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Oahu.

Rex y Rico iban al frente del triángulo de seguridad, con Huck en la cola y el Rojillo en el centro. Avanzaron poco a poco hacia la zona activa. Para cualquiera que la hubiese observado, la distribución de las amenazas en la isla habría sido semejante a un tifón; muertos radiactivos formaban en círculo en el exterior y la única apariencia de calma se hallaba en el interior. Contaban con que la oscuridad los protegería de los muertos, ya que estos no veían de noche. Pero temían que no fuera suficiente. Había demasiados. Rico había tenido que reparar ya en una ocasión su traje protector con generosas cantidades de cinta aislante. Un sencillo recordatorio de que la radiación que pudiera haber quedado allí los mataría con rapidez si no se tomaban las precauciones necesarias.

—Rojillo, no dispares mientras no entren en el triángulo. Si disparases, acabarías por matar a uno de nosotros —le ordenó Rex.

—Recibido.

Siguieron adelante. Cada pocos segundos consultaban las brújulas que llevaban en la muñeca y mantenían el rumbo. Las criaturas que había allí eran mucho más veloces que las del continente. Los no muertos reaccionaban a cada una de sus pisadas.

Una gigantesca criatura se acercó a la formación por detrás. Se disponía a envolver a Huck en un abrazo de oso radiactivo, pero éste la golpeó con la culata del rifle. Debía de pesar ciento treinta kilos y estaba como un luchador de sumo. El monstruo reaccionó al culatazo y arrancó el arma de las manos de Huck. Éste la llevaba sujeta al cuerpo con la correa, buscó como loco el cierre de la correa para deshacerse del arma y entonces sacó la pistola. Todo fue tan rápido que ni Rex ni Rico tuvieron tiempo para ayudarle, ni para advertirle de que no disparase con la pistola.

La pistola sin silenciador de Huck disparó con gran estrépito, al mismo tiempo que la criatura le arrancaba la máscara y los anteojos del rostro. El gigantesco monstruo se desplomó en tierra. Sus mandíbulas se habían cerrado con fuerza y masticaban la máscara antirradiación de Huck.

—¡Maldita sea! —gritó Huck, y se apresuró a cubrirse el rostro y la cabeza con el shemagh.

El resto de los no muertos reaccionó de inmediato al estruendo de la pistola y convergió sobre ellos desde un radio de cientos de metros. Huck arrancó los anteojos de las fauces de la obesa criatura, les hizo una limpieza superficial y se los volvió a poner en la cara. Los demás le cubrieron. Los disparos semiautomáticos de las M-4 se sucedieron a un ritmo que parecía más propio de una arma automática, a medida que grandes cantidades de no muertos acudían para una cena tardía.

—¡Ese gordo hijo de puta me ha arrancado el capuchón!

—Trata de limitar los daños, hermano; no podemos detenernos. Sujeta ese jirón de tela con los dientes y mójalo con saliva. Puede que así filtre mejor las partículas radiactivas —le sugirió Rex, sin perder la calma entre disparo y disparo de carabina mientras seguían avanzando hacia su meta.

Rex sabía la verdad pero se la calló.

Por el momento.

Huck era hombre muerto, sin posibilidad de salvación. Durante el viaje en el submarino, Rex había estado atento a las sesiones informativas de los oficiales del reactor, e incluso había leído informes sobre las consecuencias de la bomba de Hiroshima en el LAN de la embarcación. La dosis de radiación recibida por la isla había arrasado el entorno local. Lo indicaba la desaparición de la mayor parte de la vida salvaje que en otro tiempo había florecido allí.

Rex sabía, por sus observaciones, que el túnel de Kunia no tenía ratas, que la situación era mala, y que lo más probable era que Huck padeciera sobreexposición. Todos ellos corrían contra el tiempo de exposición para salir de la isla y alejarse de los muertos. Cada uno de ellos era una Fukushima andante.

En el momento en que el equipo hizo el último sprint hasta la orilla, a Huck le ardían ya los ojos y se le llenaban de lágrimas. Las armas quemaban desde el puerto de eyección hasta la punta de los silenciadores. Manejaban las carabinas como hierros de marcar al rojo vivo y estaban atentos para no dispararse entre sí. Esquivaban a los no muertos, les pasaban por debajo de los brazos y detrás de las espaldas, jugaban al tris tras con ellos. Se arrojaban bajo los coches irradiados para escapar de los muertos que los perseguían por todos lados.

Rico se quedó sin municiones así que soltó la carabina y dejó que le colgara al costado. Otra criatura obesa avanzó contra él, no tan grande como el luchador de sumo, pero casi. Rico sacó su refuerzo personal: la escopeta de cañones recortados. Apuntó casi en vertical bajo la papada de la criatura, tiró del gatillo y los sesos salieron disparados hacia el cielo, y sus restos podridos llovieron sobre todos ellos.

—¡Joder, Rico, que no llevo la máscara puesta! —dijo Huck mientras se frotaba la materia gris que le había quedado por el cabello y la cara.

—Lo siento, hermano, no tenía otra elección. Me he quedado sin cartuchos.

La radio crepitó y dio una señal sonora que anunciaba que estaba a punto de entrar una transmisión procedente del Virginia.

—Clepsidra, corregid tres cuatro cero grados, os habéis desviado doscientos setenta y cinco metros. Tendríais que oír el oleaje —dijo la voz de Kil, transmitida por radio.

—No oímos el oleaje porque la escopeta de Rico ha ensordecido al equipo entero, pero te vamos a creer, Kil —dijo Rex, y consultó la brújula que llevaba en la muñeca y ajustó el rumbo magnético que seguían sobre el terreno—. Emplead las manos para buscar las granadas de fragmentación. Tenéis que saber muy bien en qué punto exacto del cuerpo las lleváis —dijo a su equipo.

Los cuatro se examinaron los chalecos y bolsillos para estar seguros de que sabrían dónde llevaban las granadas en caso de necesidad.

Mientras pugnaban por llegar a la costa, Rico rezó por no tener que emplear las suyas de la misma manera que Griff.

Les pareció sentir muy levemente el olor de las aguas a través de los filtros de la máscara. Al levantar los ojos, se dieron cuenta de que estaban mucho más cerca de la orilla de lo que habían pensado antes; habían estado tan ocupados que no se les había ocurrido mirar más allá del punto rojo de la mira de sus carabinas. El estroboscópico de infrarrojos centelleaba. La lancha debía de estar a unos cien metros de distancia en la playa.

«¿Quién decía que se necesitaba un GPS para orientarse en tierra?», pensó Rex mientras le daba las gracias mentalmente a su brújula de tecnología sencilla, mojada en esos momentos, que les había guiado hasta la lancha.

Huck tenía problemas para respirar. La garganta le había quedado áspera por culpa del polvo radiactivo, mezclado con el plomo y la pólvora que había inhalado. Se había rezagado y se había quedado atrapado en medio de la cuadrilla de asesinos. «Esto no es la playa de Coronado», murmuró bajo el shemagh. Los demás corrían para salvar sus vidas. Huck se quedaba atrás; la luz de luna llena se reflejaba en el agua y en la arena de la playa, y hacía que el equipo fuera visible para los no muertos. Casi sin aliento, Huck se esforzaba por continuar. Una criatura en traje de baño se encontraba a un metro de él, pero su cabeza explotó.

En ese primer momento no se oyó el disparo de la escopeta.

Huck, aturdido por el estado en el que se hallaba, estuvo a punto de maldecir a Rico por la última ducha de sesos que le rociaba la parte de atrás de la cabeza, cuando el sonido de la escopeta alcanzó a la bala.

Saien estaba echado de bruces delante de la torreta, sobre la cubierta del Virginia, con un rifle de combate 7.62 LaRue que acababa de tomar prestado del arsenal de los agentes de operaciones especiales. Disparaba a las criaturas gracias a la mira con visión nocturna por fusión de sensores. Veía con toda claridad la huella térmica de color blanco de los miembros del equipo que se movían por entre las multitudes de no muertos de color más oscuro; Huck se había quedado atrás.

El capitán Larsen había aceptado el riesgo de que el Virginia embarrancase y lo había acercado a la playa para que Saien pudiera prestarles apoyo con el rifle. Saien aún tenía diecisiete cartuchos en el arma. Tomaba aire y lo expulsaba al ritmo de los disparos. El cabeceo de la cubierta era un problema, pero no suficiente para que Saien no acertara alrededor de la mitad de sus blancos.

La lancha estaba preparada y la habían empujado al agua. El equipo que se hallaba a bordo luchaba contra las hordas, que avanzaban con el agua hasta las rodillas; esperaban a Huck.

—¿Qué coño está haciendo? —preguntó el Rojillo—. ¿Se ha ido de juerga o qué? No lo entiendo.

—Cállate de una puta vez. ¿Es que no has visto lo que le ha ocurrido con la máscara? Lo más probable es que esté muerto —espetó Rico, aún conmocionado por el generoso heroísmo que Griff había demostrado a la entrada de la cueva.

Huck seguía avanzando hacia la lancha. Le seguía todo un ejército de no muertos. Rex estuvo a punto de saltar de la lancha, pero Rico se lo impidió. Habría sido una soberana estupidez.

* * *

Los disparos de Saien eran certeros e iban dejando a espaldas de Huck un rastro de miembros y de montones de cadáveres irradiados paralelos a la orilla. Saien tenía buen cuidado de disparar en torno a Huck, la única figura blanca dentro de su mira híbrida térmica/infrarrojos.

Rex y Rico dispararon. Emplearon los láseres. Así, sabían que el tirador del submarino buscaría otras víctimas y alcanzarían la máxima eficacia. Rex le ordenó al Rojillo que no disparase; mientras Huck estuviera mezclado con la masa de no muertos, prefería no fiarse de la puntería del Rojillo. Por lo que sabía Rex, aún no habían mordido a Huck. Por el momento.

—¡Voy a saltar! —gritó Rico, y empuñó de nuevo la escopeta corredera.

El Rojillo le arrojó un cargador.

—Llévate el mío, está lleno.

Rico metió el cargador en el pozo de su M-4, echó el cerrojo y un cartucho de 5.56 mm entró en la recámara sucia de carbonilla. A Huck le fallaron las piernas en el mismo momento de llegar al mar y se cayó de bruces en el agua.

—¡Agárralo, Rico! —ordenó Rex, y empezó a disparar contra los no muertos que perseguían a Huck.

A pesar de los sistemas estabilizadores, el ángulo de cubierta del Virginia cambió con la corriente, y disparar desde allí se volvió más peligroso. El riesgo de matar con fuego amigo era serio. Saien vio con horror por su mira híbrida que Rico saltaba por la borda para ir por Huck.

Al sentir cuerpos sumergidos en la espuma que pisaba con las botas, Rico se movió con rapidez, con la esperanza de que ninguno de ellos estuviera lo bastante despierto como para morderle a través de la pernera del traje antirradiación. Al alcanzar a Huck, cargó con él sobre un hombro y volvió con penas y trabajos hasta la lancha.

Tan pronto como los cuatro se hallaron a bordo, se marcharon a toda velocidad hacia el Virginia. La playa que dejaban atrás bullía con los muertos andantes. Parecían sentirse agraviados por haber permitido que los últimos humanos que quedaban con vida en la isla de Oahu escaparan de sus impías garras.

Huck había muerto cuando llegaron al submarino. Después de que un malhumorado Rex le asegurara que Huck no volvería a levantarse, el capellán del submarino le rezó una plegaria en la proa, mientras envolvían el cadáver en una sábana limpia y la cosían con un pasador de punta afilada y cuerda de paracaídas.

El equipo se reunió en torno a la mortaja de Huck para prestar sus últimos respetos tanto al propio Huck como a Griff.

El submarino se alejó de la costa para que el equipo pudiera lanzar los trajes antirradiación al océano. Se quedaron de pie sobre la proa, desnudos, mientras el grupo de descontaminación del submarino los frotaba con cepillos de nilón, jabón y agua potable fría. Los miembros del equipo recibieron medicamentos contra la radiación y se les observó de cerca por si presentaban algún signo de enfermedad.

Antes de sumergirse, se hizo una breve y modesta llamada por medio del 1MC:

—Todos los miembros de la tripulación que no estén de servicio, por favor, que acudan a cubierta para un sepelio en el mar.

Uno de los soldados que había tocado un instrumento de viento en el instituto interpretó Taps mientras bajaban a Huck a las profundidades. Todo el mundo dijo cosas bonitas, lugares comunes tales como «su muerte no será en vano» y «sirvió heroicamente a su patria».

A Rico le daban igual las palabras. Había perdido a dos amigos en veinticuatro horas y en aquel momento habría querido poder intercambiarse con cualquiera de los dos.

A la hora en que el alba besaba el horizonte de Oahu, antaño hermoso, el Virginia se sumergió. A una profundidad de cien metros y velocidad de treinta nudos, puso rumbo a la China. Había perdido a dos de los operativos de Clepsidra.

Remoto Seis.

Hoy.

—Señor, estoy seguro de que lo habrá oído, pero los protocolos indican que tengo que comunicárselo en cualquier caso —dijo el técnico.

—Adelante.

—Hemos observado a un equipo de personas en el lugar de la colisión. Existe una posibilidad de que…

—Sí, ya estoy al corriente. Trabajen en ello.

—Sí, señor.

Dios estaba sentado en su silla, en medio del centro de operaciones, y contemplaba la pantalla central que mostraba imágenes del Hotel 23 en tiempo real. Unas horas antes, había seguido al equipo durante su camino hacia el punto de colisión del C-130, a donde había ido a parar una de sus armas del Proyecto Huracán. Habían tenido la inteligencia de restringir las retransmisiones de radio. Como consecuencia de ello, Dios no sabía cuáles podían ser sus intenciones.

Dispuesto a eliminarlos, había tratado de activar por control remoto el Artefacto Huracán que sobresalía por la puerta de carga abierta, pero no lo había conseguido; tal vez hubiera sufrido daños al estrellarse. Incluso había hecho despegar con urgencia un Reaper armado, pero el mal tiempo lo retrasó y tuvo que tomar un rumbo alternativo para evitar el centro de una tormenta. El único avión del inventario de Dios con capacidad certificada para arrojar la Jabalina era una aeronave no tripulada Global Hawk con modificaciones, de la que tan sólo quedaba un cráter carbonizado en el suelo. Hacía semanas, un F-18 lo había abatido sobre el Hotel 23. El experimento con el C-130 Proyecto Huracán había fracasado.

Se sentó en la silla y dio vueltas al problema. «¿Cómo voy a entrar?», pensó. «¿Cómo diablos voy a entrar?».