Hotel 23 —Fuerza Expedicionaria Fénix.
—¡Date prisa, Doc! —gritó uno de los hombres desde la penumbra.
—Este pequeño chorro de plasma no tiene la velocidad de un carro de corte; voy tan rápido como puedo.
—Los tenemos encima, tío… ¡Como no abras la puerta se nos van a follar! Los veo con los anteojos. Dan bastante miedo.
—Mira, tío, no me ayudas nada. Serénate.
Doc se concentró en el rayo incandescente de plasma que observaba a través de la protección ocular. Seguía el rastro de la soldadura y cortaba poco a poco. Mientras trabajaba, oía las pisadas y gemidos de los no muertos a sus espaldas, pero no se detenía. Si no lograba pasar a través de la pesada puerta de acceso, lo detendrían las frías zarpas de los no muertos, que lo arrancarían de la entrada. Las criaturas se acercaban, atraídas por la luz brillante y el sonido del rayo de plasma y de los disparos de las carabinas con silenciador.
Billy, muy agitado, le gritaba al mismo tiempo que disparaban.
—De prisa, Doc. Te lo digo en serio. ¡Si ya noto su aliento!
—Tío, hago lo que puedo. Sólo unos minutos —respondió Doc.
—El tiempo se nos acaba. ¡Disco, lánzales una granada de fragmentación! —murmuró Billy.
Disco se sacó una granada del chaleco, le extrajo la anilla y la arrojó contra la masa creciente de criaturas que se acercaban.
—¡Explosión! —gritó Disco cuando la granada se detuvo entre la masa de cadáveres andantes.
Los cuatro hombres se arrojaron al suelo. Los segundos pasaron como minutos hasta que el estallido sacudió el área inmediata y arrojó por los aires jirones de carne podrida y hueso. La explosión se llevó por delante a un buen número de no muertos, o por lo menos los dejó incapaces de moverse.
Hawse se empleó a fondo contra los rezagados con la carabina silenciada. Le gritó a Disco:
—¡A partir de hoy vas a trabajar en la lavandería, gilipollas!
—¿Qué? —le respondió Disco, al tiempo que se sacaba un tapón de gomaespuma del oído derecho.
Hawse siguió disparando y al mismo tiempo le abroncó.
—Tío, por Dios, tira ya las porquerías esas. Te van a pegar un mordisco en el trasero y ni siquiera los vas a oír cuando se te acerquen.
—Cómo voy a tirarlas, tío. Tú ya sabes lo que ocurrió aquí. Cuando salga el sol, puede que veas medio artefacto sobresaliendo del suelo —respondió Disco.
Los no muertos salían de entre los árboles del bosque que se encontraba más allá, atraídos por la explosión. No pasaría mucho tiempo antes de que el equipo no pudiera salvarse ni con un centenar de granadas de fragmentación. Como mucho, unos minutos.
A Doc y a los demás les habían explicado en qué consistiría la misión poco antes de que saltaran. Hacía algún tiempo, un ingenio enorme en forma de jabalina, concebido para generar un gigantesco estrépito, se había precipitado sobre aquellas instalaciones. Lo que quedaba de los servicios de Inteligencia había llegado a la conclusión de que el arma estaba diseñada para exterminar toda vida que pudiera quedar en el área, por medio del megaenjambre de no muertos que atraería con el intenso sonido omnidireccional que proyectaba. Se le conocía tan sólo por el nombre en código que se le dio en un informe clasificado de Inteligencia: Proyecto Huracán. Había habido que recurrir a una escuadrilla de Thunderbolts A-10 y sus armas de 30 mm para inutilizar la máquina.
Al tiempo que escuchaba las burlas que intercambiaban Disco y Hawse, Doc seguía trabajando con las soldaduras de la gruesa puerta de hierro de la entrada. Disco y Hawse seguían diciéndose gilipolleces, disparaban entre frase y frase, y se daban a sí mismos tiempo para pensar insultos mejores. Doc sabía que tan sólo hacían el payaso. En realidad, sentían terror.
—Estoy a la mitad —dijo Doc para sí mismo, en voz alta.
Le pegó un grito a Billy Boy y forzó el cuello para mirar por encima del hombro izquierdo.
—Billy, repítemelo para que esté seguro; los de Inteligencia han dicho que aquí dentro no hay, ¿verdad?
Billy le respondió, al mismo tiempo que hacía un reconocimiento visual en busca de infiltrados: no muertos que hubieran logrado pasar la línea de defensa. —Sí, los marines despejaron las instalaciones antes de soldar la puerta. No habrá nada dentro, salvo quizá unas pocas ratas muertas y alguna cucaracha.
—Recibido.
Por un instante, Doc pensó en ratas no muertas, y luego descartó esa idea por absurda. «De todas maneras, serían demasiado lentas, a menos que…»; mejor no pensar en ello. Se concentró una vez más en el rayo de plasma.
La herramienta de corte de Doc seguía avanzando por el borde de la puerta de acero mientras los disparos se intensificaban a sus espaldas. Disco y Hawse dispararon hasta que el calor de la recarga por gas empezó a afectar al aceite de las armas. El olor a lubricante quemado le trajo a Doc recuerdos de la larga guerra contra el terrorismo que había definido su vida adulta. Una guerra que había terminado en pocos días cuando se alzaron los no muertos. Disco y Hawse disparaban sin piedad contra las criaturas que avanzaban; huesos y cerebro explotaban, y los despojos se esparcían sobre las filas de no muertos cada vez más numerosas que surgían de la oscuridad. Lo que habían atraído era ya una multitud.
Los informes de Inteligencia daban muchos detalles acerca de aquel lugar. No hacía mucho tiempo, el área había estado ocupada por cientos de millares de criaturas. Sus habitantes anteriores a duras penas habían logrado escapar con vida. Algunos de los no muertos se habían quedado después de que el ingenio sónico resultara destruido. El resto había deambulado en direcciones desconocidas, en una marcha de muerte que se perpetuaba a sí misma, una plaga de langostas que devoraba a los vivos.
Doc acabó con los últimos centímetros de soldadura y dejó caer la herramienta de corte al suelo, al lado de sus propios pies.
—Vamos a entrar, muchachos. Billy, vigila a las seis; avanzamos.
—Recibido.
Los anteojos se ajustaron automáticamente a la luz pasada por filtro infrarrojo que emitían sus armas y que refulgía en el oscuro compartimiento interior. Doc entró por la puerta e indicó a Billy que le siguiera.
—Voy a ser el último —dijo Billy.
—Recibido, cierra la marcha —respondió Doc.
Billy empujó la gruesa puerta de acero y trató de echar los cerrojos, para que aguantara como la caja fuerte de un banco. La mayoría funcionaron, pero algunos no. «Con esto bastará», pensó Doc.
Los hombres se quitaron los anteojos y se acostumbraron a la nueva iluminación. Doc sacó el plano de la base, mientras los otros tres desactivaban los filtros infrarrojos de las luces.
—Lo dibujó a mano el antiguo comandante mientras informaba en el portaaviones. Marcó una X para indicar la posición de una botella de whisky que metió en el conducto de ventilación de la sala de control ambiental. Tendría que ser incentivo suficiente para apoderarnos de esta base.
—Tú lo sabes bien —dijo Hawse, con una sonrisa.
—Bueno, pues os voy a explicar el plan: Hawse, tú vas a controlar las habitaciones y los pasillos que conducen hasta ellas. Disco, tú irás a la sala de control ambiental. Billy, tú me cubrirás mientras dirijo la misión.
Hawse avanzó a paso ligero por el corredor a oscuras. Su primera impresión coincidió con los informes de Inteligencia. Las instalaciones habían sido abandonadas de manera precipitada pocas semanas antes. Cientos de miles de criaturas habían convergido hacia aquella posición como resultado del arma diseñada para atraerlas. Había ropa, basura y efectos personales tirados por todas partes. Un polvoriento álbum de fotos familiares había quedado abierto en una de las habitaciones y los espacios en blanco que habían quedado aquí y allá contaban una historia; alguien había arrancado a toda prisa unas pocas fotos elegidas. No se detectaban rastros de vida ni de muerte.
Hawse prosiguió con el reconocimiento en el exterior de las habitaciones. Un sonido mecánico le sobresaltó y le hizo ver lucecitas, porque la sangre se le había acumulado en los ojos. Anduvo poco a poco, controlando la respiración, en un intento de identificar el sonido. Se oían pisadas al otro lado de la esquina.
Hawse pegó un grito a la oscuridad.
—¿Eres tú, Disco?
Corrió hacia la esquina, al tiempo que preparaba el arma. Pensaba que se encontraría con un cadáver de cara, pero vio que el pasillo no tenía salida. Las pisadas eran de antes, de cuando aquellas instalaciones aún estaban habitadas. Hawse siguió adelante hacia su objetivo primario: la botella de whisky oculta en el sistema de ventilación. La encontró allí, donde indicaba el plano.
El lugar estaba completamente abandonado, pero eso no tenía importancia para ninguno de ellos. Montaron guardia y patrullaron como si hubiera habido peligro en todas las habitaciones. Todos eran amigos y no querían ser responsables de la muerte de ningún compañero en las fauces de los no muertos. Durante los últimos meses habían visto más no muertos que humanos vivos. No les costaba imaginarse semejante situación.
Durante la última reunión con Inteligencia, les habían revelado que los no muertos debían de ascender a doscientos noventa y cinco millones en Estados Unidos, y que su número se acrecentaba día a día. Había supervivientes que resistían en buhardillas y sótanos por todo el territorio estadounidense, pero no eran muchos, de acuerdo con las estimaciones de los analistas. Su número disminuía sin cesar, y después de muertos se sumaban al colectivo enemigo.
Doc retransmitió:
—Hawse, ¿estás muy cerca del generador?
—Hum, a unos diez metros, creo.
—¿Crees que podrías ponerlo en marcha?
—Dependerá del combustible que quede en las cisternas.
—Haz todo lo que puedas, tío, voy a necesitar corriente.
—De acuerdo, trabajo en ello.
Billy proseguía con el reconocimiento.
—¿Has oído eso, Doc? —dijo.
—No.
—Esas cosas han empezado ya a golpear la puerta por la que hemos entrado.
—Hijos de puta inmisericorde. ¿Crees que habrá alguno irradiado, Billy?
—Según decían los de Inteligencia, en esta zona deben de ser uno de cada diez.
Doc oyó que la radio encriptada se sincronizaba.
—Podría activar el generador en un segundo, tío; pero la cisterna de combustible tan sólo está llena hasta la octava parte. Yo recomendaría que lo pusiéramos en marcha durante un par de horas al día, por lo menos hasta que encontremos más combustible —informó Hawse.
—De acuerdo. Los marines nos han dejado un plano de esta zona con los pocos lugares que merece la pena controlar. Tendremos que traer un camión cisterna hasta aquí, o buscar otra manera de obtener combustible.
Doc oyó que Hawse abría el disyuntor principal y preparaba el generador; el sonido se hizo oír en los corredores de acero como si Hawse hubiera estado en la habitación contigua.
Hawse habló de nuevo.
—He encontrado las instrucciones, inicio la secuencia.
La batería debía de haber conservado carga suficiente a pesar de la evacuación; el generador se puso en marcha al primer intento. Los humos de olor acre llenaron los espacios vacíos hasta que se impuso una presión positiva y los gases residuales fueron expulsados hacia el aire libre por los conductos de ventilación. Doc oyó que el disyuntor principal actuaba de nuevo.
—Vamos bien, Doc —gritó Hawse por el corredor.
—Estupendo, poned en marcha el ordenador principal.
Todos ellos regresaron a la sala de controles para observar mientras los sistemas se activaban uno tras otro.
Doc inició el proceso de media hora que consistía en activar las instalaciones por orden de prioridad. La misión fracasaría si no lograba reactivar el ordenador principal y conectarse con el portaaviones. Los cuatro hombres habían memorizado todas y cada una de las contraseñas y, para mayor seguridad, las habían anotado en un bloc de papel a prueba de agua. El sistema estaba sincronizado y encriptado para que se pudiera acceder con la tarjeta de acceso ordinario del comandante anterior. Doc extrajo dicha tarjeta de un estuche protector sellado y la contempló por primera vez. ¿Un teniente de la armada? Le habían dicho que tenía rango de comandante. Había oído hablar por aquí y por allá de promociones relámpago desde que el asunto empezó.
Frotó con el pulgar el chip de oro incorporado a la tarjeta para asegurarse de que estuviera limpio antes de insertarlo en el lector. Se encendió una pantalla de acceso que le solicitó una contraseña. Doc lo había memorizado, pero consultó igualmente el bloc de notas para estar seguro. Si se producían demasiados intentos de acceso fallidos, el sistema se bloquearía. Marcó cuidadosamente «7270110727». Oyó girar los discos duros RAID en respuesta. El sistema aceptó la contraseña y el estado de los sistemas empezó a aparecer en pantalla.
Aunque no fuese necesaria para la mayoría de funciones de la base, la tarjeta daba pleno acceso a los miembros del equipo. Doc clicó sobre el icono de seguridad. Un escaparate de ocho pantallas quedó al descubierto en el escritorio. Tan sólo cinco de ellas funcionaban. Las pantallas marcadas como «SE», «SILO» y «ENTRADA B» no se encendieron. Las otras parecían funcionar, puesto que mostraban los contornos oscuros del terreno y de las vallas. Doc clicó sobre el icono para pasar las cámaras operativas a modo de visión nocturna y luego a modo térmico. La cámara marcada como «PUERTA PRINCIPAL» no logró funcionar en modo térmico, pero sí con visión nocturna, sin problema alguno.
Billy echó una mirada al reloj.
—Jefe, el sol va a salir dentro de dos horas. Vamos a necesitar enlaces de comunicación.
—Encárgate tú, Disco, yo vigilaré desde aquí. Ve con él, Hawse. Ninguno de nosotros tiene que quedarse solo al otro lado de la alambrada.
Como oficial de comunicaciones, Disco había tenido la responsabilidad de cargar con la caja Pelican de tamaño medio a lo largo de todo el camino que habían recorrido después de tocar tierra. Antes de que los no muertos caminaran, las Fuerzas de Operaciones Especiales habían empleado aquel particular sistema para establecer bases de comunicaciones encubiertas en lo más profundo del territorio enemigo. Cuando estaban cerradas, eran las típicas cajas duras de material compuesto. Cuando se abrían, bastaba con pulsar un botón para que se desplegara una pequeña antena de gran alcance y los paneles solares de color negro y baja visibilidad quedaran al descubierto. El sistema de retransmisión se conectó, por medio de una señal Wi-Fi 802.11n encriptada y enmascarada, con el ordenador portátil de la sala de controles. Éste, a su vez, estaba conectado por cable con una antena de superficie ya existente.
Si se instalaba de la manera adecuada, el ingenio era inmune a las condiciones climáticas y autosuficiente, podía aguantar mucho tiempo en funcionamiento y proporcionaba un sistema seguro y bidireccional de transmisión de texto y ficheros mediante ráfagas de datos que les conectaba con los mandos del portaaviones. También era resistente a las interferencias de radio, porque el transmisor-receptor saltaba de frecuencia diez veces por segundo. Era un sistema de seguridad puntero, diseñado para impedir la intercepción de señales de comunicaciones por expertos hostiles del Primer Mundo, y se concibió para un enemigo más civilizado, provisto de tecnología más avanzada.
Hawse rozó a Disco en el corredor y volvió el rostro para decirle:
—Yo voy en cabeza.
—Estaba esperando a que lo dijeras. Diviértete con los vendedores a domicilio que te esperan en la puerta.
—Mierda, los había olvidado. ¿Yo abro la puerta y tú disparas?
—Estupendo. Tendrán que pasar por tu lado para llegar hasta mí.
Los hombres doblaron la esquina. Sus botas se hacían oír sobre las baldosas del suelo. El sonido perdía fuerza frente al estrépito cada vez más intenso de los no muertos que golpeaban la puerta de acero por fuera.
—Esto puede ser difícil.
—Ya lo sé, hombre que va en cabeza.
Hawse siguió el plan a la manera absurda que era su marca personal.
—Bueno, voy a atar esta cuerda a la rueda. Cuando haya hecho girar la rueda y tire, empieza a disparar.
—Hawse, ¿por qué no dejamos esto a oscuras? Apagamos las luces y nos ponemos los anteojos. En la oscuridad no nos van a ver, so idiota.
—Es lo mismo que iba a decir yo. Por supuesto que eso es lo que tenemos que hacer.
—Sea como fuere, acabemos con esto para que podamos regresar adentro. No quiero estar allí fuera en la oscuridad ni un segundo más de lo necesario.
Los hombres apagaron las luces y se pusieron los anteojos de visión nocturna. Pareció que con la oscuridad se intensificaran los golpes y aullidos de las criaturas. El barullo de los no muertos competía con los sonidos de cierre de cargadores, comprobaciones de recámara, respiración nerviosa y latidos del corazón. Disco se imaginó la pura maldad que podía caminar en ese mismo momento al otro lado de la pesada barrera de acero. Se rezó a sí mismo que no fuera suficiente para arrancar el batiente de su marco abovedado.
Hawse ató con fuerza la cuerda a la puerta.
—¿A punto? —gritó Hawse.
—¡Hazla girar!
Hawse tiró de la rueda y así abrió el cerrojo de la puerta por la que saldrían al salvaje y despiadado mundo exterior.