Durante tres días el doctor Alimantando había atravesado el desierto tras la persona verde. Siguiendo las señas que le hacía un dedo formado de judías escarlata articuladas, había navegado por el desierto de arenisca roja, el desierto de piedras rojas y el desierto de arena roja. Y cada noche, sentado junto al fuego que encendía con restos de madera petrificada, mientras escribía en sus diarios, salía el anillo lunar, aquel torrente enjoyado de satélites artificiales, que atraía a la persona verde haciéndola emerger de las profundidades del desierto.
La primera noche, los meteoros titilaban allá en la estratosfera cuando la persona verde se acercó al doctor Alimantando.
—Deja que me acerque a tu fuego, amigo, deja que me caliente, dame abrigo, porque yo provengo de una época más cálida que ésta.
El doctor Alimantando hizo unas señas a la persona verde para que se acercara. Al observar la extraña silueta desnuda, el doctor Alimantando se sintió impulsado a preguntar:
—¿Qué clase de criatura eres?
—Soy un hombre —repuso la persona verde. Al hablar, su boca, sus labios, su lengua aparecían verdes como una hoja. Sus dientes eran pequeños y amarillos como los granos del maíz—. ¿Y tú qué eres?
—Un hombre también.
—Entonces somos iguales. Atiza el fuego, amigo, déjame sentir el calor de las llamas.
El doctor Alimantando pateó la pila de madera gris y las chispas se elevaron hacia la noche. Al cabo de un rato, la persona verde preguntó:
—¿Tienes agua, amigo?
—Sí, pero quiero utilizarla con cautela. No sé cuánto tiempo me pasaré atravesando este desierto, ni si volveré a encontrar agua durante mi viaje.
—Amigo, mañana te conduciré hasta donde hay agua si esta noche me das tu termo.
El doctor Alimantando se quedó inmóvil durante largo rato bajo las luces inquietas del anillo lunar. Después, desenganchó de la mochila uno de los termos y por encima de las llamas se lo pasó a la persona verde. Ésta se bebió todo el contenido del termo. A su alrededor, el aire se colmó de un aroma de verdor, como el que inunda los bosques después de una lluvia de primavera. Después, el doctor Alimantando se quedó dormido y no soñó absolutamente nada.
A la mañana siguiente, junto a los rescoldos del fuego, donde había estado la persona verde, sólo encontró piedras rojas.
La segunda noche, el doctor Alimantando acampó, comió y escribió en su diario.
Luego, permaneció sentado, embargado por la estimulante sensación de vastedad del desierto de piedra. Había navegado y navegado, alejándose de las colinas de Deuteronomio, del desierto de arenisca roja, por el desierto de piedra roja, a través de tierras llenas de abismos y grietas, como un cerebro petrificado, por suelos de piedra pulida, entre cimas erosionadas de oscuro cristal volcánico, por bosques que habían estado petrificados durante un billón de años, descendiendo por cursos de agua que llevaban secos un billón de años, a través de empalizadas esculpidas por el viento, por mesetas fantasmales, saltando por encima de delgados bordes de granito para zambullirse en cañones de ecos infinitos, sujetándose con ojos aterrorizados a cada saliente mientras los levitadores promagnéticos de la tabla eólica se esforzaban por mantenerla a flote. Había corrido delante del viento persistente, había navegado y navegado hasta que los primeros alfilerazos de las estrellas nocturnas traspasaron el cielo.
Mientras estaba allí sentado, unos láser azulados titilaron a rachas por la bóveda celeste, y la persona verde volvió a acudir a él.
—¿Dónde está el agua que me prometiste? —le preguntó el doctor Alimantando.
—Hace tiempo, había agua por todas partes, y volverá a haberla —repuso la persona verde—. Esta piedra que aquí ves, en otros tiempos fue arena y volverá a ser la arena de una playa dentro de un millón de años.
—¿Dónde está el agua que me prometiste? —gritó el doctor Alimantando.
—Acompáñame, amigo.
La persona verde lo condujo por una abertura en el desfiladero rojo y allí, en la oscura profundidad, oyeron el gorgoteo solitario del agua clara que iba manando de una grieta en la roca para caer a un pequeño estanque oscuro. El doctor Alimantando llenó sus termos pero no bebió. Temía manchar aquella agua antigua y solitaria. En el lugar donde había estado la persona verde, unos tallos verde pálido comenzaron a asomar a través de las húmedas huellas de sus pies. Entonces, el doctor Alimantando se quedó dormido y en toda la noche no soñó absolutamente nada.
A la mañana siguiente, junto a los rescoldos del fuego, donde la persona verde se había sentado, apareció un árbol gris marchito.
A la tercera noche, después del tercer día, cuando había navegado por el desierto de arena roja, el doctor Alimantando hizo la fogata, preparó el campamento y escribió sus observaciones y especulaciones en los diarios encuadernados en piel, con su letra fina, delicada, llena de rizos y fiorituras. Esa noche estaba cansado; la travesía del desierto de arena lo había dejado extenuado, seco. Al inicio del viaje, había sentido las cosquillas del regocijo y los granos de arena arrastrados por el viento mientras se elevaba una y otra vez en su tabla cólica para superar la perpetua rompiente de las olas de arena. Había viajado por la arena roja, por la azul, la amarilla, la verde, la blanca y la negra, ola tras ola hasta que la rompiente lo quebró y lo dejó exhausto y seco, para enfrentarse al desierto de soda, al de sal y al de ácido. Y más allá de esos desiertos, en el lugar que superaba todo cansancio, estaba el desierto de la calma, donde se oía el tañir de campanas lejanas, como si sonaran en los campanarios de ciudades que llevaran sepultadas en la arena un billón de años, o en los campanarios de ciudades que allí se alzarían dentro de un billón de años. Y en el corazón del desierto, el doctor Alimantando se detuvo, y bajo un cielo hecho enorme por las luces de una Nave Planeadora que llegaba al borde del mundo, la persona verde acudió a él por tercera vez. Se acuclilló lejos del halo de la luz del fuego y con el dedo se puso a dibujar figuras en el polvo.
—¿Quién eres? —le preguntó el doctor Alimantando—. ¿Por qué atormentas mis noches?
—A pesar de que viajamos por dimensiones diferentes, al igual que tú, soy un viajero en este árido lugar falto de agua —repuso la persona verde.
—Explícame eso de «dimensiones diferentes».
—El tiempo y el espacio. Tú, tiempo; yo, espacio.
—¿Cómo es posible? —inquirió, extrañado, el doctor Alimantando, que sentía un interés apasionado por el tiempo y la temporalidad.
Por culpa del tiempo lo habían echado de su hogar, en las verdes colinas de Deuteronomio, tachado de «demonio», «hechicero» y «devorador de niños» por sus vecinos que no lograban encajar su excentricidad creativa e inocua dentro de su mundo estrictamente definido de vacas, casas de madera, ovejas, ensilaje y cercas de blancas estacas.
—¿Cómo haces para viajar por el tiempo, algo que me he pasado años tratando de conseguir?
—El tiempo forma parte de mí —respondió la persona verde poniéndose en pie y pasándose las puntas de los dedos por el cuerpo—. Por eso he aprendido a controlarlo, como he aprendido a controlar las demás partes de mi cuerpo.
—¿Se puede enseñar esa habilidad?
—¿A ti? No. No tienes el color adecuado. Pero algún día lo aprenderás de un modo distinto, creo.
Al doctor Alimantando el corazón le dio un vuelco.
—¿Qué quieres decir?
—Es algo que tú has de decidir. Estoy aquí sólo porque el futuro así lo exige.
—Hablas con unos acertijos que se me escapan. Explícate mejor. No tolero la torpeza.
—Estoy aquí para conducirte hasta tu destino.
—Ah. ¿Y entonces?
—A menos que yo esté aquí, cierta serie de acontecimientos no se producirán; es algo que mis semejantes han decidido, porque el tiempo y el espacio les pertenecen por entero y pueden manipularlos, y me han enviado para guiarte hasta tu destino.
—¡Sé más explícito, hombre! —gritó el doctor Alimantando montando en cólera.
Pero la luz del fuego fluctuó y las velas de la embarcación Praesidium que llenaban el cielo titilaron bajo la luz del sol desaparecido, y la persona verde se desvaneció. El doctor Alimantando esperó al abrigo de su tabla cólica, esperó hasta que de su fuego sólo quedaron rescoldos rojos. Y entonces, cuando supo que esa noche la persona verde no regresaría, se quedó dormido y soñó un sueño de acero. En su sueño, unas máquinas titánicas del color de la herrumbre, arrancaban la piel del desierto y depositaban en su carne tierna unos huevos de hierro. Los huevos se incubaban y de ellos salían unas retorcidas larvas metálicas hambrientas de oligisto rojo, magnetita y rojos hematites arriñonados. Los gusanos de acero se construyeron un altísimo nido de chimeneas y hornos, una ciudad que escupía humo y vapor siseante, con martillos sonoros y chispas por doquier, plagada de ríos de blanco acero hirviente y blancos zánganos obreros que servían a los gusanos.
A la mañana siguiente, cuando el doctor Alimantando se despertó, comprobó que durante la noche se había levantado el viento y que su tabla cólica aparecía cubierta de arena. En el lugar donde se había acuclillado la persona verde, al borde de la luz del fuego, encontró un peñasco agrietado de verde malaquita.
La brisa se hizo más persistente y alejó al doctor Alimantando del corazón del desierto.
Inspiró el aire perfumado de vino y escuchó cómo crujía el viento en las velas y cómo murmuraba la arena que volaba ante él impulsada por el viento. Notó como el sudor se le secaba sobre la piel y la sal le grababa la cara y las manos. Navegó y navegó durante toda la mañana. El sol acababa de alcanzar su cénit cuando el doctor Alimantando vio su primer y último espejismo. Una línea de plata pura y brillante recorrió sus meditaciones sobre el tiempo y sus viajeros: una plata purísima, reluciente, recorría en dirección este-oeste una línea de acantilados bajos que parecían delimitar el final del desierto de arena.
Y acercándose, el doctor Alimantando distinguió en el fulgor plateado unas sombras oscuras y un brillo verdoso, como de cosas verdes que crecieran en la distancia.
Triquiñuelas de mente sedienta, se dijo, conduciendo su tabla flotante por un leve sendero a través de los acantilados cargados de cuevas, pero al llegar a la cúspide de la elevación, vio que no se trataba de triquiñuelas de mente sedienta ni de un espejismo. El fulgor verdoso era en realidad el fulgor de cosas verdes que crecían, la sombra de la oscura silueta pertenecía a una peculiar saliente de rocas de cuya cima sobresalía como una pluma, las antenas de una torre de retransmisión de microondas, y la línea de plata era justamente eso, dos conjuntos de líneas férreas paralelas de acero de calibre corriente sobre las que se reflejaba el sol.
El doctor Alimantando caminó unos instantes por el verde oasis recordando el aroma del verde, el aspecto del verde, su efecto bajo los pies. Se sentó a escuchar el gorgoteo del agua que corría por el sistema de canales de irrigación y el chirrido paciente de las bombas cólicas que la extraían desde alguna capa acuífera subterránea. El doctor Alimantando recogió plátanos, higos y granadas y con ánimo taciturno comió a la sombra de un álamo. Se alegraba de encontrarse al final de las austeras tierras desérticas; sin embargo, en su interior había muerto el viento espiritual que lo había impulsado a través de aquel paisaje desolado. El sol brillaba sobre el oasis donde zumbaban las abejas y el doctor Alimantando se fue sumiendo poco a poco en un cómodo y perezoso sopor.
Después de un tiempo indefinido, lo despertó el aguijonazo de la arena en la mejilla.
Embargado por la pereza y con los ojos entornados, tardó en darse cuenta de lo que ocurría. Después, la realidad lo golpeó como un clavo enterrado entre los ojos. Se sentó de golpe y el horror lo hizo estremecer hasta la médula.
Con las prisas se había olvidado de atar la tabla eólica.
Arrastrada por el viento creciente, la tabla suelta se bamboleaba alejándose en vuelo rasante sobre los secos llanos. Impotente, el doctor Alimantando contempló cómo su único medio de liberación se alejaba de él por los Altos Llanos. Contempló la vela verde brillante hasta que se convirtió en un puntito de color en el horizonte. Después, durante un largo rato se quedó como un tonto tratando de buscar una solución, pero no lograba pensar en otra cosa que en aquella tabla cólica burlona y bamboleante. Había perdido su destino, había permitido que el viento se lo arrebatara. Esa noche, la persona verde saldría del tiempo para hablar con él, pero él no estaría allí porque había perdido su destino y toda aquella serie de acontecimientos que las mentes preclaras de las personas verdes habían previsto jamás llegarían a realizarse. Todo perdido. Enfermo de rabia y de disgusto, el doctor Alimantando sacó las cosas de su mochila con la esperanza de que fueran a rescatarlo. Quizá aparecería un tren por las vías. Quizá podría arreglar algún mecanismo de la torre de retransmisión para enviar una señal de ayuda a través de las ondas aéreas. Quizá el propietario de aquel lugar fértil, verde y engañosamente benigno podría ayudarlo. Quizá… quizá. Quizá aquello era simplemente el sueño de una siesta del que despertaría para encontrar su desvencijada tabla eólica flotando a su lado.
Después de los «quizás» vinieron los «ojalás». Ojalá no me hubiera dormido, ojalá hubiera atado la cuerda… ojalá.
Un fragor subsónico, que hacía rechinar los dientes, sacudió el oasis. El aire se estremeció. El agua tembló y las hojas de las plantas la dejaron caer en gotas. La torre metálica de retransmisión vibró toda y, consternado, el doctor Alimantando se incorporó de un salto. Al parecer, en lo profundo del desierto, debía de haber algún disturbio, porque su superficie se agitaba y se movía como si un objeto enorme se estuviera sacudiendo allá en el fondo. La arena se ampolló toda, como si estuviera en ebullición, y se elevó en torrentes de arenisca para revelar una especie enorme de caja brillante y anaranjada, de suaves bordes redondeados que surgió del fondo del Gran Desierto. En sus flancos montañosos se leía la palabra ROTECH escrita en letras negras. Impulsado por su fatal curiosidad, el doctor Alimantando se acercó sigilosamente al borde de los acantilados. La caja anaranjada, del tamaño de una casa, descansaba en el suelo del desierto, murmurando potentemente.
—Una órfica —susurró el doctor Alimantando mientras el corazón, aterrado, le galopaba en el pecho.
—¡Buenas tardes, hombre! —lo saludó de pronto una voz que el doctor Alimantando oyó en el interior de su cabeza.
—¿Cómo? —gritó el doctor Alimantando.
—Buenas tardes, hombre. Discúlpame por no saludarte con más rapidez, pero es que me estoy muriendo, y se trata de un proceso que se me hace difícil.
—¿Cómo dices?
—Que me estoy muriendo; mis sistemas están fallando, se rompen como hilos. Mi intelecto, que fue titánico, se desmorona hacia la idiotez. Mírame, hombre, mi hermoso cuerpo está surcado de cicatrices, ampollas y manchas. Me estoy muriendo, he sido abandonada por mis hermanas, que me han dejado en este horrible desierto para que me muera en lugar de depositarme en la periferia del cielo como me corresponde por mi calidad de órfica, con los escudos desactivados y ardiendo en breve gloria estelar en la atmósfera superior. ¡Malditas sean mis infieles hermanas! Si en esto se han convertido las generaciones más jóvenes, entonces me alegro de abandonar esta existencia. Aunque ojalá no fuera de un modo tan poco digno. Quizá puedas ayudarme a morir dignamente.
—¿Ayudarte? ¿A ti? Eres una órfica, una sierva de la Santísima Señora, ¡eres tú quien debería ayudarme! Igual que tú, he sido abandonado aquí, y si no consigo ayuda, mi fin no tardará en seguir al tuyo. He sido abandonado aquí por un capricho del destino, me ha fallado mi medio de transporte.
—Tienes pies.
—No estarás hablando en serio.
—Hombre, no me importunes con tus nimias necesidades. No tengo edad para ayudarte; ni siquiera estoy en condiciones de transportarme a mí misma. Tú y yo permaneceremos aquí, en el lugar que he creado. Cierto es que tu presencia aquí no estaba planificada y es extraoficial; el Plan de Quinientos Años no permite asentamientos en este microambiente durante otros seis años, pero puedes quedarte hasta que pase el próximo tren y te lleve a alguna parte.
—¿Y cuánto tardará en pasar?
—Veintiocho meses.
—¿Veintiocho meses?
—Lo siento, pero ése es el pronóstico del Plan de Quinientos Años. Es verdad que el ambiente que he preparado es tosco, pero te permitirá mantenerte, y después que yo muera, tendrás acceso a todo el equipo que hay en mi interior. Y ahora, si ya has terminado de molestarme con tus pesares, ¿puedo dedicarme a los míos?
—¡Pero has de sacarme de aquí! Mi destino no es ser… no es ser… sea lo que sea que me tengáis asignado…
—Guarda de sistemas de comunicaciones.
—Guarda de sistemas de comunicaciones: ¡grandes acontecimientos esperan que yo les dé inicio en alguna parte!
—Sea cual sea tu destino, a partir de ahora, habrá que elaborarlo desde aquí. Y ahora, ahórrate tus lamentaciones, hombre, y déjame morir con un poco de dignidad.
—¿Morir? ¿Morir? ¿Cómo puede morir una máquina, un módulo de ingeniería ambiental ROTECH, una órfica?
—Contestaré a esa única pregunta, y a ninguna otra más. La vida de una órfica es larga, yo misma tengo casi setecientos años, pero somos tan mortales como tú, hombre.
Y ahora, déjame en paz y encomienda mi alma al cuidado de nuestra Señora de Tharsis.
El penetrante murmullo cesó abruptamente. Expectante, el doctor Alimantando contuvo el aliento hasta que se le hizo imposible seguir haciéndolo, pero la órfica continuaba inmutable sobre la arena roja. Sumido en un reverente silencio, el doctor Alimantando exploró el pequeño reino hecho a mano que la órfica le había legado. Encontró cuevas particularmente finas entretejidas en la saliente de roca que sostenía la torre de retransmisión de microondas; el doctor Alimantando estableció en ellas su morada. En aquellas enormes cavernas redondas, sus escasas posesiones parecían triviales.
Desenrolló el saco de dormir acolchado para orearlo y fue a recoger algo para la cena.
Empezaba a oscurecer. Las primeras joyas del anillo lunar comenzaban a brillar en el cielo. Allá arriba, las insensibles órficas rodaban y caían, eternamente atrapadas en el acto de precipitarse. Retenida por el suelo y la gravedad, su moribunda hermana proyectaba sobre la arena gigantescas sombras purpúreas. El doctor Alimantando cenó sin ganas y se fue a dormir. A las dos menos diez un vozarrón lo despertó.
—¡Que Dios pudra a ROTECH! —bramaba la voz.
El doctor Alimantando recorrió velozmente las cuevas negras como la pez para comprobar qué ocurría. El aire nocturno estaba cargado de energía; los haces luminosos de los reflectores traspasaban la oscuridad, y partes del potente cuerpo de la órfica entraban y salían, se abrían y se cerraban. El doctor Alimantando sólo vestía un camisón y la órfica, al notar su estremecimiento, lo paralizó como a un santo mártir con la luz de sus reflectores.
—¡Ayúdame, hombre! Esto de morir no es tan sencillo como imaginaba.
—Es porque eres una máquina y no eres humana —gritó el doctor Alimantando protegiéndose los ojos del fulgor de los reflectores—. En realidad, los humanos mueren muy fácilmente.
—¿Por qué una no se puede morir cuando quiere? Ayúdame, hombre, ayúdame, entra en mí y te enseñaré cómo ser piadoso conmigo, porque esta progresiva debilidad, esta incontinencia mecánica es intolerable. Baja a mi interior, hombre. ¡Ayúdame!
Así, el doctor Alimantando bajó descalzo por el rústico sendero que había recorrido esa misma mañana. Descubrió entonces que, sin saberlo, debía de haber navegado sobre la órfica sepultada. Qué cosas más extrañas, de lo más extrañas. Caminó presuroso por la arena aún caliente hasta llegar a la cara murmurante del coloso. En el suave metal apareció una mancha oscura del tamaño de una moneda de veinte centavos.
—Aquí está el activador de terminación de mis sistemas. Púlsalo y dejaré de existir.
Todos mis sistemas se desconectarán, mis circuitos se fundirán y moriré. Hazlo, hombre.
—No lo sé…
—Hombre, tengo setecientos años, soy tan vieja como esta tierra sobre la que tú caminas; ¿es que en estos tiempos degenerados, mi edad ya no infunde respeto entre vosotros, los humanos? Respeta mis deseos, no quiero otra cosa que terminar. Toca la mancha. Hazlo, hombre, ayúdame.
El doctor Alimantando tocó la mancha oscura y de inmediato se fundió en el cálido metal anaranjado. Lenta y gradualmente, el murmullo vital de la órfica se fue haciendo entrecortado hasta desaparecer por completo en el silencio del Gran Desierto. Cuando la enorme máquina se relajó y murió, sus múltiples paneles, escotillas y secciones se abrieron, dejando al descubierto los maravillosos mecanismo de su interior. Cuando tuvo la certeza de que la órfica estaba muerta, el doctor Alimantando volvió sigilosamente a su cama, embargado por la preocupación y la culpa que le causaba lo que acababa de hacer.
Por la mañana, fue a recoger el cuerpo de la órfica que había matado. Durante cinco días de labor frenética, impulsiva y absolutamente deliciosa, con los restos construyó un colector solar con forma de rombo, cinco veces más alto que él; lo montó, no sin cierta dificultad, sobre el soporte de una bomba cólica. Aseguradas la energía y el agua caliente, pasó a hacer ventanas en las paredes de las cuevas y con plástico que sacó de la planta de polimerización de la órfica, las dotó de cristales que le permitieron contemplar la incomparable vista del Gran Desierto. Desmontó el cadáver y lo transportó, pieza por pieza, acantilado arriba, hasta su nuevo hogar. Se internó en las entrañas de la máquina para rescatar mecanismos con los que podría construir cultivadores automáticos, bombas de riego, placas calefactoras eléctricas, paneles de alumbramiento, digestores de metano, sistemas de aspersión, todo ello con un poco de trabajo e inventiva. El doctor Alimantando adoraba la inventiva, particularmente la suya. Cada dispositivo que lograba fabricar lo deleitaba durante días hasta que construía el siguiente. Poco a poco, a medida que el doctor Alimantando iba construyendo nuevos colectores solares, la órfica quedó transformada primero en una lamentable carcasa, luego en secciones, y más tarde en placas hasta que una noche, el vendaval sopló con verdadera fuerza, con tanta fuerza que el doctor Alimantando tembló en su cama casera y se enroscó en el interior de su saco de dormir acolchado. Por la mañana, los huesos de la máquina muerta habían desaparecido como una ciudad antigua bajo las arenas impulsadas por el viento.
Pero la muerte de la órfica había permitido al doctor Alimantando transformar el oasis de espera en una verdadera ermita tecnológica y cómoda, un mundo particular desconocido incluso para quienes habían construido el mundo, donde un hombre podía meditar a sus anchas sobre su destino, sobre la densidad, el tiempo, el espacio, el significado de la vida. El doctor Alimantando hizo todo esto y, como el papel escaseaba, con carboncillo escribió sus meditaciones en las paredes de las cuevas. Durante un año y un día cubrió las paredes con expresiones algebraicas y teoremas en lógica simbólica, hasta que una tarde vio el vapor de un tren en el horizonte occidental y supo que la promesa de la órfica se había hecho realidad, incluso con siete meses de anticipación.
Esperó a que el tren se encontrara lo suficientemente cerca como para leer el nombre de Ferrocarriles Belén Ares y luego subió a la cámara más alta de su casa, la sala meteorológica, y se sentó a contemplar el gran desierto hasta que el tren había alcanzado el horizonte oriental. Se daba cuenta de que su destino era algo místico y variable; por sus estudios sabía que eran muchos los caminos que atravesando los paisajes del tiempo y la paradoja lo conducirían a él. Ése era su destino, vivir una vida de fructífera soledad en lo alto de una cima desierta. Se le ocurrían otros peores. Por ello, una mañana, poco después de que pasara por el universo del doctor Alimantando el primer tren de la historia, el hombre sacó una botella de vino de vainas de guisantes y se fue a la sala meteorológica. La cueva más elevada, con sus cuatro ventanas dispuestas en cada una de las direcciones de la brújula, le resultaba tan fascinante que la visitaba de vez en cuando, para que no perdiera su aura especial. Se quedó contemplando durante largo rato cada paisaje. Después se sirvió un vaso tras otro de vino de vainas de guisantes hasta que no quedó una gota en la botella y entonces, levantó la copa y bautizó cada cosa que veía.
—Camino Desolación —dijo con voz beoda, y se bebió la última copa—. Te llamas Camino Desolación.
Y Camino Desolación le quedó, aunque más tarde, cuando el doctor Alimantando hubo recuperado la sobriedad, se dio cuenta de que no había querido ponerle Camino Desolación, sino Camino Destino.