeroplano viró, una roca le arrancó la rueda de un ala y cayó de lado, abriendo un surco profundo en el polvo. Los buenos ciudadanos de Camino Desolación se apresuraron a acudir en auxilio del piloto y el pasajero, pero el piloto no había quedado atrapado y descorría ya la cubierta corredera de la cabina, se ponía en pie y gritaba:
—¡Sois todos unos torpes y unos cabrones! ¡Cabrones, torpes y estúpidos! ¿Por qué me habéis hecho una cosa así? ¿Eh? ¡Está arruinado, destrozado, no volverá a volar en su vida, todo por culpa de unos torpes que son tan torpes que no saben mantenerse alejados de los aeroplanos! ¡Mirad lo que me habéis hecho, fijaos bien!
El piloto se echó a llorar.
Se llamaba Persis Jirones.
Había nacido con alas, en las venas llevaba hidrógeno líquido para aviones y viento en los nervios. Por parte de padre, venía de tres generaciones de Acróbatas Aéreos del Circo Rockette Morgan, y por parte de madre, tenía toda una genealogía de fumigadores aéreos, pilotos comerciales, comandantes de vuelos chárter e intrépidos que se remontaba hasta su tatarabuela Indhira quien, presuntamente había pilotado Planeadores Praesidium mientras alguien se dedicaba a inventar el mundo.
Persis Jirones había nacido para volar. Era un enorme pájaro rugiente y majestuoso. Para ella, la pérdida de su avión no era menos grave que la pérdida de una pierna, o un ser amado, o una vida.
Desde que tenía diez años había dedicado todo su tiempo, su dinero, sus energías y su amor al Asombroso Bazar Aéreo de Persis Jirones, un circo aéreo de una sola mujer y una sola pista, una feria celeste que no sólo había hecho las delicias de audiencias boquiabiertas con sus acrobacias que desafiaban a la muerte, sino que también las había educado al proporcionarles a cuantos estuvieran dispuestos a pagar su modesta tarifa, unas vistas aéreas de sus granjas, primeros planos del tiempo y excursiones turísticas a sitios de interés local. Empleada de este modo, había recorrido en dirección al este la mitad superior del mundo hasta llegar a la ciudad de los llanos de la Estación Wollamurra.
«Visitad el Gran Desierto —invitaba a los criadores de ovejas de la Estación Wollamurra— os quedaréis maravillados ante las vertiginosas profundidades de los cañones, contemplaréis las fuerzas de la Naturaleza que han esculpido estupendos arcos naturales y altísimas columnas de piedra. Toda la historia de la tierra expuesta en piedra a vuestros pies: por un dólar con cincuenta centavos os garantizo un viaje que jamás olvidaréis».
Para Junius Corders, el enfurecido pasajero que ocupaba el asiento de la cola, la cháchara de propaganda resultó del todo cierta. Cuando habían transcurrido veinte minutos desde que salieran de la Estación Wollamurra, y cuando los cañones, los estupendos arcos y las altísimas columnas se hallaban aún a cien kilómetros, Persis Jirones descubrió que la aguja del combustible no se había movido. Le dio unos golpecitos. Los indicadores rojos del control de combustible oscilaron y cayeron en picado hasta la señal de vacío.
—¡Mierda! —exclamó Persis.
Conectó un comentario grabado sobre las maravillas del Gran Desierto para que Junius Corders permaneciera callado y examinó los mapas en busca de un asentamiento cercano donde poder efectuar un aterrizaje de emergencia. Era evidente que no podía regresar a la Estación Wollamurra, pero los mapas de ROTECH no le sirvieron de consuelo. Comprobó el equipo de radiolocalización. Indicaba una fuga de microondas a unos veinte kilómetros de distancia, del tipo relacionado con las retransmisiones en la red de comunicaciones planetaria.
—Tendré que comprobarla, supongo —se dijo a sí misma, y se concentró, junto con su aeroplano y su pasajero, en la decisión que acababa de tomar.
Descubrió un diminuto asentamiento allí donde no debía haber ninguno. Eran unos ordenados cuadrados de verde y la luz se reflejaba en los colectores solares y los canales de riego. Alcanzó a distinguir los tejados de rojas tejas de las casas. Y había gente.
—Agárrese fuerte —le ordenó a Junius Corders, para quien aquel era el primer indicio de que algo no funcionaba—. Vamos a aterrizar.
Con la última gota de combustible, logró hacer descender a su amado pájaro, ¿y qué había ocurrido después? Tan profundo era su disgusto, que se negó a abandonar Camino Desolación junto con Junius Corders en el Expreso Ares Llangonedd-Regocijo de las 14:14.
—He llegado volando y me iré volando —declaró—. Del único modo que pienso salir de aquí es sobre un par de alas.
Rajandra Das intentó encantar a la rueda para que volviese a ocupar su sitio en la punta del ala, pero lograr que el aeroplano volviera a remontar vuelo superaba sus poderes e incluso los del soplete de soldar de Rael Mándela. Lo más mortificante de todo para la única superviviente del Asombroso Bazar Aéreo de Persis Jirones era que el soplete de soldar de Rael Mándela funcionaba nada menos que con hidrógeno líquido de primera para aviones, cien por cien puro y sin adulteraciones.
Así, el doctor Alimantando le buscó a Persis Jirones una casa y un huerto para que no se muriera de hambre, pero era incapaz de ser feliz, porque llevaba el cielo reflejado en los ojos. Cuando veía las enjutas aves del desierto reunidas en las antenas de la torre de retransmisión, se amargaba porque unos tontos le habían roto sus alas. Se acercaba al borde de los acantilados a contemplar cómo los pájaros se elevaban en las corrientes de aire caliente y se preguntaba cuánto debería extender los brazos para elevarse como ellos y ser impulsada hacia arriba por el remolino de viento hasta perderse en la lejanía.
Una noche, Mikal Margolis le hizo dos proposiciones y como sabía que únicamente si se sumergía en ellas sería capaz de olvidarse del cielo, las aceptó. Esa noche, y durante las veinte noches siguientes, la paz de los ciudadanos se vio interrumpida por los extraños ruidos que provenían de la morada de Margolis. Algunos de esos ruidos eran los aullidos y los maullidos de la copulación. Los otros sonaban a decoración de interiores.
Al aparecer el cartel, todo resultó evidente. Rezaba así:
FERROCARRIL BELÉN ARES / HOTEL
COMIDAS * BEBIDAS * HABITACIONES
PROPIETARIOS: M. MARGOLIS, P. JIRONES
—No es hijo mío —declaró, ultrajada, Babooshka—. Mira que hacer caso omiso de su querida madre para irse con una forastera barata, y llenar las noches pacíficas con ruidos que no me atrevo siquiera a describir. ¡Qué vergüenza! ¡Y ahora esa guarida del pecado y la sodomía! ¡BAR/HOTEL, ja! ¡Como si su querida madre no supiera de qué va eso! Se cree que su querida madre se chupa el dedo, ¿eh? Harán —le dijo a su futuro marido—, en mi vida pondré un pie en ese lugar. A partir de ahora, ya no es hijo mío. No lo reconozco.
Con gazmoñería escupió en el suelo, ante el BAR/HOTEL. Esa noche, Persis Jirones y Mikal Margolis dieron una sonada fiesta de inauguración, en la que ofrecieron toda la cerveza de maíz que cada cual pudiera beber, que no fue mucho, porque sólo asistieron cinco invitados. Hasta el doctor Alimantando fue persuadido para que abandonase sus estudios durante una noche y acudiera a la celebración. El abuelo Harán y Babooshka se quedaron a cuidar a los pequeños Limaal y Taasmin. Al abuelo Harán le habría encantado asistir y se hizo acreedor de las miradas de reproche de Babooshka cada vez que ésta lo sorprendía mirando con anhelo hacia la luz y el ruido. Su prohibición de trasponer el umbral del BAR/HOTEL incluía, necesariamente, a su marido.
Al día siguiente de la fiesta, Persis Jirones condujo a Rajandra Das, al señor Jericó y a Rael Mándela hasta el otro lado de las vías del ferrocarril, los tres hombres desmontaron el avión de acrobacias cubierto de arena y lo metieron en baúles de té. Durante la operación de desmontaje, Persis Jirones no pronunció una sola palabra. Encerró las partes de su aeroplano en la cueva más profunda y oscura del BAR/HOTEL y guardó la llave en un bote. Sin embargo, nunca logró olvidar del todo dónde había puesto el bote.
Una madrugada, cuando faltaban dos minutos para las dos, se montó encima de Mikal Margolis y le susurró al oído:
—¿Sabes lo que nos hace falta, cariño? ¿Lo que de verdad necesitamos para que todo sea perfecto?
Mikal Margolis contuvo el aliento, esperando que le dijese que necesitaban anillos de boda, niños, pequeñas perversiones de cuero y goma.
—Una mesa de billar.