Submarino Virginia —Fuerza de Combate Clepsidra.
Seis gruesas cuerdas de descenso en rápel bajaron casi al mismo tiempo desde las portezuelas del helicóptero. La fuerte corriente de aire creada por el rotor azotaba a los miembros del equipo, al tiempo que las cuerdas se desenrollaban cual mambas y se estrellaban sobre la cubierta del Virginia detrás de la torreta. La embarcación se ladeaba, obediente a las azarosas corrientes del Pacífico. El casco del submarino no estaba diseñado para reposar en la superficie; era mucho más adecuado para la infiltración de grupos de operaciones especiales y para llevar en silencio la muerte a las puertas de los submarinos enemigos.
Pocos segundos después de que las cuerdas golpearan la cubierta, bajaron los seis pasajeros. Los primeros cuatro descendieron con el ritmo y la comodidad que tan sólo se alcanzan al cabo de muchos años de práctica en operaciones especiales. Los dos que bajaron luego, en comparación, parecían torpes y sin experiencia. A medio descenso, uno de los dos perdió el equilibrio y se estuvo agitando en el aire, sujeto por el arnés, como un animal que ha caído en una trampa, y al debatirse estuvo a punto de arrear una patada en uno de los mástiles.
Al cabo de un rato de sufrir el aire cálido propulsado por el rotor y de hacer torpemente el payaso en las cuerdas, Kil y Saien se unieron a los otros cuatro que ya estaban en cubierta. El jefe del equipo se erguía allí, y el aire que desplazaban los potentes motores les agitaba la ropa. Sus pies y piernas de marinero se aferraban a la cubierta de acero como otros tantos imanes, y se mantenía en equilibrio sin ninguna dificultad. Le hizo una señal con la mano al jefe de tripulación que se hallaba en el helicóptero. Unos segundos más tarde, cinco grandes talegos de lona repletos de armas y equipamiento bajaron poco a poco hasta la cubierta. Los hombres le hicieron una señal de conformidad al piloto y el jefe de tripulación empezó a jalar los cables negros. El piloto hizo un saludo a los hombres que se quedaban sobre la superficie del submarino y tiró de inmediato del control cíclico. El helicóptero voló hacia el norte.
El estruendo y la corriente de aire del rotor desaparecieron rápidamente en la lejanía. Los hombres quedaban a la merced del Pacífico. Los operativos se despidieron de la superficie y caminaron sobre el espinazo de la embarcación, por la áspera pasarela antideslizante, hasta llegar a la torreta.
Kil y Saien les seguían, y uno de ellos le dijo al otro en voz baja:
—Allá donde fueres…
Recorrieron lo que les pareció una distancia considerable, bajaron por la escalerilla, entraron por la escotilla y se adentraron en el vientre del submarino. Descendieron hasta la zona de mandos, la luz del cielo se extinguió y el alumbrado interior de color rojo ganó en intensidad. Los cuatro operativos desaparecieron en dirección a proa, hacia los complejos órganos internos del submarino, y dejaron a Kil y Saien en el puente, entre desconocidos.
Un hombre vestido con un mono azul arrugado, zapatillas de tenis y una gorra con visera de la armada se les acercó y le tendió la mano a uno de los dos.
—Soy el capitán Larsen, oficial al mando del Virginia.
Uno de los recién llegados tendió la mano y estrechó con fuerza la de Larsen.
—Nosotros somos…
—Ya sé quiénes son ustedes y por qué están aquí —le interrumpió Larsen.
Kil tuvo que esforzarse por ocultar su reacción y no impedir que Larsen continuara.
—El almirante me retransmitió un mensaje personal hace tres días. Tuvo la gentileza de proporcionarme información acerca de usted y de su amigo, el Sr. Saien. Nos han hablado de usted y de su extraña experiencia con Remoto Seis, trátese de lo que se trate.
—Bueno, pues parece que el almirante nos ha ahorrado tiempo —respondió Kil.
—Sí lo ha hecho. El contramaestre de la armada los va a acompañar a su camarote —dijo Larsen, y a continuación dio los primeros pasos para marcharse.
—¿Una pregunta rápida, señor?
—Dígame, comandante.
—¿Qué es lo que vamos a buscar en China?
—Les informaremos en la sala para reuniones de carácter reservado. Estén a punto para una reunión a las dieciocho horas.
—Sí, capitán.
* * *
Larsen se marchó a toda prisa, al mismo tiempo que decía por una radio en forma de ladrillo unas palabras que Kil no entendió, y luego desapareció por un estrecho pasillo adyacente. El contramaestre de la armada, el Sr. Rowe, maniobraba en torno a los dos hombres, los inspeccionaba con ojos que probablemente se habían calibrado a lo largo de muchos años en el mar. Era un hombre no muy alto, quizá de un metro setenta y seis, con un mostacho impresionante. Los marineros más veteranos de la armada tenían una expresión que decía: «Este hombre ha baldeado más agua salada que la que haya pasado jamás por debajo de este barco». Sin saber por qué, Kil se quedó con la sensación de que aquella frase debía de haberse inventado para describir al contramaestre de la armada Rowe.
—Bueno, me han dicho que uno de ustedes tiene rango de comandante. Debe de ser usted —dijo Rowe, al tiempo que señalaba a Kil—. ¿Quiere un uniforme? Nos sobran algunos, aunque no tenemos ninguno con galones.
Kil se dio cuenta de que el contramaestre de la armada había venido con los deberes hechos.
—Me iría bien un par de monos de trabajo, si es que pueden permitírselos, contramaestre.
—No habrá problema, señor. Ya sabe usted mi nombre. ¿Usted se llama…?
—Kil.
—Póngase usted cómodo, comandante Kil.
Saien se rió sin querer.
—¿Y tú cómo te llamas, Alí Babá? —le preguntó Rowe a Saien.
Kil se mordió los labios.
—Me llamo Saien.
Rowe los observó a ambos con mirada crítica, como si les hubiera juzgado y pasado sentencia a bordo del Virginia.
—Comandante Kilroy y señor Saien, bienvenidos a bordo del Virginia. Síganme, por favor.
Saien y Kil siguieron al contramaestre de la armada Rowe por el laberinto de pasadizos y escalerillas. Kil empezaba a darse cuenta de que el tiempo y el espacio adoptaban una forma peculiar y fluida a bordo de los submarinos. Pensó que la embarcación no se había visto tan grande desde el exterior. Habían llegado a su nuevo habitáculo. Lo delimitaban unas lonas tendidas contra los mamparos que formaban un rectángulo irregular, con una litera para dormir y baúles para guardar las cosas.
—Disfruten de su nuevo apartamento. Tienen corriente de aire, pero con un poquito de cinta aislante y las cremalleras cerradas quedará bien. Yo estoy al mando de esta embarcación; si les apetece, pueden llamarme contramaestre. Es más corto que contramaestre de la armada.
Kil asintió con la cabeza.
—Gracias, contramaestre.
—Muy bien, señor.
El contramaestre de la armada Rowe se marchó con pasos enérgicos, y mientras estaba en el pasillo gritó algo acerca de unos monos y de tener las instalaciones limpias.
Saien y Kil se habían conocido en circunstancias interesantes. Kil había descubierto, algún tiempo después de que se encontraran, que Saien le había seguido la pista durante varios días y le había observado mientras se abría camino hacia el sur después de sufrir un grave accidente con el helicóptero. Mientras le rastreaba las huellas, Saien había descubierto una nota que Kil había escrito a mano, junto con un alijo de armas y suministros varios que había dejado en la nevera de una casa que llevaba mucho tiempo abandonada.
«Kilroy estuvo aquí».
El apodo se le había grabado en la memoria antes de que empezara el espectáculo.
Kil sentía que se le encogía el estómago al recordar aquel día. Habían tenido que luchar por arrancar el coche al mismo tiempo que millares de criaturas avanzaban hacia ellos. Trescientos metros, doscientos metros…, polvo, gemidos, los tenían aún más cerca. En un ataque de pánico y confusión, Saien lo llamó Kilroy, por la nota que había dejado. El nombre de Kilroy evolucionó durante los días que siguieron hasta quedarse simplemente en «Kil».
Deshicieron los fardos con los que habían venido y guardaron el material por todos los huecos que encontraron. Las camas eran pequeñas y el espacio reducido. Metieron una parte de sus efectos personales bajo los colchones; no había sitio para todas las cosas que se habían traído desde el espacioso portaaviones. Ni el uno ni el otro habían vivido jamás en un submarino y lo demostraron por la manera como desaprovecharon el poco espacio que tenían a su disposición.
Kil se sentó sobre la litera y escuchó los sonidos del submarino. Éste había sido diseñado para desplazarse en silencio y parecía una biblioteca pública en comparación con el arrastre de cadenas, la ruidosa ventilación y las válvulas solenoides del portaaviones. Oyó «inmersión, inmersión, inmersión», y entonces la proa se inclinó unos pocos grados hacia abajo y el Virginia descendió a las profundidades. Kil sabía a qué se enfrentaba, y que muy probablemente no regresaría con vida. Era una sencilla cuestión de números, lógica. Eran demasiados. Esta vez no se enfrentaría a unos pocos cientos, sino a miles de millones.
Al cabo de cuatro horas, les informaron de la peligrosa misión que les aguardaba.
Ésta es la primera anotación en el diario desde que estoy a bordo del Virginia.Han pasado dos horas desde que he abordado el submarino. La mar estaba picada momentos antes de que nos sumergiéramos. El oficial al mando me informa de que vamos a permanecer en esta zona durante las próximas veinte horas mientras nos preparamos para el viaje hasta Pearl Harbor. A Saien y a mí nos han instalado en una de las salas de literas de a bordo, arreglada para que parezca una especie de camarote. Qué suerte que no nos hayan puesto a dormir en el compartimiento de los torpedos, que es lo que se suele hacer con la mayoría de los extraños y los que no tienen experiencia en el manejo de submarinos, con los novatos.
Aunque haya servido en barcos de la armada en multitud de misiones, nunca había pensado que llegara a oír semejante cosa por 1MC:
—Que todo el personal disponible comparezca para su formación en el mantenimiento de reactores nucleares.
Era totalmente lógico. Ahora la armada ya no forma especialistas en embarcaciones nucleares, así que hay que educar al personal sobre la marcha, porque, si no, llegaría un momento en el que nadie sabría encargarse del mantenimiento de los reactores.
Las embarcaciones de motor nuclear se concibieron para situaciones apocalípticas como esta. Recuerdo cuando servía a bordo de un portaaviones convencional. Cada pocos días teníamos que ir a repostar. Ese tipo de embarcaciones no podría sobrevivir en este mundo nuevo. No quedan refinerías activas que puedan producir combustible suficiente para abastecerlas.
Las únicas debilidades efectivas del Virginia son el mantenimiento general del casco, la provisión de alimentos y la reparación de los reactores. El entrenamiento que se lleva a cabo en el área del reactor podría reducir una de esas debilidades. El Virginia genera su propia agua y purifica su propio aire mediante equipamiento que lleva a bordo, alimentado por el reactor. No le falta electricidad. De la misma manera que algunos de los portaaviones con reactores activos se emplean como centrales eléctricas, el Virginia podría proporcionar electricidad sin gran esfuerzo a una población pequeña.
Me han dicho que Saien y yo vamos a reunirnos con el oficial de Inteligencia del submarino para que nos informen de la operación. La única pista de lo que tendremos que hacer me la ha dado Joe antes del viaje en helicóptero de esta mañana.
Joe se ha hecho oír a gritos entre los rotores cuando esta mañana salíamos del puente del portaaviones y caminábamos hacia el helicóptero por la cubierta de acero y material antideslizante.
—No te lo vas a creer, comandante. Ve con mente abierta.
Aún no me había acostumbrado a que me llamaran comandante. No era comandante de verdad. Ni siquiera me pagaban por ello, aunque me imagino que la moneda tampoco vale ya para nada. En cualquier caso, ahora mismo no tengo ni idea de qué es lo que podría sorprenderme después de todo lo que he pasado durante los últimos once meses. Esto es como la primera noche en el campamento militar. Estoy fuera de mi ambiente, un poco asustado, y no tengo ni idea de lo que va a suceder.