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Rajandra Das vivía en un agujero debajo de la Plataforma 19 de la Estación Principal de Meridiana. Compartía el agujero con muchas otras personas; debajo de la Estación Principal de Meridiana había muchos agujeros, de modo que también había mucha gente.

Se autodenominaban caballeros del ocio, peritos de la libertad, becarios del Universuum de la Vida, Espíritus Alegres. Los directivos ferroviarios los llamaban chicos de las cloacas, vagabundos, mendigos, filibusteros, gorrones y holgazanes. Los pasajeros los llamaban nobles venidos a menos, desafortunados, almas caídas y caballeros del infortunio y abrían sus monederos cuando se los encontraban acuclillados en los escalones de la estación, con las manos tendidas para recibir una lluvia de centavos, mientras miraban fijamente con ojos blanquecinos, cortesía de unas lentes de contacto especiales con cataratas, fabricadas por la Compañía Oftalmológica Luz de Oriente, de la calle del Pan Oriental. Sin embargo, Rajandra Das se consideraba muy por encima de las dádivas de los viajeros de Meridiana. Se mantenía principalmente en el interior de la comunidad subterránea de la Estación Principal, y vivía de lo que los mendigos podían pagarle a cambio de sus servicios. Gozaba de una cierta dosis de respeto (aunque el valor que se le otorgaba al respeto en un reino de vagabundos era algo cuestionable), porque era poseedor de un talento.

A Rajandra Das le había sido dado el poder de encantar todo tipo de maquinaria. No había nada mecánico, eléctrico, electrónico o submolecular que se resistiera a Rajandra Das. Adoraba las máquinas, adoraba desmontarlas, hacer chapuzas, volver a montarlas, mejorarlas; y a las máquinas les encantaba el tacto de sus dedos largos y diestros cuando acariciaban sus entrañas y hacían vibrar sus componentes sensibles. Las máquinas cantaban para él, ronroneaban para él, lo hacían todo para él. Las máquinas lo amaban con loca pasión. Toda vez que un dispositivo de los agujeros que había debajo de la Estación Principal de Meridiana se estropeaba, se dirigía directamente a Rajandra Das, quien entonces tarareaba, lanzaba risotadas y se mesaba la prolija barba castaña. Acto seguido, de su chaqueta con múltiples bolsillos, extraía destornilladores, desmontaba el dispositivo y, cinco minutos más tarde, lo dejaba arreglado y funcionando mejor que antes. Engatusaba a las bombillas eléctricas con una vida útil de cuatro meses para que funcionaran durante dos años. Era capaz de afinar tanto las radios que después captaban las conversaciones cósmicas entre los habitáis en órbita espacial de ROTECH. Sabía reconectar brazos y piernas protésicas (que no escaseaban en la Estación Principal de Meridiana) para que fueran más veloces y más fuertes que los miembros de carne y hueso a los que reemplazaban.

Tales habilidades no pasaron inadvertidas para las autoridades de la estación, y en cierta ocasión, cuando un filtro de prefusión no cumplía con su cometido o un fallo persistente en la botella de presión número tres hacía que los ingenieros, frustrados, lanzaran al suelo sus llaves inglesas E-M inductoras de campo, entonces, el subaprendiz más joven era enviado al laberinto de pasillos y túneles con olor a heces a buscar a Rajandra Das. Y Rajandra Das componía el fallo y ajustaba el filtro averiado y todo volvía a funcionar bien, si no mejor.

Y así, Rajandra Das llevaba una vida encantada; inmune a las purgas periódicas de la policía del transporte, respetado y querido y con una situación desahogada. Pero un día, Rajandra Das ganó la Lotería del Gran Ferrocarril.

Se trataba de un ingenioso producto de la ingeniería social diseñado por un vago legendario conocido exclusivamente con el nombre del Viejo Tipo Sabio, y funcionaba así.

Una vez al mes, el nombre de cada ser subterráneo que vivía debajo de la Estación Principal de Meridiana entraba en una tómbola. Se sacaba un nombre y el ganador era invitado a abandonar la Estación Principal de Meridiana esa misma noche en cualquier tren de su elección. Porque el Viejo Tipo Sabio se había percatado de que la Estación Principal de Meridiana no era más que una trampa; un agujero abrigado, cómodo y seco, una invitación a la eternización de la mendicidad y la automortificación más conformistas.

Era la negación de todo potencial humano. Era una cárcel moderada. Y como era viejo y sabio (viejo como el mundo, sostenía la leyenda) el Viejo Tipo Sabio instituyó dos leyes que regían su juego. La primera establecía que en la tómbola debían entrar todos los nombres sin excepción. La segunda, que ningún ganador podía rechazar el premio.

Y así fue como la tómbola de la salita con postales de los ganadores anteriores colgadas en las paredes lanzó un ronroneo y una tosecita y escupió el nombre de Rajandra Das. Tal vez fue pura cuestión de suerte. Aunque muy bien pudo haberse debido a las ansias por caer bien de la máquina de la tómbola. Fuera como fuese, Rajandra Das ganó y mientras metía sus escasas posesiones en una bolsa de lona, por arriba, como por debajo de la Estación Principal de Meridiana, en el Apartadero de Carga de la avenida Esterhazie se inició el rumor que llegó hasta la oficina del jefe de estación, el señor Populescu:

—Rajandra Das ha ganado la lotería… ¿te has enterado? Rajandra Das ha ganado la lotería… se marcha esta noche…

—¿De veras?

—Sí, ha ganado la lotería.

De modo que cuando se hizo medianoche y Rajandra Das se acuclilló en una boca de inspección junto a la Línea Principal Descendente Número Dos, a esperar que la señal luminosa cambiara, al lado de las vías había unas doscientas personas que habían acudido a despedirlo.

—¿Hacia dónde te diriges? —inquirió Djon Pot Huahn, compañero de agujero y fiel proveedor.

—No lo sé. Creo que, a la larga, acabaré en Sabiduría. Siempre he querido conocer Sabiduría.

—Pero RD, eso está en el otro extremo del mundo.

—Razón de más para llegar allí.

Y entonces, la señal luminosa cambió a verde y al fondo de las vías, desde el brillante fulgor de la Estación Principal de Meridiana, se oyeron los resoplidos y siseos del vapor calentado por fusión. De entre la luz resplandeciente y el vapor salió el tren, mil toneladas y media de resonante acero de la Belén Ares. Con agobiante lentitud, los furgones rodaron pesadamente ante el escondite de Rajandra Das. Rajandra Das contó hasta doce, su número de la suerte, y saltó. Mientras corría entre el tren y las filas de amigos sinceros, las manos se tendieron hacia él para palmearlo en las espalda y una serie de voces le lanzaron gritos de ánimo. Rajandra Das sonrió y los saludó con la mano sin dejar de correr. Poco a poco, el tren fue aumentando la velocidad. Rajandra Das escogió su vagón y saltó sobre el enganche. De la oscuridad surgieron gritos, vivas y aplausos. Se desplazó por el costado del furgón e intentó abrir la puerta. Su encanto no le había fallado. No estaba cerrada con llave. Rajandra Das hizo deslizar la puerta y entró rodando. Se acomodó sobre una pila de cajas de mangos. El tren se internó en la noche.

Durante su sueño incómodo e irregular, Rajandra Das tuvo la impresión de que el tren se detenía durante largos períodos en anónimas estaciones de empalme para dar paso a trenes más brillantes y veloces. Al amanecer se despertó y desayunó mangos. Abrió la puerta y se sentó con las piernas colgando sobre las vías, y contempló cómo salía el sol desde el otro lado de un vasto desierto rojo, mientras iba comiendo mangos que cortaba con su cuchillo de hojas múltiples de las Fuerzas de Defensa, robado en la Ferretería Krishnamurthi, de la calle del Agua. Como no tenía otra cosa que contemplar que una enorme extensión de desierto rojo, volvió a dormirse y soñó con las torres de Sabiduría, que brillaban bajo la luz del amanecer mientras el sol salía al otro lado del Mar Sínico.

Cuando faltaban doce minutos para las doce, Rajandra Das despertó al notar una pequeña explosión en la base de su columna. Vio las estrellas; acicateado por el dolor, luchó por recuperar el aliento. Notó otra explosión y otra más. Rajandra Das no estaba aún lo bastante despierto como para darse cuenta de que se trataba de patadas en los riñones. Incapaz de respirar lo suficiente como para gritar, rodó sobre la espalda y una cara sudorosa y peluda le soltó de lleno todo su miasma.

—Maldito vagabundo, holgazán, bueno para nada —gruñó la cara grasienta.

Un pie se movió hacia atrás dispuesto a encajar otra patada.

—No no no no no no no, no patees —gimió Rajandra Das cuando en algún recoveco de sus pulmones encontró aire suficiente para suplicar con las manos levantadas a guisa de inútil defensa.

—Maldito vagabundo, holgazán, bueno para nada —repitió con más énfasis el aliento de miasma, y le encajó a Rajandra Das otra patada que lo dejó sin aliento.

Una mano agarró a Rajandra Das por la chaqueta raída y lo levantó en vilo.

—Te vas a bajar —dijo la cara arrastrando a Rajandra Das hasta la puerta abierta.

Bajo las ruedas, el desierto rojo pasaba raudamente.

—No no no no no —suplicó Rajandra Das—. Aquí no, en el desierto no. ¡Es un asesinato!

—¿Y a mí qué me importa? —gruñó la cara sudorosa, pero algún vestigio de decencia que los Ferrocarriles Belén Ares habían dejado intacto debió de sentirse aludido, porque depositó a Rajandra Das sobre un montón de cajas de mangos y se sentó a observarlo mientras se daba golpecitos en el muslo con la porra—. A la mínima que el tren aminore la marcha, te bajas.

Rajandra Das no dijo palabra. Sentía cómo los cardenales de la espalda se le iban poniendo morados.

Al cabo de media hora el furgón dio una sacudida. Por la presión de los cardenales, Rajandra Das dedujo que el tren aminoraba la marcha.

—Dónde estamos, ¿eh? ¿En algún sitio civilizado?

El guardia sonrió dejando al descubierto unas ventanitas de dientes podridos. El tren aminoró la marcha. Con un chirrido de frenos, se detuvo. El guardia abrió la puerta dejando entrar el brillante resplandor del sol.

—Ey ey ey, pero ¿qué es esto? —inquirió Rajandra Das parpadeando deslumbrado.

Acto seguido se encontró tirado en el suelo duro, otra vez sin aliento. El bolso de lona le cayó sobre el pecho con un ruido seco y le causó un gran dolor. Sonaron unos silbatos, el vapor siseó, los pistones matraquearon. Un hilillo de líquido caliente bajó por la cara de Rajandra Das. ¡Sangre!, pensó. Parpadeó, escupió y se sentó. El guardia le estaba orinando encima; riendo estruendosamente, se guardó el verrugoso miembro en el interior de los rancios pantalones. El tren soltó un silbido y se puso en movimiento.

—Cabrones —dijo Rajandra Das dirigiéndose a la compañía ferroviaria en general.

Se limpió la cara con la manga. La orina formó una oscura mancha roja en el polvo.

Podría haber sido sangre. Todavía sentado, Rajandra Das le echó una prolongada mirada al lugar donde había aterrizado. Casitas de adobe, uno o dos muros blancos, un poco de verde, unos cuantos árboles, unas bombas eólicas, un puñado de colectores solares con forma de rombo y una rechoncha torre de retransmisión de microondas en lo alto de una pila de rocas que daban toda la impresión de estar habitadas.

—No está mal —dijo Rajandra Das, amado por tómbolas, trenes, furgones, pero no por los guardias, nunca por los guardias de la Compañía Ferroviaria Belén Ares.

Bajo el calor rielante del mediodía se acercaban unas siluetas. Rajandra Das se incorporó con dificultad y fue al encuentro de sus nuevos anfitriones.

—Ey —dijo—, ¿saben si por aquí hay algún sitio que venda postales de este lugar?