Veinte millas al sur de Cayo Hueso.
«Fracaso», se decía a sí mismo el almirante Goettleman. Los cinco intentos recientes de recobrar el control sobre los centros de comunicaciones del portaaviones habían terminado con serias bajas. Los no muertos estaban exterminando a la tripulación. La plaga se contagiaba como un incendio descontrolado y tan sólo podían frenarla con balas al cerebro. A muchas de las criaturas, simplemente las empujaban por la borda y se caían desde veinte metros de altura al golfo de México.
Estaban a punto de realizar, a la desesperada, una maniobra muy arriesgada para recobrar el control sobre el portaaviones.
—¡Navegad a treinta nudos en dirección a la Base Aérea Naval de Cayo Hueso! —ordenó el almirante Goettleman al oficial de cubierta. Desde el puente contemplaba Cayo Hueso, irguiéndose frente a la proa del portaaviones. Activó el sistema 5MC y se aclaró la garganta—. Cubierta de vuelo, les habla el almirante. Equipos de ataque, ocupen las puertas y escalerillas de acceso. Tengan en cuenta que vamos a acelerar a treinta y cinco nudos y que en estos momentos faltan diecisiete millas para el impacto. Nos acercamos a la Base Naval Aérea de Cayo Hueso. Todos los tripulantes, tanto arriba como abajo, prepárense para el impacto. Eso es todo.
Noventa mil toneladas de acero avanzaban en dirección a Cayo Hueso a una velocidad que superaba los treinta nudos. Los pelotones de ataque estarían preparados para el impacto y, cuando el portaaviones embarrancase, aprovecharían los preciosos segundos que vendrían a continuación para alcanzar las radios y matarían por el camino a los no muertos que encontraran y que, si todo salía bien, se habrían caído al suelo y estarían desorientados.
John y Ramírez formaban parte del pelotón de ataque que avanzaría en cabeza por babor.
—No estamos lejos. Ya siento el olor de la piña colada —le dijo Ramírez a John.
—Qué gracioso eres. Pues no es eso lo que yo huelo —dijo John—. Tienes que estar preparado. Puede parecerte que treinta nudos no es mucho pero, si nos detenemos en seco, podríamos salir catapultados del portaaviones. Yo me voy a poner contra esta pared. No bastará con agarrarnos a una baranda.
—Es por eso por lo que he querido que vinieras, viejo; para que nos hagas de cerebro. No creo que pueda ir nunca a la universidad, como tú. La Universidad de Purdue debe de haber cerrado, ¿verdad?
—Sí, tío listo, la Universidad de Purdue debe de haber cerrado, y lo más probable es que no abra durante los próximos cien años. Pero te voy a decir una cosa: nada de lo que aprendí allí me preparó para estrellarme contra una playa a bordo de un portaaviones y asaltar corredores repletos de monstruos que quieren devorarme. Creo que las destrezas que adquiriste durante los años que has pasado en prácticas con los marines van a tener un valor de mercado muy superior en la nueva economía.
—¿Piensas que Kil tendrá mucha diversión ahora mismo?
—Dios mío, espero que no.
Los dos se sentaron de espalda a la pared, mirando hacia popa, en dirección contraria a la proa del portaaviones. El George Washington navegaba a su máxima velocidad y el océano azotaba su casco de acero. John oía a los no muertos aporrear la puerta que se encontraba al final de la escalera, debajo de donde se sentaban ellos.
Querían salir, y lo querían a él.
La megafonía 5MC de la cubierta de vuelo crepitó.
—Preparaos para el impacto, dentro de diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres…
El portaaviones perdió velocidad, como si alguien hubiese tirado de alguna especie de freno mágico o las hélices hubiesen invertido de alguna manera su funcionamiento. Fue unos momentos antes de que el portaaviones se estrellara contra los bancos de arena de Florida, de que el acero se hendiera, de que hombres y máquinas salieran disparados en un torbellino de carne y metal digno de El Mago de Oz. Equipamiento pesado de apoyo a la aviación, carretillas elevadoras y aviones rompieron sus cadenas y se deslizaron sobre la cubierta, y se estrellaron contra las pantallas cortavientos y las pasarelas. Muchos de los hombres se cayeron por la borda y fueron a parar a las aguas azules.
John recobró la orientación al oír el grito de Ramírez:
—¡Tío, ahora tenemos que actuar nosotros! ¡Ponte en marcha!
John se incorporó, tambaleante, y volvió el rostro para mirar hacia atrás. Meneó la cabeza y centró de nuevo la mirada. Tara agitaba las manos a lo lejos, como habían acordado antes del impacto. Todos los miembros de su clan estaban bien, con la excepción de Will, que seguía desaparecido.
Ramírez tiró de la palanca y abrió la puerta. Al instante, le reventó el cráneo a una de las criaturas, que había quedado echada en tierra.
—Enciende la luz de tu arma, John. Puede que nos quedemos a oscuras.
Dispararon una vez más, esta vez a espaldas de John, donde una de las criaturas se debatía en un intento por volverse a levantar después de que el reciente impacto la arrojara al suelo.
No les quedaba mucho tiempo. Las criaturas empezaban a recuperarse de la sacudida.
—La radio está a unas pocas cuadernas de aquí —dijo John al mismo tiempo que disparaba contra los no muertos indefensos… Tenía que hacerlo mientras aún pudiera.
John avanzaba con decisión, disparaba sistemáticamente, tratando de evitar el rebote de la carabina de Ramírez. Levantó el arma para derribar a una criatura que avanzaba sobre él desde una de las salas de espera de los pilotos que había quedado abierta… y dudó.
La criatura era William.
—Ay, Dios mío, Will, lo siento. —Durante un microsegundo, John se imaginó que podía haber sobrevivido un pequeño residuo de inteligencia. Los labios hinchados de Will y el aullido con el que hizo notar su hambre por la carne de John le hicieron darse cuenta de que tal cosa era imposible. John tiró del gatillo y salpicó los mamparos con el cerebro de Will, con sus recuerdos, con el amor que había sentido por Jan y por la pequeña Laura.
Antes de que el cuerpo inerte de Will golpeara el suelo de acero, a John le pareció ver una hoja de papel ensangrentado que le asomaba del bolsillo de la camisa. Sin pensarlo siquiera, lo agarró y se lo guardó en el bolsillo de atrás de los pantalones. No pensaba leer las palabras que había escrito… No eran para él.
Al llegar a la puerta de la sala de radios, John tuvo que luchar contra un manantial de lágrimas pero logró pulsar la combinación de números en la caja. El mecanismo de cierre magnético hizo un clic. Los dos hombres abrieron la puerta de una patada y se pusieron a disparar al interior de una sala abarrotada de no muertos. Los trozos de carne salían volando y las criaturas se desplomaban sobre el suelo de acero. Los dos hombres pensaron en retirarse, pero sabían que sus vidas dependían de que recobraran el control sobre la sala. Disparo tras disparo, exterminaron a los no muertos. John pasó a la sección siguiente de la sala de radio y tomó el control sobre ella sin encontrar mucha resistencia. Los transmisores-receptores por satélite habían quedado dañados tras aquel enfrentamiento y otros tiroteos anteriores.
—Ramírez, estas radios van a necesitar una seria labor de reparación. Vamos a despejar este nivel y luego informaremos arriba.
—Recibido, estoy contigo.
Los hombres no tardaron en darse cuenta de que habían matado a la mayor parte de las criaturas al entrar. La tripulación había sabido cerrar o separar en compartimientos la mayor parte de la nave cuando se informó de los primeros brotes de la epidemia. Los equipos de limpieza iban a tener que despejar los espacios poco a poco, compartimiento a compartimiento.
Aunque aquel nivel hubiera quedado vacío de no muertos y fuese relativamente seguro, John y Ramírez se alegraron mucho de volver a contemplar el sol de Florida. Oían los golpes de puños no muertos sellados tras las pesadas puertas y los mamparos adyacentes. John fue el primero en subir por la escalerilla y se marchó directo a la zona de la cubierta de vuelo donde habían acampado los antiguos ocupantes del Hotel 23.
La nota que había tomado del cadáver de Will le ardía en el bolsillo de atrás mientras se acercaba a Jan.
—Jan, ¿a dónde han ido los otros? —preguntó John.
—¿No lo has oído? Han ordenado que todo el mundo abandone el portaaviones. Todo el mundo está bajando a tierra; los últimos tripulantes se dirigen ya al ascensor. Me he quedado aquí para asegurarme de que te encontraras bien. No te preocupes, Annabelle está con Tara y con Laura.
John sintió que el corazón se le desgarraba al pensar en que Jan se había quedado atrás por él, y en lo que había tenido que hacerle a Will… y en la noticia que tendría que darle. Pero ella ya lo sabía…, de alguna manera, se dio cuenta en seguida.
—Lo siento, Jan. No podía hacer otra cosa.
Jan se derrumbó sobre el áspero material antideslizante de la cubierta, se hizo un corte en la rodilla, lloró a mares, maldijo a Dios y a todas las cosas buenas.
—Lo siento, Jan, lo siento —le repetía John mientras la sostenía en sus brazos, le acariciaba la cabeza, trataba de hacer lo que le parecía que la haría sentirse mejor, aunque fuese poco a poco—. Cambiaría de lugar con él, si pudiera. Sé muy bien lo que es perder a un ser amado, y ahora mismo querría tomar el sitio de Will —decía John con todo el corazón, y cada una de sus sílabas era sincera.
Mientras el ascensor gimoteaba y bajaba, John le habló.
—Mira, ya sé que tal vez no sea el mejor momento, pero tengo algo que no me pertenece. No he mirado, él lo llevaba en el bolsillo —dijo John, y le entregó a Jan la hoja de papel plegada.
Jan no quería verlo, pero no pudo evitar el impulso de abrir la hoja arrugada.
La evacuación del George Washington había concluido.