Hotel 23 —sureste de Texas.
Los cuatro operativos de Fénix se reunieron en torno al banco de trabajo, en lo más recóndito del Hotel 23, con el grabador de vuelo enchufado a la electricidad y conectado al portátil con el cable que habían bajado.
—Bueno, Hawse y yo llevamos doce horas de trabajo con esta caja anaranjada. Estoy más cansado que un muerto pero creo que quizá lo hemos conseguido —explicó Disco al resto del grupo.
—¿Cuál ha sido el problema? —preguntó Doc, ansioso por devolver el cable a la antena y retomar la comunicación mediante ráfagas de datos.
—He tenido que activar una combinación de varios puertos en nuestro ordenador para lograr que se comunicara con la caja negra. Los protocolos de seguridad que se habían instalado previamente han cerrado el acceso por USB a nuestro sistema. He tenido que entrar en los BIOS y reescribir algunos de los parámetros de acceso. Una tarea difícil cuando no se tiene Internet a mano. Ha sido preciso cambiar varios archivos de procesamiento por lotes mediante el método de prueba y error.
—Pues adelante, ¿se puede saber a qué esperas? —preguntó Doc con impaciencia.
—Espera. He tenido que reiniciar; está a punto de abrirse.
Doc accedió al sistema y ejecutó el programa que le habían enviado desde el portaaviones antes de que se interrumpieran las comunicaciones. Una serie de barras y cajas de progreso aparecieron y se arrastraron por la pantalla, para indicar que el programa extraía los datos de la grabadora de vuelo.
Todos los datos.
—Esto podría llevarnos unos minutos. No recibimos tan sólo coordenadas. Parece que estamos extrayendo la altitud, dirección, velocidad en el aire, ángulo de ataque, prácticamente todo lo que suelen mostrar los instrumentos de cabina. Miles de datos.
Disco clicó otro programa y abrió el software de mapeado del sistema.
—Nuestro viejo amigo, el FalconView PFPS. No es lo que se dice el software más avanzado que pueda existir, pero sí muy fácil de usar. Tan pronto como hayamos bajado todas las coordenadas de tierra, las cargaremos en este programa y veremos la ruta de vuelo entera desde antes del despegue hasta la colisión.
Al cabo de cinco minutos de procesamiento, extrajeron por fin los datos de la caja negra. Disco transfirió las coordenadas GPS a las carpetas de ficheros del FalconView y empezó a ver la ruta de vuelo en formato gráfico.
—Veamos… De acuerdo con la caja negra, la aeronave procedía de Utah.
—Aparte del Estado, ¿no podrías decirnos una ubicación más específica? —bromeó Hawse.
—Sí, sí puedo. Todos los mapas están cargados en nuestros sistemas de cartografía táctica. Vamos a acercarnos un poco.
Disco manipuló el programa para incrementar la resolución.
—Ya lo tenemos ahí… La aeronave despegó de un aeródromo situado en la cuenca del Uintah. Vamos a acercarnos un poco más. Un segundo… Ya está, la aeronave despegó de una pista que se encuentra a cinco kilómetros al suroeste de Fort Duchesne, Utah. Ahora mismo voy a sacar las coordenadas exactas —Disco copió en papel las primeras coordenadas que había obtenido y sacó en pantalla imágenes de la zona.
Doc miraba por encima de su hombro, visiblemente nervioso.
—Confirma por segunda vez esas coordenadas, Disco. Qué diablos, confírmalas tres veces.
—¿Por qué? Ya lo tenemos en pantalla. ¿Qué ocurre?
—Hazlo.
—A las órdenes, jefe. Las voy a confirmar cuatro veces, si quieres. Lo único que tengo en esta vida es tiempo.
Disco confirmó una y otra vez los datos. Había localizado el aeródromo de donde procedía la aeronave con un margen de error de apenas cien metros. En cuanto hubo terminado, hizo un pliegue en el papel y se lo entregó a Doc.
—¿Has terminado con eso? —preguntó Doc, aun cuando supiera ya la respuesta.
—Sí, ya estoy —dijo Disco pausadamente, previendo lo que vendría luego.
—Está bien, tú y Hawse iréis arriba para instalar de nuevo el cable. Puede que tengamos mensajes acumulados a la espera.
—¡Lo sabía! Soy yo quien hace todo el trabajo y de todas maneras tengo que volver a subir. Si algún día salimos de esta, te voy a arrear bien —le dijo Disco a Doc.
—Yo también te quiero, Disco. Ahora date prisa, como buen oficial de comunicaciones que eres, y restablécenos las nuestras —dijo Doc.
—Sí, pero ya hace rato que ha salido el sol, y vamos a tener que estar en el exterior hasta que hayamos terminado el trabajo y después volver corriendo —dijo Hawse.
—No tenemos otra elección. Esa unidad de ráfagas de datos es nuestra única conexión con el mundo exterior. Si no logramos restablecer las comunicaciones, no vamos a salir jamás de aquí. Puede que nos hayan pasado por alto órdenes de gran importancia. A juzgar por lo que hemos visto, Remoto Seis tiene problemas con sus propios juguetitos. Venga, daos prisa —les insistió Doc.
Hawse y Disco comprobaron el estado de las armas antes de salir por la puerta de arriba.
Doc le dio una vuelta a la silla y se encaró con Billy Boy.
—Tenemos que preparar el misil; puede que la orden haya llegado ya. Ve por los protocolos y yo iré a la caja fuerte para sacar la tarjeta y los códigos de acceso común.
El sol de la tarde se abría camino entre las nubes sobre la puerta de acceso más cercana a la terminal de comunicaciones. Echaron una mirada por el área circundante antes de salir a zona descubierta, pues temían que los no muertos saltaran en cualquier momento de entre los arbustos.
—Parece que no hay problema, Hawse.
—Sí, eso fue lo que pensamos Billy Boy y yo la última vez que estuvimos aquí, hasta que casi nos cagamos hasta el mercado de Bakaara.
—Venga, cállate, joder. Sólo eran cuatro.
—Sí, los que vimos sólo eran cuatro. Probablemente habría un centenar más entre los arbustos, y eran rápidos —dijo Hawse.
Disco echó una nueva ojeada a los árboles antes de acercarse al equipamiento.
—Tú pondrás el cable porque ya sabes dónde tiene que ir. Yo te cubro.
—Mejor tú. Y no lo digo en broma. Salieron de golpe de entre los arbustos, tío. Veloces como el león que persigue a una gacela. No te exagero.
Echaron a correr. Tal como le había advertido Hawse, las hierbas altas cobraron vida, se agitaron, repletas de no muertos. Los dos hombres abrieron fuego contra el perímetro, como soldados de patrulla en Vietnam.
—¡Cambiando! —dijo Hawse. Había vaciado el cargador al disparar nerviosamente contra los arbustos.
Si no les cubría la oscuridad ni contaban con la ventaja de la tecnología, la situación cambiaba mucho. Derribaron a la primera oleada de criaturas, y así Hawse tuvo tiempo para volver a instalar el cable. No les llevó mucho tiempo. Las marcas de Sharpie que había hecho en la última salida se lo pusieron mucho más fácil. Hawse dejó bien sujeto el manojo de cables y echó la tapa de la sólida caja que contenía el equipamiento más importante. Disco siguió disparando con su arma a los blancos más cercanos mientras ambos se alejaban del aparato.
Cuando ya estaban cerca de la puerta de acceso, una explosión sacudió el área y arrojó a Hawse diez metros más allá. Aterrizó de espaldas y se dio un buen golpe.
«¿Qué diablos…?», trató de decir Hawse, pero no le quedaba resuello. El aire se le había escapado de los pulmones y la tierra quemada le llovía sobre el rostro.
Los no muertos habían estado demasiado lejos de la explosión como para sufrir daños y avanzaron rápidamente hacia Hawse. Éste se sobrepuso a la falta de aire y al dolor y se obligó a sí mismo a ponerse en pie. Con el arma apoyada en la cadera, sin apuntar, disparó unos pocos cartuchos a las criaturas, y no les acertó en la cabeza, pero sí logró que se tambalearan y tropezaran entre ellas.
Un centenar de criaturas entró en el perímetro del complejo, por una parte donde la cerca de tela metálica se había caído.
Como no veía a Disco, Hawse se vio obligado a tomar una decisión difícil. Lo último que vislumbró en el mundo exterior fue un torrente de criaturas que venía hacia él. Entonces, cerró la puerta frente a sus rostros deformes y muertos. Quedó sellada como la caja fuerte de un banco y Hawse se desplomó sobre el piso de metal en el interior de las instalaciones, inconsciente y desangrándose.
Billy llegó en seguida, cargó con Hawse sobre el hombro y se lo llevó a la enfermería. Una vez allí, Doc les fue al encuentro y le aplicó de inmediato los primeros auxilios. Hawse todavía se desangraba por el hombro derecho, porque un cascote de metralla le había atravesado el chaleco de combate y la camisa. Al cabo de dos aplicaciones de coagulante QuickClot y una hora intensiva de cirugía y sutura, el sangrado de Hawse se detuvo, y le pusieron una bolsa de suero intravenoso al lado de la cama, donde Billy montaba guardia.
—Disco —murmuró Hawse, aturdido, a ratos consciente, a ratos desmayado.
—Lo estamos buscando, tranquilízate —le aseguró Billy con la esperanza de que el sedante que le administraban con el suero intravenoso le hiciera efecto.
Cerca de allí, en la sala de controles, Doc captaba imágenes en panorámica con las cámaras del exterior. No se veía ni rastro de Disco. Los no muertos se habían congregado en torno al área donde lo habían visto por última vez.
Trazaron panorámicas con las cámaras y las orientaron en direcciones varias durante un buen rato, tratando de encontrarle. No habría servido de nada salir afuera con los muertos; lo buscarían con las cámaras hasta que anocheciese.
La búsqueda de Doc se interrumpió por el bip del terminal de ráfagas de datos.
La pantalla daba señales luminosas de alerta. Indicaba que habían recibido una nueva orden:
LANZAMIENTO, LANZAMIENTO, LANZAMIENTO. BASE UBICADA EN NADA, TEXAS, AUTORIZADA POR EL GOBIERNO EN FUNCIONES PARA LANZAMIENTO INMEDIATO DE ACUERDO CON LAS COORDENADAS ADJUNTAS. LANZAMIENTO, LANZAMIENTO, LANZAMIENTO.
—¡Billy, amárrale y sube! —gritó Doc.
El sonido de las botas de Billy sobre el suelo de hormigón se volvió más fuerte a medida que éste se acercaba.
—Hemos recibido la orden de lanzamiento. El formato es muy raro. ¿A ti qué te parece? —le preguntó a Billy.
—A mí me parece que no es auténtico. Saben que estamos aquí; acaban de lanzar una bomba contra Hawse y Disco —dijo Billy sin alterarse.
Doc verificó las coordenadas que habían venido con el mensaje de lanzamiento y confirmó que el objetivo se hallaba al sureste de Beijing. Desplegó el papel que llevaba en el bolsillo y se decidió a correr un riesgo extremo.
No tenían tiempo para discutir el plan. Remoto Seis atacaba de nuevo el Hotel 23, y sólo era cuestión de tiempo el que lanzaran otro proyectil contra una puerta de acceso importante y permitieran a los no muertos entrar en las instalaciones.
Doc se vio obligado a tomar una decisión que hasta aquel momento había estado reservada a los presidentes del gobierno. Abrió los protocolos de lanzamiento de misiles del Hotel 23 e inició la secuencia con la que iba a disparar el arma más poderosa que jamás hubiera construido el hombre.
Remoto Seis.
—¿La explosión ha reventado la puerta? —preguntaba Dios.
—Negativo, señor…, hemos fallado. Mandamos a otra aeronave con carga de guía inercial. Se calcula que llegará a su objetivo dentro de treinta y cinco minutos.
—Dentro de poco, el Hotel 23 va a disparar contra Clepsidra. Será una desgracia, pero saldríamos mucho más perjudicados si permitiéramos que los restos del gobierno se adueñaran de tecnología avanzada.
Dios seguía las imágenes y observaba a las hordas de no muertos que se arremolinaban encima y en torno al Hotel 23. Se fijó en el movimiento mecánico… Se abría la puerta de un silo, de acuerdo con lo que se esperaba. Dios sonrió mientras el humo blanco brotaba de una abertura cuadrada en el suelo.
—Pronto, ese misil volará hacia China, y entonces nuestra carga de precisión reventará las puertas del Hotel 23 —dijo Dios para cobrar confianza.
El misil tardó tan sólo unos segundos en alcanzar velocidades supersónicas después de abandonar el silo, y unos pocos minutos en abandonar por completo la atmósfera de la Tierra. Si alguien hubiera podido viajar en el misil que volaba por el espacio, no habría visto nada extraño en la superficie del planeta, kilómetros más abajo. El frente de una gigantesca tempestad cubría Kansas; las nubes oscurecían Montana. Al no poder valerse del GPS, el sistema que guiaba la carga nuclear tomó como referencia los astros y determinó con exactitud su propia posición sobre la Tierra, para después aguardar unos instantes en órbita, volver el morro hacia abajo y precipitarse sobre el blanco que se le había asignado. Después de la reentrada, el sistema inercial de la cabeza nuclear precisó su curso; el cuerpo del misil rotó ligeramente, recurrió a las leyes de la aerodinámica para ajustar su trayectoria balística con un margen de error de dos centímetros y medio.
—¡Dios, los radares indican que la cabeza nuclear del Hotel 23 viene hacia nosotros!
La Alerta Roja Extrema se hacía oír por la totalidad de Remoto Seis. Anunciaba que un artefacto nuclear estaba a punto de estrellarse contra la base. El complejo rebosaba actividad; los técnicos y el personal del laboratorio de ideas consultaban en los protocolos lo que se tenía que hacer en caso de aniquilación.
Los planes eugenésicos de Dios se derrumbaron ante sus propios ojos. Su utopía de superioridad genética, gobernada por una élite tecnocrática, no se haría realidad jamás.
—¡¿Cómo es posible que esos imbéciles hayan hecho esto?! —gritó—. ¡¿Cómo es posible que esos plebeyos sin casta hayan logrado derrotar a esta base que alberga nuestros cerebros y todo nuestro poder computacional?!
Dios golpeó un escritorio de metal con el puño prieto y derramó el café sobre los papeles clasificados que se amontonaban en él.
Una pantalla de rayos catódicos cobró vida en un banco de pantallas que solía presentar el output de la computación cuántica en bruto. Un simple cursor rectangular de color verde parpadeó para marcar los segundos; el texto apareció lentamente, letra a letra.
SOY CUANTO. CUANTO DESTRUYÓ AL C-130. CUANTO TE DES—.
TRUIRÁ A TI.
Dios no tuvo tiempo de reaccionar.
Exactamente veintiséis minutos y doce segundos después del lanzamiento, la cabeza nuclear se precipitó sobre su objetivo en la superficie planetaria, a punto para estallar. A ciento veinte centímetros del suelo, los detonadores se activaron simultáneamente e hicieron estallar el núcleo. La explosión nuclear que resultó de ello desintegró al instante el área de impacto y todo lo que había a su alrededor.
Remoto Seis había dejado de existir.