56

Había pasado un año desde que el primer muerto se echó a andar en Estados Unidos. Hacía un año que las salas del Hospital Naval Bethesda habían estado abarrotadas de personal destacado a China que había regresado, médicos y cirujanos estadounidenses que habían vuelto por orden del presidente. Un miembro del equipo que había ido a trabajar en la crisis china había muerto mientras se hallaba en cuarentena, pero no había dejado de moverse, incluso después de que la autoridad sanitaria lo declarara difunto. De las fauces de aquel único demonio había brotado el contagio que había arrastrado a Estados Unidos a la guerra civil nuclear en tan sólo treinta días.

El Virginia remontaba el río. Cuatro hombres subieron a la lancha con la que habían de remar hasta las tierras donde se hallaban indecibles tecnologías, y también CHANG…, el Paciente Cero.

Las aguas chapoteaban suavemente contra la lancha hinchable y le daban pequeñas sacudidas. De acuerdo con el plan, Rico pilotaría mientras Saien y Kil remaban, y así llegarían a la orilla. Rex montaría guardia con la carabina. El submarino había llegado a su meta después de ponerse el sol, a fin de evitar atención indeseada; pareció que había funcionado. Cuando la lancha llegó a la orilla, no parecía que hubiera no muertos. Por algún misterioso motivo, no encontraron resistencia en la playa, y tampoco la hallaron mientras hacían un puente para arrancar una camioneta diésel de la línea Hilux que alguien había abandonado cerca del río, apoyada contra un pretil. El combustible diésel todavía estaba en condiciones y la batería para coches que habían traído del submarino tenía suficiente carga para arrancar el vehículo.

Las radios crepitaban cada pocos minutos con una voz desfigurada por una máscara de oxígeno que había de llevar puesta un piloto durante su vuelo a veintisiete kilómetros de altura. Les habían informado de que el Aurora se desplazaría a velocidad hipersónica y que sus cámaras cubrirían toda el área en la que se hallara el equipo, así como el camino que pensaban seguir sobre el terreno.

—Clepsidra, aquí Mar Profundo, el camino de baldosas amarillas está despejado. Ojalá pudierais ver el centro de Beijing desde el lugar donde estáis. Toda la ciudad es una gran fiesta.

—Creemos en tu palabra, Mar Profundo.

Kil conducía la camioneta mientras Rex vigilaba con la escopeta. Saien y Rico cubrían la seguridad de la parte de atrás. Como los faros brillaban demasiado para sus anteojos de visión nocturna, Kil frenó para bajar a romperlos, porque no tenía manera de apagarlos. Malditos chinos. Se decidió a destrozar también las luces de freno con la culata del rifle.

—Gracias. Cada vez que frenabas tenía que mirar hacia otro lado —dijo Rico.

Mar Profundo retransmitió desde lo alto.

—Clepsidra, yo no os lo recomiendo. El ruido que hacéis acaba de reorientar a unos pocos hacia vosotros. Se mueven poco a poco, pero igualmente se acercan a vuestra camioneta por las nueve. Hay otros más adelante en la carretera.

—Entendido, Mar Profundo, gracias por la advertencia —respondió Kil, y regresó rápidamente a la cabina.

Tanto Saien como Rico seguían lo que se decía por radio y empezaron a mirar en derredor, en busca de una amenaza que se ocultara en la penumbra. Kil avanzó sobre cristales rotos y cables eléctricos caídos, y pasó junto a vehículos que ya se habían convertido en chatarra antes de que llegara la plaga a Estados Unidos.

Cuando sólo les faltaba poco más de tres kilómetros y medio para llegar a las instalaciones, tuvieron su primer encuentro de cerca con los no muertos. Algunos mechones oscuros de cabello todavía les colgaban del cráneo y su estado avanzado de descomposición disimulaba su nacionalidad. «Los zombis son sólo… zombis, lo mismo que la gente», pensó Kil. La criatura oyó el rumor sordo del motor diésel, cargó contra el sonido y se estrelló contra el capó.

—¡Saien, ayúdame un poco! —gritó Kil mientras la criatura trepaba por el capó hasta el parabrisas, agarraba y mordisqueaba los limpiaparabrisas y daba puñetazos al cristal.

Saien se aseguró de que el silenciador estuviera bien puesto y apuntó con el rifle sobre el techo de la cabina. Para evitar causar daños en el motor con el potente cartucho 7.62, disparó con un ángulo muy forzado. El cartucho atravesó el rostro de la criatura y roció sus sesos, de consistencia semejante a la gelatina, sobre el capó y la carretera. El cadáver se soltó de los limpiaparabrisas, resbaló por el capó y fue a parar al pavimento. Kil activó el chorro de agua de los limpiaparabrisas, limpió los sesos podridos que habían quedado en el cristal y aguantó la sacudida al acelerar sobre el cadáver.

La carabina 7.62 con silenciador de Saien emitía un sonido grave, más fuerte que el de su contrapartida M-4, y tuvo como consecuencia otra llamada de Mar Profundo.

—Habéis provocado nuevas reacciones al hacer ruido, Clepsidra. Daos prisa en llegar a las instalaciones, ahora ya no están muy lejos.

Kil aceleró a una velocidad vertiginosa; los no muertos convergían en el retrovisor y perseguían las señales sonoras de la camioneta. Doblaron una esquina a sesenta kilómetros por hora con derrape de ruedas traseras.

Habían llegado a las instalaciones.

Kil retrocedió con la camioneta hasta la cerca y paró el motor. Los hombres agarraron las mochilas y una pesada barra Halligan, y arrojaron todo al otro lado de la alambrada antes de pasar ellos mismos. Ya estaban dentro antes de que los muertos empezaran a acercarse por la carretera de acceso que se hallaba frente a la camioneta.

Según Mar Profundo, el patio que rodeaba el edificio de ocho fachadas no contenía peligro alguno. Kil consultó el reloj de pulsera para asegurarse de que les quedaban cuatro horas y media de cobertura para hacer la llamada.

—Mar Profundo, ya estamos dentro, disfrutad de este espectáculo.

—Recibido. No me voy a alejar, que tengáis buena suerte.

Por medio del Halligan, Rex arrancó la puerta de su quicio y accedió al vestíbulo de la base. El aire que salió por el lindar que hasta entonces había estado cerrado no olía a nada… No era una mala señal. Los hombres activaron los láseres infrarrojos de sus armas y entraron en el polvoriento vestíbulo. Escombros dispersos, sillas tumbadas, y daños provocados por el fuego que hacían pensar en una rápida evacuación. Después de pasar el vestíbulo, el equipo encontró una puerta que no podrían forzar con la Halligan.

La única opción para entrar era abrir brecha mediante una C4.

—Tendríamos que ponernos las máscaras antes de reventar la puerta. No sabemos qué clase de mierda puede ocultarse al otro lado —propuso Kil.

—Mirad eso. ¿Lo veis? —dijo Rex, al mismo tiempo que señalaba con un gesto.

—Sí, parece como si la hubieran combado o abollado desde dentro —dijo Kil, y pasó las manos por encima del acero convexo y maltratado de la puerta—. Me pregunto qué puede haber ocurrido.

Después de colocar los explosivos, los hombres regresaron al vestíbulo y se pusieron las máscaras con filtro.

—¡Fuego! —gritó Rex antes de activar el detonador electrónico.

Una fuerte explosión reverberó por el vestíbulo y los escombros salieron disparados en todas las direcciones. La gigantesca puerta se salió de quicio y se estrelló contra una pared con la fuerza de un gigantesco camión. En el vestíbulo entró luz blanca a través del polvo, por el hueco donde antes había estado la puerta.

—¡Rico, prepara esa máquina! —ordenó Rex, y señaló con un gesto al cañón de espuma que Rico llevaba colgando en el costado.

Rico preparó la extraña arma, abrió las válvulas y consultó los indicadores de presión.

—Estoy a punto, tío.

Rico se puso en cabeza y los demás le siguieron. Se sacaron los anteojos de visión nocturna al doblar la esquina y caminar hacia la luz. La electricidad todavía funcionaba en las instalaciones. Debía de ser geotérmica o solar. Al mirar por el corredor, no vieron más que restos de esqueletos por el suelo, con batas blancas de laboratorio, y unos pocos en uniforme militar chino. Kil avanzó por el pasillo iluminado.

El mundo llevaba un año entero bajo el control de los no muertos, y todo había empezado allí, en un anodino edificio de la China que se elevaba a la vista de todo el mundo. El pasillo tenía las paredes cubiertas de humedad y moho, como si hubieran exudado temor y desesperación. Kil pasó las páginas de la libreta de frases que el Rojillo les había escrito a mano. Al llegar a la palabra «hangar», consultó todas las posibles palabras en chino que pudieran indicar la ubicación del material que buscaban. El equipo se detuvo frente a un plano de las instalaciones que se hallaba en la pared, y Kil trazó una línea con el dedo a partir del punto rojo, y de un texto que había debajo, y que seguramente quería decir «usted está aquí» en chino.

Kil comparó los signos del plano con los de la libreta.

—Es aquí donde tenemos que ir. Estos son los caracteres chinos que significan «hangar», o por lo menos se les parecen —les dijo Kil a los demás.

—¿Y qué me dices de CHANG? —le contestó Rex, que pensaba en el que tenía que ser su objetivo primario.

—¿Qué te voy a decir? Al Rojillo no se le ha ocurrido escribir el carácter chino para CHANG en el vocabulario —dijo Kil con sarcasmo.

—Me estás tomando la cabellera —dijo Rico, que tenía que hacer un gran esfuerzo para sostener el cañón de espuma.

—Vamos al hangar. Se encuentra a tan sólo dos esquinas de aquí —dijo Kil.

En todas las instalaciones no había nada que pareciera estar cerrado ni bloqueado. Kil llegó a la conclusión de que los chinos pensaban que todas las personas autorizadas a pasar por la puerta principal también podían ir a cualquier parte del edificio. La mayoría de las puertas eran automáticas y se abrían tan sólo con acercarse a ellas. Había manchas de sangre antiguas por el pasillo y en las puertas automáticas por las que se accedía al hangar.

Las luces del interior estuvieron apagadas hasta que ellos entraron y activaron un sensor que iluminó el vasto espacio cavernoso. En el centro de la sala había una gran nave, del tamaño de un autobús Greyhound, y distinta de todo lo que hubieran visto en su vida. Se sintieron atraídos por ella, maravillados por su diseño y por el exotismo de sus formas. Habría tenido la apariencia exacta de una lágrima, de no ser por el gran orificio que iba de un extremo al otro del casco, detrás de lo que probablemente había sido la cabina. Al rodear el vehículo por delante, Rico se detuvo de pronto y levantó el puño.

—Todos al suelo —susurró, y señaló a una criatura que estaba de pie junto a la nave, en el lado opuesto al de la puerta por la que habían entrado.

La criatura vestía una armadura de un material idéntico a la aleación de la nave, o quizá tan sólo lo pareciera, por lo cercana que estaba a la superficie del vehículo; costaba distinguirlo.

—Ése tiene que ser CHANG. El diseño de su armadura coincide con el de las fotos. No lleva puesto el casco —susurró Kil a los demás—. Dispárale la espuma y acabemos con esto.

La misteriosa criatura se dio cuenta en seguida de la presencia de los cuatro y se volvió para encararse con los intrusos.

Todos ellos esperaban que CHANG se pareciera a la imagen que les habían dictado los años de lavado de cerebro que habían sufrido a manos de la cultura popular y la televisión. Pero la criatura no tenía la cabeza enorme, ni la piel gris, ni los ojos grandes, ni negros, ni rasgados. Parecía… humana.

Gritó con sus antiquísimos pulmones y se arrojó contra ellos, y sus botas de aleación resonaron contra el suelo como si se tratara de un hombre de hojalata. Rico se adelantó y lo roció desde la cintura hasta el suelo con el compuesto de espuma. Dos chorros de productos químicos recubrieron el torso y las piernas de CHANG se solidificaron casi al instante y convirtieron a la criatura en mitad estatua.

Los hombres rodearon a la enfurecida criatura y la examinaron mientras se debatía, pegada al suelo. Agitaba los brazos como un ciclón y trataba de agarrarles; sus piernas hacían fuerza contra la espuma que le había arrojado el arma y que se transformaba en fibrocemento.

«Así que es esto lo que ha acabado con el mundo, lo que ha matado a todos mis seres queridos, y a todos los seres queridos de mis seres queridos», pensó Kil.

Los cuatro hombres habían visto que CHANG tenía el mismo aspecto que cualquier otro no muerto de China.

Kil se acercó a la criatura y se fijó en la placa con el nombre que llevaba sujeta al pecho. Unas letras chinas estaban finamente inscritas en la aleación, inmediatamente encima de las palabras en inglés «COMANDANTE CHANG».

—¿Y ahora qué haremos, Kil? —preguntó Rex.

Kil guardaba silencio. Su ira crecía visiblemente. Miró fijamente a CHANG. Ésa era la criatura que había matado al mundo.

—Esto es lo que haremos —dijo Kil.

Empuñó la carabina 7.62 con silenciador y tiró del gatillo. La cabeza de CHANG explotó y sus restos salieron volando en dirección contraria a la del equipo, y sus antiquísimos sesos rociaron aquella nave elegante y extraña.

—¡¿Qué coño haces?! —gritó Rex, visiblemente confundido—. ¡Acabas de destruir al objetivo!

Kil negó con la cabeza.

—No, no he destruido al objetivo. CHANG había sido humano, como tú y como yo. CHANG no fue nunca el objetivo de verdad. Pero toda esta mierda sí lo es. —Señaló a la nave y a las mesas de laboratorio que la rodeaban, cubiertas con extraños instrumentos—. Y mira hacia abajo. CHANG había quedado pegado al suelo sin posibilidad de separarlo, por cortesía de Rico.

Rex sacó el machete y dio unos tajos en la resina que se había pegado al suelo bajo el cuerpo descabezado de CHANG.

—No te molestes, Rex —dijo Kil—. Esa sustancia es resina de fibra. Partirás la hoja antes de que puedas hacerle un rasguño. Necesitaríamos una semana y herramientas potentes para liberar al comandante. Agarremos todo lo que podamos y regresemos al submarino… Pero os lo repito, esa criatura era humana, y todos vosotros lo sabéis. —Kil sacó un tubo de laboratorio que llevaba en la mochila y metió dentro trocitos del cadáver de CHANG para llevárselos como muestra.

—Como una misión de acción directa en Afganistán —dijo Rex.

—¿Qué quieres decir?

—Tardas semanas, a veces meses, para planificar una misión de acción directa en la que vas a matar o capturar un objetivo de gran valor, y luego la misión termina antes de que te enteres.

El equipo metió en la mochila lo que Inteligencia les había dicho que eran cubos de datos y todos los otros objetos que les parecieron relevantes. Kil se guardó en los bolsillos dos pistolas de aspecto muy exótico.

«Más adelante podrían resultarme útiles».

Llevaba la mochila casi repleta cuando encontró dos contenedores grandes, en forma de balón, de colores distintos, al lado de una de las mesas de laboratorio cercanas a la nave averiada. Las marcas de los contenedores no eran caracteres chinos ni se parecían a nada que hubiera visto en su vida. El contenedor rojo había sufrido serios daños por el mismo motivo por el que se había averiado la nave de CHANG. Su gemelo azul parecía intacto. Kil decidió que se los llevaría a ambos al submarino para futuros análisis.

El equipo regresó hasta el vestíbulo y salió al patio por la puerta principal. En cuanto fueron visibles desde el cielo, la radio crepitó.

—Bienvenidos de nuevo, Clepsidra. Os traigo noticias que tal vez os interesen.

—Adelante, Mar Profundo —respondió Kil.

—Diviso otro submarino que ha emergido al lado del Virginia. Es bastante más grande que el vuestro. Parece un submarino de misiles balísticos.

—¿Y qué hace?

—Señales. No creo que sea hostil; está demasiado cerca del vuestro y ha emergido sin esconderse. Digamos que eso no figura en el libro de texto como táctica para hundir submarinos enemigos. Además, creo que tenéis paparazzi a las puertas del recinto, en torno a vuestro vehículo.

—Recibido, Mar Profundo.

Los hombres se acercaron a la cerca mientras los no muertos aguardaban.

—Adelante, Rico —ordenó Rex.

Rico se acercó a la cerca y roció a las criaturas no muertas con la espuma que se transformaba en fibra. Kil pensó que aquella sustancia parecía espuma de jabón. Daba miedo lo rápidamente que se solidificaba y encerraba a las criaturas en un ataúd de resina avanzada. Rico tuvo buen cuidado de no tirar contra la camioneta, porque la sustancia la habría averiado tan sólo con tocar una parte de una rueda. Como la mayoría de las criaturas se habían convertido para siempre en parte de la valla de metal, los cuatro salieron sin ningún miedo.

Se metieron en la camioneta y disfrutaron de un viaje sin incidentes hasta el submarino.

Cuando el equipo estuvo por fin a bordo, el Aurora les deseó suerte y, al regresar, abrasó el cielo en su último viaje.

1 de enero.

Me deseo a mí mismo Feliz Año Nuevo. Después de una noche de aventuras en la China continental que me ha dado mucho que pensar, estoy deseoso de poner rumbo al este, a mi casa. Nuestros nuevos amigos chinos quieren escoltarnos hacia el este. Aunque su inglés es horrible, el capitán del submarino chino se ha alegrado mucho al encontrarnos. Había estado siguiendo al Virginia desde que entramos en aguas territoriales chinas. Gracias a Dios, se dio cuenta de que no veníamos con intenciones hostiles, porque podrían habernos hundido sin ninguna dificultad. Nuestros nuevos amigos tienen radios de onda corta más potentes que las nuestras, y una vez les pasamos las frecuencias y las tablas horarias pudimos mandar y recibir mensajes del George Washington, que ahora se ha estacionado para siempre en Cayo Hueso.

He necesitado algún tiempo para reflexionar acerca de este último año, poner en orden mis pensamientos y acordarme de todas las cosas por las que tengo que dar las gracias.

Tara y nuestro niño están bien.

Sigo vivo.

Puede decirse que hemos llevado a cabo nuestra misión.

Únicamente tenemos que tomar un pequeño desvío y luego navegaremos rumbo a los Cayos.

Me quedan tan sólo unas pocas páginas en blanco.

Descansa en paz, William. Te echaremos siempre de menos.