9

Disco tiró de la cuerda sólidamente atada a la puerta. No ocurrió nada.

—Hawse, la puerta se abre hacia fuera. Tendrás que darle una patada.

—Está bien, retrocede, voy a…

Los pesados goznes de la puerta empezaron a chirriar y a crujir. Se abrió poco a poco; unos dedos blancos y huesudos se colaron por entre los bordes de acero oscuro cual pinzas de cangrejo ermitaño que emergieran de una concha.

—¡Joder, prepárate, llama por la radio! —gritó frenéticamente Hawse.

Disco informó de la situación a la sala de controles y, al mismo tiempo, apoyó la carabina en el hombro. Una mano en el arma, la otra en busca de otro cargador lleno.

La puerta se abrió un poco más que antes y rostros perversos aparecieron en la penumbra, justo al otro lado del batiente de frío acero.

—Voy a disparar —anunció Hawse.

—Mátalos.

—¡Pero si ya están muertos!

Hawse empezó a disparar contra los no muertos. Les apuntaba justo encima de los ojos. Disco se sabía el plan, porque ya lo habían practicado. Hawse tenía la intención de acabar en seguida con las criaturas a fin de improvisar una barricada con cadáveres, y así impedir que los monstruos abrieran todavía más la puerta.

—¡Esto no vale para una puta mierda, tío! —gritó Hawse.

Los disparos de las carabinas con silenciador les ensordecieron durante un rato. Retumbaban sin cesar en los confines del corredor con paredes de acero. En la vida real, los silenciadores no funcionan como en las películas. Hawse tiró del gatillo en fuego controlado hasta que se le acabaron los cartuchos; instintivamente, Disco se puso frente a él y le entregó el cargador lleno que tenía. Hawse metió el cargador en el arma y se sacó otro de la bolsa para pasárselo a Disco cuando tuvieran que cambiar de nuevo.

Parecía que el sistema funcionara bien. Disco estaba curtido en tácticas como aquellas, porque había presenciado combates en el curso de la operación Libertad Duradera en las Filipinas. Con base en Camp Greybearde, en la isla de Jolo, había asesorado (y colaborado) en un buen número de enfrentamientos armados con la organización terrorista Abu Sayaf. A menudo, intercambiaban cargadores de esa manera después de disparar los veintiocho cartuchos a los fantasmas de la jungla que se escondían más allá de la alambrada. Aquellas criaturas no eran el grupo terrorista Abu Sayaf, pero sí igualmente mortíferas.

En todo momento, el grupo había tenido miedo de quedarse sin munición. Si se quedaban sin cartuchos para las carabinas, tendrían que contentarse con los calibres de pistola de corto alcance. Cuando éstas también se les quedaran sin balas, deberían pelear cuerpo a cuerpo. Todos ellos sabían cómo terminaría probablemente la pelea.

Disco contó quince cartuchos hasta que los rostros putrefactos de las criaturas dejaron de asomarse por la puerta a medio abrir. Aguardaron con las armas a punto, aún ensordecidos por los disparos en el espacio cerrado. Disco aprovechó unos segundos para una recarga táctica: colocó un cargador nuevo en su arma.

Ambos estuvieron a punto de pegar un salto cuando Doc y Billy irrumpieron en la sala desde atrás con armas de fuego y cuchillos, dispuestos a luchar.

—¡En buen momento llegáis, so gilipollas! —masculló Hawse.

—A ver, capullos, nos habéis llamado antes y llorabais como niños de pecho, y nosotros hemos venido. ¿Qué os pasa ahora?

—Creo que nos los hemos cepillado a todos —dijo Disco.

—Ha sido una mierda… He visto un montón de dedos en el borde de la puerta —dijo Hawse, nervioso. Giró sobre sí mismo con el arma en ristre, como si el lugar hubiera estado repleto de arañas de tamaño humano.

—Bueno, vale, ya que estamos todos aquí, vamos a montar el sistema de comunicaciones. Billy, agarra el espejo y mira qué hay al otro lado de la puerta.

Se oyó un ligero roce a través del resquicio de la puerta, y todos ellos empuñaron los rifles con mayor fuerza que antes.

Billy metió la mano en la mochila, sacó un pequeño espejo de señales y lo sujetó al extremo del silenciador con una goma gruesa. Anduvo hasta la puerta, poco a poco y con sigilo, y sostuvo el espejo en la oscuridad. Sus anteojos se adaptaban electrónicamente a los diversos niveles de penumbra. Vio en el pequeño espejo un mínimo de tres docenas de cuerpos tendidos en el suelo al aire libre.

Una de las criaturas aún se agitaba espasmódicamente en tierra. Billy había visto varias veces cosas semejantes.

—No es nada, Doc. Uno que aún se agita a unos pocos metros, y montones de cadáveres inmóviles apilados al otro lado de la puerta. Vamos a tener que ser dos para abrirla.

—Pues muy bien, empezad a empujar. Billy, tú te vas a quedar detrás de nosotros, por si en ese montón hubiera alguno que se te haya escapado.

—Recibido.

—Muy bien, cuando yo lo diga…: uno, dos, empujad.

La puerta avanzó unos treinta o cuarenta centímetros y desplazó el montón de cadáveres putrefactos en la medida suficiente para que los hombres pudieran pasar de uno en uno por el resquicio encogiendo el cuerpo.

Los cuatro salieron por la puerta, a la noche oscura que gracias a la tecnología les parecía luminosa. Billy se dio cuenta, repentinamente, de que lo más probable era que esa tecnología no tuviera ya posibilidades de perfeccionarse.

—Un rezagado —susurró Billy, con voz casi inaudible. Empuñó la carabina, hipnotizado durante un milisegundo por la manera como les había acechado la criatura.

Ésta avanzaba con la resolución que da el hambre, con los brazos tensados, las garras a punto. Billy se percató de que no tenía labios. Sus dientes sucios brillaban con fuerza, porque reflejaban e intensificaban la luz de luna. Tiró al instante del gatillo. El fogonazo amplificado iluminó el impacto de la bala. Billy estaba tan cerca que sintió el golpe bajo sus pies cuando la criatura llegó al suelo.

«Éste era de los grandes», pensó Billy.

—Gracias, tío —dijo Hawse con voz demasiado fuerte. Hawse estaba más cerca de la criatura que Billy.

Billy le hizo el gesto de shaka con la mano que sostenía el arma para decirle «de nada».

—¿Quién tiene los aparatos de comunicación? —susurró.

—Mierda.

Disco volvió corriendo a la puerta; Billy le siguió sin necesidad de que se lo dijeran. Ninguno de ellos debía ir solo a ninguna parte…; ésa era la norma más importante. Pasaron unos pocos minutos hasta que los hombres regresaron con el pesado equipamiento de comunicaciones.

Se pusieron a trabajar en seguida. Eligieron un lugar alejado del paso, para que los no muertos no averiaran el equipamiento por accidente. Emplearon los restos de un tramo de cerca destruido para improvisar una pequeña valla. Disco trabajó dentro de sus estrechos confines. Abrió la caja de comunicaciones y dispuso los paneles solares para que tuvieran la máxima exposición en dirección sur. Puso en marcha el sistema con la electricidad de la batería y a los pocos segundos lo conectó con el portátil de caja reforzada.

Entonces envió una ráfaga de datos al George Washington: «GW DE TFP, INT ZBZ… k/disco».

Repitió el mensaje: «GW DE TFP, INT ZBZ… k/disco».

Al cabo de unos minutos, el portátil emitió un fuerte pitido. Indicaba que había recibido una nueva ráfaga de datos procedente del portaaviones:

«TFP DE GW, cómo estáis, tíos… el almirante pregunta por vuestra situación… k/IT2.»

Disco respondió:

«DE TFP, Hotel 23 activo y conectado, sistemas en verde, confirmación cero uno (01) todo bien… k/disco».

«DE GW, recordad que el sol saldrá en 58 minutos… base pide informe en 24 horas… AR/IT2.»

Disco cerró el ordenador y volvió a guardárselo en la mochila.

—Comunicaciones plenamente activas, Doc.

—Me alegro de saberlo. Vámonos abajo antes de que salga el sol y cerremos las instalaciones. Que nadie salga durante el día. Es demasiado peligroso, por esas criaturas y por eso otro que ocurrió aquí. No retransmitáis por radio, si no es por medio de una ráfaga de datos. No creo que vayamos a tener tanta suerte como para que no nos detecten, pero, en la medida de lo posible, trataremos de pasar inadvertidos.

—Pues vaya plan de mierda. Espero que no nos caiga encima uno de esos dardos gigantes —dijo Hawse, medio en broma.

Nadie se rió de buena gana. Ninguno de ellos quería pensar en el posible despliegue de lo que los agentes de Inteligencia habían llamado Proyecto Huracán, porque no habría convoy ni helicóptero que fuese a evacuarlos. El portaaviones se hallaba mucho más al sur, cerca de las aguas panameñas.

Billy se quedó una vez más en el último lugar, para hacer girar la rueda con la que se cerraba la puerta que los aislaría del mundo exterior. A partir de aquel momento, todos ellos iban a vivir como vampiros.