—¿Has sido tú?
—¿Si he sido qué?
—¿Has arrojado algo?
—No, pero ¿qué te pasa?
—Da igual, será que hay moscas.
—En este lugar y en esta época del año, no.
Se oyó un coro de risillas en el corredor adyacente al centro de mando en combate del portaaviones.
—Esos putos críos. Ojalá pudiese echarlos por la borda. ¿Quieres ir tú a asustarlos, o lo hago yo? —dijo un hombre que estaba sentado en la silla del operador de radar.
—Ahora es mi turno, déjamelos a mí —respondió su colega, con una sonrisa en los labios. El marinero buscó dentro de un caja de cartón que tenía al lado de la terminal de radar y sacó una grotesca máscara de Halloween, semejante al rostro de un cadáver. Se la puso en la cabeza y la ajustó para poder ver por las pequeñas aberturas de los ojos.
—¡Mirad esto!
Dio un paso hasta la puerta abierta y saltó sobre el umbral, rugiendo como un demonio. El grupito de niños se puso a chillar, temeroso por su vida, y empezó a dispersarse… Tan sólo se quedó uno.
El niño le dio una patada rápida y directa en la entrepierna al operador de radar y lo derribó al suelo. El otro operador de radar estalló en carcajadas pero se calló al ver que el niño se acercaba al hombre tumbado en tierra con la evidente intención de emplear la totalidad de sus escasas fuerzas en una nueva patada, esta vez a la cabeza. En el último momento, una mujer de cabello pelirrojo y rizado llegó al lugar, intrigada por los gritos y el alboroto.
—¿Qué es lo que sucede aquí, Danny? —preguntó la mujer en tono de autoridad.
—Abuela Dean, es que he pensado que era…
El hombre se sacó poco a poco la máscara y se quedó tumbado en posición fetal, gimiendo de dolor.
El muchachito, avergonzado, dijo:
—Lo siento, señor, es que no lo sabía. Había pensado que estaba usted muerto.
La mujer se acercó al hombre que estaba tendido en el suelo y lo ayudó a ponerse en pie.
—¿Qué es esto? ¿Te pasas todo el tiempo asustando a los niños o lo haces tan sólo cuando estás de servicio?
Al tiempo que se retorcía, aturdido todavía por el dolor, el hombre respondió:
—Lo siento, señora. Esos niños no paraban de hacer ruido y nos estaban volviendo locos, y pensé que sería divertido…
—¡Será divertido hasta que alguien se confunda y te pegue un tiro en la cabeza! Dame eso. Lo voy a tirar ahora mismo por la borda. Has tenido suerte de que no vaya a contárselo al almirante.
El hombre hizo al instante el gesto de entregarle la máscara. Dean se la arrebató de la mano como si hubiera sido una serpiente venenosa.
—Y más vale que te vayas acostumbrando a los niños. Les doy clase en una sala de este mismo pasillo y tendrán que ir y venir por aquí.
—Sí, señora. Lo siento.
—Y ya que nos hemos puesto a pedir disculpas, Danny, ¿verdad que tú también podrías decirle algo?
—Siento haberle dado a usted una patada en los cojon…, quiero decir, entre las piernas. Es que me había dado usted un susto.
—Lo siento, niño.
—No se preocupe —dijo el arrepentido Danny.
Dean habló de nuevo con autoridad:
—Danny, ve por el resto de los niños y acompáñalos de vuelta a clase. Dentro de quince minutos, uno de los médicos irá a enseñaros primeros auxilios.
No tuvo tiempo para explicarle a Danny la diferencia entre un enfermero de combate y un médico.
—Sí, abuela. Será como jugar al escondite. ¡Apuesto a que la primera que encontraré va a ser Laura!
Se oyó la voz de una niñita que decía «¡de eso nada!» desde detrás de una manguera contra incendios que había en el pasillo, y empezó la persecución.
Con una mirada de desaprobación dirigida a los operadores de radar, Dean se marchó y siguió a Danny hasta el aula.
—Qué pena de juventud —dijo.