Al mismo tiempo que el Virginia cruzaba las fronteras de lo que en otro tiempo habían sido las aguas territoriales chinas, Dean, Tara, Danny y Laura se escondían, aterrorizados, al fondo del camarote de la propia Dean. Habían bloqueado la puerta con las literas y otros objetos.
Los muertos golpeaban con los puños y las palmas de las manos la puerta de un camarote que se encontraba al otro lado del pasillo. No tenían manera de saber cuántos habría.
Rezaron y le agradecieron al Todopoderoso que las criaturas aporreasen las puertas de otros y no las suyas. Todos ellos sabían que la situación podía cambiar con un estornudo, o con un cambio en los vientos del azar.
Llevaban doce horas atrapados a la espera del rescate. ¿Hasta dónde podían haber llegado en doce horas?
Laura estaba sentada en brazos de Tara, medio ausente por la conmoción.
—¿Por qué no abrimos la puerta y les disparamos? —preguntaba.
—No sabemos cuántos son, cariño. Vamos a tener que esperar.
Todos ellos sabían que el portaaviones se encontraba todavía bajo el control de los militares. Durante las últimas horas habían sentido varias veces que la embarcación viraba, con frecuencia creciente, de manera demasiado sistemática como para ser producto del azar.
«Al menos, la armada aún controla el puente y los reactores», pensaba Dean.
En algún lugar del interior de la gigantesca superestructura del navío, el almirante Goettleman abrió el sistema de megafonía 1MC:
—Les habla el almirante Goettleman. La infección se ha difundido por el portaaviones y en estos momentos estamos movilizando a nuestros equipos para neutralizar la amenaza. Si nos oyen, conserven la calma y aguarden a que uno de nuestros equipos se abra camino hasta ustedes. Eso es todo.
La voz resonó por todo el portaaviones e, irónicamente, puso frenéticos a los no muertos.
Todo el mundo oyó claramente la proclama, y también la oyeron los muertos que estaban en el pasillo.
La puerta empezó a combarse bajo el peso de las criaturas que protestaban contra la intrusión sonora en su nuevo territorio. Danny bizqueaba a la escasa luz y observaba que la zona media de la puerta se doblaba ligeramente hacia dentro. Estaba sentado junto a Laura y le decía que no iba a pasar nada. El muchacho que aún vivía en su interior creía que sus palabras eran honradas, pero otra voz que rivalizaba con la primera le decía que indudablemente no tardaría en morir y que ambos acabarían transformados en aperitivo ligero.
La puerta se combó un poco más, estaba a punto de salirse de quicio, y la muerte empezó a rodear a los supervivientes con sus negras alas. Todos ellos cerraron los ojos, momentos antes de que cinco pequeños orificios apareciesen en la puerta, justo encima del pomo, en línea casi recta. Los cuerpos se desplomaron al suelo con estrépito audible.
—¡Alejaos de la puerta y echaos al suelo! —gritó una voz familiar desde el otro lado.
Los cartuchos de 9 mm siguieron penetrando por la puerta y por los mamparos, y el rebote de una de ellas hirió a Danny en el hombro. Éste pegó un grito, y cayeron nuevos cuerpos.
—¡Abridme, soy yo, Ramírez!
Dean se levantó de un salto y preparó la pistola antes de quitarle el cerrojo a la puerta y hacer girar el pomo. La puerta se abrió y quedaron a la vista Ramírez y John, que estaban allí de pie, con armas automáticas, cubiertos de mugre y sudor.
—¡En marcha; se han apoderado de todo este nivel!
—Tara, yo le debía una a Kil. En cuanto lo veas, acuérdate de decirle que he saldado la deuda —dijo Ramírez.
Tara le abrazó brevemente, gimoteando de felicidad por haber salvado la vida, mientras salían a toda prisa del camarote.
Todos ellos avanzaron en silencio, en fila india, con los niños bien resguardados entre los adultos. John llevaba a Annabelle en la mochila, con la cremallera cerrada hasta el cuello del animal. A la perra no le gustaba mucho aquella manera de viajar, pero no trató de escabullirse.
Annabelle no tenía precio como detector de no muertos. Tal como habían convenido antes, John la había llevado hasta el área donde Danny creía haber oído a las criaturas. La gran puerta de acero se había abierto y habían entrado unos militares, y John no había tratado de esconderse; había fingido no saber nada. Había agarrado a Annabelle con ambos brazos mientras los guardias se encaraban con él. Annabelle había proferido un aullido terrible y se le había orinado en el jersey. El pelo del pescuezo se le había erizado y había confirmado con ello la cercanía de las criaturas. John se había hecho el tonto, y los guardias los habían escoltado a él y a la perra fuera del área.
—¡Rápido, tan sólo quedan otras dos compuertas de seguridad hasta la salida a la cubierta de vuelo!
Los adultos, al tiempo que caminaban, vigilaban a Danny y a Laura cual halcones. Los pasillos podían llenarse de no muertos en cualquier instante.
Los pelos del pescuezo de Annabelle se erizaron de nuevo. El animal se tensó dentro de la mochila de John y se puso a gruñir.
—¡Prepárate, Ramírez! —advirtió John.
Los no muertos no aparecieron de frente. Les habían dado alcance por detrás, donde Tara y Ramírez tenían cuidado de los niños. Ramírez se volvió y se puso a dispararles al tiempo que caminaba de espaldas. En el momento de cambiar el cargador, cuando introducía el nuevo, tropezó con el lindar de una de las compuertas de seguridad y se cayó de espaldas. Su arma se disparó al mismo tiempo que se caía y la ráfaga recorrió en diagonal a dos de las criaturas que se le aproximaban. Trozos de carne, músculo y hueso ensuciaron los mamparos de acero, y también a los no muertos que venían detrás.
Las criaturas no dejaron de avanzar.
—¡Agachaos, muchachos, y cubríos los oídos! —gritó John, al mismo tiempo que abría fuego contra los monstruos putrefactos que estaban a punto de abalanzarse sobre el marine.
Ramírez, por su parte, puso el arma en modo plenamente automático, y los trozos de carne y hueso salieron volando en todas direcciones por el pasillo, y se esparcieron sobre las baldosas azules.
A Ramírez le había quedado la parte inferior del cuerpo cubierta de sesos y otros tejidos. Se puso en pie ágilmente y, mientras se marchaba por el pasillo, siguió disparando contra las criaturas que no dejaban de avanzar.
—¡Venga, John, sal de aquí!
John llegó a la puerta que daba a la cubierta de vuelo y tiró violentamente de la palanca. Abrió la puerta de una patada y la luz del sol bañó el interior. El olor a aceite, sal y maquinaria se sintió por todo el corredor.
—¡Daos prisa! —decía John.
Los supervivientes salieron a toda prisa por la puerta y subieron por la escalerilla hasta la relativa seguridad de la cubierta de vuelo.
Ramírez les cubrió las espaldas y disparó hasta que John le dio una palmada en el hombro.
—Ahora tienes que pasar tú, Ramírez. Yo cerraré.
Ramírez subió por la escalerilla hasta la pasarela y tropezó por el camino. John disparó una última ráfaga al azar y cerró la puerta. Metió la mano en el bolsillo, sacó un tramo de cuerda y ató la puerta desde fuera para que no pudiesen abrirla. «Así aguantará un rato», pensó.
Al subir a la pasarela, John tuvo una visión panorámica de la cubierta del portaaviones. La mayoría de los aviones se encontraban abajo, en el hangar. John veía a cientos de personas que iban de un lado para otro. Al trepar a la cubierta de vuelo, oyó una proclamación que se hacía desde el puente.
—A todo el personal a bordo del George Washington, les habla el oficial de cubierta, con noticias. El almirante me ha informado de que las operaciones de limpieza están a punto de empezar y de que vamos a poner rumbo hacia los Cayos de Florida. Conservamos el control sobre el reactor y el puente. Mantengan la calma. Eso es todo.
Después de la proclamación, John oyó que las criaturas golpeaban la puerta de acero desde abajo. «Qué coño voy a mantener la calma», pensó. John se admiró brevemente por el paisaje marino que les rodeaba y se sorprendió de ver a un puñado de destructores que navegaba en formación a ambos lados del portaaviones, y un navío de avituallamiento a babor.
—John, necesito tu ayuda —le dijo Jan, al tiempo que le daba una palmada en el hombro.
—¿Qué sucede? ¿Estás bien?
—El Dr. Bricker y yo nos hemos encargado del triaje en popa, cerca del puente. No encuentro a William, y pienso que quizá…
—Ahora no pienses en eso. Voy a ver si lo encuentro…, aquí hay mucha gente —dijo John, con una voz que esperaba que fuese reconfortante—. Regresa a la tienda de primeros auxilios. Yo iré dentro de un rato, ¿vale?
—Gracias, John.
Oyó que Laura lloraba mientras su madre volvía con el grupo de supervivientes del Hotel 23.