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El señor Jericó había impulsado su carro plano de ferrocarril a través de bosques y llanuras. En él había recorrido prados y metrópolis. Lo había impulsado a través de arrozales, huertos, pantanos y montañas. En aquel momento atravesaba el Gran Desierto.

Era paciente. Era obstinado. Era un hombrecito huesudo, duro y negro como la raíz pulida de un árbol del desierto, inexorable y sin edad. Habría sido capaz de darle a la manivela e impulsar su carro plano hasta el borde del mundo si con ello hubiera logrado ocultarse de los hombres que querían matarlo. Lo habían encontrado en Telpherson, en el Apartadero de Namanga hasta en Xipotle, a pesar de que incluso a él le había resultado difícil dar con Xipotle. Se había pasado cinco días mirando por encima del hombro, y al sexto, ya no fue preciso, porque los asesinos vestidos come ciudadanos se habían apeado del tren llamando la atención de todo e mundo, y el señor Jericó se había marchado a esa misma hora.

La suya había sido una salida a la desesperada; se había dirigido hacia el Gran Desierto, pero la desesperación y el desierto eran lo único que le quedaba al señor Jericó.

Tenía las manos ampolladas de tantx impulsar la barra recalentada, y se le estaba acabando el agua, pero continuaba dándole a la ridícula manivela del carro plano de ferrocarril a través de kilómetros y kilómetros de piedra y ardiente arena roja. No L hacía gracia la idea de morir entre aquellas piedras y la ardiente aren; roja. No era forma de morir para un Paternóster de las Familias Exalta das. Así lo decía Jim Jericó. Así lo decía la sabiduría reunida de su Exaltados Antepasados que saltaba en el limbochip que llevaba clavada en el hipotálamo. Tal vez era preferible la aguja de un asesino. O tal ve no. El señor Jericó volvió a aferrar la manivela y lentamente, con dolo: hizo que el carro plano se pusiera en movimiento.

Era el Paternóster más joven que había logrado acceder a las Líneas Exaltadas y había tenido que echar mano de toda la sabiduría almacenada por sus antepasados, incluida la de su lamentado predecesor inmediato, Paternóster Willem, para sobrevivir durante sus primeros meses en el poder. Habían sido los Antepasados Exaltados quienes lo habían urgido a trasladarse de Metrópolis al Nuevo Mundo.

Una economía en expansión, habían dicho, mil y una parcelas operativas por explotar.

Y él las había explotado, porque la explotación era la finalidad de las Familias Exaltadas: la delincuencia, el vicio, la extorsión, el chantaje, la corrupción, el narcotráfico, las apuestas, el fraude informático, la esclavitud: mil y una parcelas económicas. El señor Jericó no había sido el primero, pero había sido el mejor. La audacia de su osadía delictiva pudo haber hecho contener el aliento del público en general de pura admiración indignada, pero también le había ganado rivales que, después de superar rencillas de poca monta, se aliaron para destruirlo a él y a su Familia. Restablecida la paz, pudieron retomar su guerra de aniquilación mutua.

El señor Jericó se detuvo para secarse el sudor salado de la frente. A pesar del auxilio de las Disciplinas Damantinas, sus fuerzas estaban tocando a su fin. Cerró los ojos para no ver el fulgor del sol sobre la arena, se concentró e intentó exprimir las glándulas suprarrenales para que liberaran la noradrenalina que le permitiría seguir adelante. Las voces de los Antepasados Exaltados clamaban en su interior como cuervos en una catedral; palabras de consejo, palabras de aliento, palabras de advertencia, palabras de desdén.

—¡Callaos! —rugió al cielo azul iónico.

Y se hizo el silencio. Fortalecido por su empecinamiento, el señor Jericó volvió a aferrar la barra. La barra bajó. Y subió. El carro plano se puso en movimiento. La barra bajó. Y subió. Al subir, el señor Jericó atisbo un fulgor verdoso en el horizonte cercano. Parpadeó, se secó el sudor que le caía en los ojos y miró con más detenimiento. Verde. Verde complementario sobre rojo. Dominó la vista tal como le había enseñado Paternóster Augustine, centrándola en los límites entre los objetos, donde las diferencias se hacían aparentes. Auxiliado por este método, logró distinguir pequeños alfilerazos de luz: el sol reflejándose en paneles solares, dedujeron las sabidurías reunidas de los Antepasados Exaltados. Verde sobre rojo y paneles solares. Signos de habitación. El señor Jericó aferró la barra con renovado vigor.

Entre sus pies había dos objetos. Uno era una bufanda de seda con estampados indostánicos. Envuelta en ella había una pistola de agujas, con empuñadura hecha de huesos humanos, el arma de honor tradicional entre las Familias Exaltadas. El otro era una bolsa de cuero engañosamente pequeña, tipo maletín. Contenía tres millones y cuarto de dólares nuevos, en billetes grandes del Banco Unido del Desembarco en Solsticio. Esos dos objetos, junto con la ropa que llevaba puesta y los zapatos que calzaba, eran las únicas cosas que el señor Jericó había logrado llevar consigo la Víspera de la Destrucción.

Sus enemigos habían atacado al unísono y por todas partes. Aunque a su alrededor su imperio se desmoronaba en una orgía de bombas, incendios y asesinatos, el señor Jericó había tenido tiempo de detenerse un instante para admirar la eficacia de sus adversarios.

Así lo establecía la senda del honor. Los había tristemente subestimado, no eran los paletos ni los jefes militares pueblerinos e insignificantes por los que él los había tomado.

La próxima vez sabría a qué atenerse. Del mismo modo que ellos habían subestimado a Jameson Jericó si creían que iba a doblegarse ante ellos. A su alrededor, los suyos iban cayendo: muy bien, trabajaría solo. Activó su mecanismo de huida. En la fracción de segundo antes de que los programas virus redujeran su red de datos a una sopa proteica, Jameson Jericó obtuvo una nueva identidad. Una centésima parte de un segundo antes de que los programas de auditoria del gobierno accedieran a su matriz de créditos, Jameson Jericó transfirió siete millones de dólares a las cuentas que una serie de falsas empresas habían abierto en las sucursales bancarias de cincuenta pueblecitos del hemisferio norte del planeta. Sólo había tenido tiempo de adeudar el dinero que llevaba en su maletín negro cuando los Paternósters descubrieron su muerte falsificada (pobre tío su doble, pero los negocios eran los negocios) y enviaron en su busca asesinos y programas rastreadores. Jameson Jericó dejó atrás casa, esposa, hijos, cuanto había querido y cuanto había creado. En ese momento, corría por el Gran Desierto en un carro plano robado a los Ferrocarriles Belén Ares, en busca del último lugar en el mundo donde a nadie se le ocurriera buscarlo.

Atardecía casi cuando el señor Jericó llegó al asentamiento. No resultaba nada impresionante, y menos para un hombre acostumbrado a los grandiosos panoramas arquitectónicos de las antiguas ciudades del Gran Valle, que se había criado en Metrópolis, la ciudad anular, la más poderosa de todas. Había una casa, una choza de adobe levantada contra un saliente de roca roja cubierta de ventanas, una torre de retransmisión de microondas, un puñado de colectores solares, bombas cólicas y mucho huerto verde ligeramente descuidado. Con todo, el aislamiento de aquel lugar impresionó enormemente al señor Jericó. A nadie se le ocurriría ir allí a buscarlo. Bajó del chirriante carro plano para remojarse las ampollas en el aljibe que había junto a la casa. Empapó el pañuelo rojo y se humedeció la nuca con el agua tibia mientras iba mentalmente catalogando el huerto. Maíz, judías, cebollas, zanahorias, patatas, blancas y dulces; ñames, espinacas, hierbas diversas. El agua iba goteando rojiza por los canales de riego que había entre las parcelas.

—No nos faltará de nada —dijo el señor Jericó para sus adentros. Los Antepasados Exaltados estuvieron de acuerdo. Un halcón desértico chilló desde lo alto de la torre de microondas.

—¡Hola! —gritó el señor Jericó con todas sus fuerzas—. Hoooolaaa… —No se oyó eco alguno. No había allí nada que sirviera de eco a su voz, a excepción de las rojas colinas que se alzaban en el horizonte sur—. Hooolaaa…

Al cabo de un rato, una figura salió de la choza de adobe; era un hombre alto y delgado, oscuro como el cuero. Tenía unos largos bigotes enroscados.

—Me llamo Jericó —dijo el señor Jericó, ansioso por ganar ventaja.

—Alimantando —dijo el hombre alto y coriáceo. Tenía una expresión insegura—. Doctor —añadió.

Los dos hombres hicieron una reverencia envarada, insegura.

—Encantado de conocerlo —dijo el señor Jericó. Alimantando era un nombre de Deuteronomio: gente susceptible la de Deuteronomio. Eran de los primeros colonizadores, tendían a pensar que el planeta entero les pertenecía y se mostraban un tanto intolerantes con los recién llegados—. Verá, estoy de paso, pero necesito un sitio donde pasar la noche, agua, comida y un techo. ¿Puede ayudarme?

El doctor Alimantando estudió al huésped no invitado. Se encogió de hombros.

—Soy un hombre ocupado. Me encuentro inmerso en una importante investigación y agradecería que no perturbaran mi tranquilidad de ánimo.

—¿Y qué es lo que está investigando?

—Estoy reuniendo un compendio de teorías cronodinámicas. Los Antepasados Exaltados lanzaron la respuesta adecuada a la superficie de la mente del señor Jericó.

—Ah, como los Postulados sobre la Sincronización de Webener y la Triple Paradoja de Chen Tsu.

La mirada suspicaz del doctor Alimantando contenía el fulgor del respeto.

—¿Cuánto piensa quedarse?

—Sólo una noche.

—¿Seguro?

—Seguro. Estoy de paso. Me quedaré sólo una noche.

El señor Jericó sólo se quedó una noche que duró veinte años.