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El gobierno en funciones envió un mensaje al portaaviones en el que se ordenaba que la Fuerza Expedicionaria Fénix se dirigiera a su siguiente objetivo: el escenario de una colisión, al lado de un paquete de equipamiento que nadie había ido a buscar. Como tenían las motos, la misión iba a durar tan sólo dos días, y no las dos semanas que habrían tardado en hacer el camino a pie.

Dos días antes, un Warthog que había salido de patrulla había avistado los restos de un aparato envueltos en llamas, al lado de un paracaídas. El plan original del gobierno en funciones había consistido en ordenar al equipo que se desplazara hasta un lugar situado todavía más al norte, hasta un aeródromo cercano a un lugar donde se había estrellado un avión, pero el almirante del portaaviones se había resistido, con el argumento de que un viaje de ida y vuelta de más de seiscientos cincuenta kilómetros tendría como consecuencia la destrucción de la Fuerza Expedicionaria Fénix, y probablemente pondría en peligro la misión Clepsidra. El gobierno en funciones había aceptado este razonamiento y había retirado esa orden poco antes de enviarles la nueva.

Doc, Billy y Disco llevaban dos días de viaje en moto, ocultos en la noche, y se acercaban cada vez más a su destino.

—Billy Boy, ¿qué dice el cuentakilómetros?, ¿cuánto puede faltarnos? —preguntó Doc.

—En cuanto hayamos pasado la siguiente elevación del terreno, lo tendremos a la vista. Ahora no vemos el humo porque está oscuro, pero el piloto del Warthog dijo que durante la patrulla de anoche, a mil quinientos metros de altura, todavía se divisaba el fuego.

—Muy bien, preparémonos. El sol va a salir dentro de poco. Disco, deja de lamentarte de que Hawse no esté aquí. Ya sabía yo que quedaríais demasiado apegados el uno al otro si os mandaba juntos a demasiadas misiones. Ha sido culpa mía.

En una extraña manifestación de sentido del humor, Billy se rió.

Los hombres subieron a lo alto de la loma y se echaron al suelo boca abajo. Billy observó el terreno por la mira de su carabina.

—Veo el cargamento. Hay… Voy a contar… Un segundo… Creo que habrá unos treinta. No estoy seguro porque no puedo emplear al mismo tiempo los anteojos de visión nocturna y los prismáticos.

La luz se insinuaba por el horizonte y arrojaba un tenue fulgor anaranjado sobre el valle. Los tentáculos de humo que emanaban de la chatarra se extendían hacia ellos y les indicaban que, por fortuna, la posición que habían tomado se hallaba a sotavento. Los restos del artefacto estaban dispersos por el camino que había trazado al estrellarse, evidenciado por un surco en tierra que terminaba en el lugar donde se había detenido para siempre la mayor parte de la nave.

—¿A qué distancia se encuentra Houston? —dijo Doc a modo de pregunta retórica, mientras se sacaba los mapas del bolsillo del pantalón. Siguió con el dedo el camino que les había llevado hasta allí y se detuvo. Comprobó dos veces los accidentes del terreno para tener clara su ubicación—. Debemos de encontrarnos cuarenta kilómetros más al norte. No me había dado cuenta de que estaríamos tan cerca. Esas criaturas de allí abajo podrían haber venido desde Houston… Utilizad tan sólo armas con silenciador. Os lo digo en serio. Si os viene la tentación de desenfundar la pistola, mejor que empleéis un machete, o una estaca, o los puños. Ahora que estamos tan lejos de la base, no podemos correr riesgos.

Sabían lo que les podía ocurrir si los detectaban; sin comerlo ni beberlo, podían provocar que un megaenjambre les diera caza.

—Vamos a avanzar poco a poco, a diez metros el uno del otro. Bajad agachados por la cuesta de la loma. Cada pocos metros, Bill echará una ojeada con la mira. Una vez abajo nos reagruparemos y decidiremos cómo seguir adelante.

El equipo hizo exactamente lo que se le había ordenado. Una vez abajo, se reagruparon, y descubrieron que los números de Billy eran correctos. Tan sólo unos treinta no muertos merodeaban en torno a la chatarra humeante y al cargamento que se encontraba al lado. Billy iba en cabeza y se acercó con la carabina a punto. Doc dio la orden de disparar cuando se hallaba a doscientos metros. La luz que precedía al alba bastó para esconderlos mientras buscaban blancos. Se quedaron en cuclillas, ocultos, y derribaron a los muertos, lenta y metódicamente, y apagaron para siempre las luces de treinta miserables cáscaras de carne andante. Las criaturas no eran rápidas, pero mostraban indicios de haber estado expuestas a la radiación. Estaban bien conservadas y demostraban intencionalidad al moverse…; probablemente habían emigrado de San Antonio y Nueva Orleans.

Al llegar al sitio donde se había producido la colisión, descubrieron el armatoste de un C-130 que en otro tiempo había podido volar. Se había partido en dos, pero todavía humeaba. La mitad posterior del avión había quedado una docena de metros más allá, de costado, y las puertas de la bahía de carga se habían abierto con el impacto.

De la puerta de la aeronave sobresalía hasta la mitad algo que no se habían esperado: una jabalina del Proyecto Huracán. La mitad inferior del ingenio era idéntica al dañado proyectil que aún estaba enterrado hasta la mitad en el terreno de detrás del Hotel 23.

—Saquemos fotos y larguémonos antes de que haya demasiada luz. Vamos a tener que vivaquear en un lugar elevado y seco, y lejos de aquí —propuso Doc en voz baja, y agarró la cámara digital—. Voy a sacar fotos de la aviónica y de la carga. Vamos a dejarlo todo tal como está, no quiero que queden rastros visibles con los que Remoto Seis pueda descubrir que hemos estado aquí.

Doc fue metódico en dejar constancia de todo. Se valió de un cargador de M-4 para que el gobierno en funciones y otros pudieran emplearlo como referencia para el tamaño del resto de objetos que aparecían en la fotografía. Doc se imaginó que, si disponían de esa información, los cerebritos que aún quedaban serían capaces de averiguar los orígenes del piloto automático de fibra óptica, y del equipamiento del Proyecto Huracán y otras extrañas modificaciones en el armazón de la aeronave que Doc no comprendía…; y Doc había pasado mucho tiempo con los C-130.

Doc vio algo que parecía fuera de lugar entre los restos de la colisión, un aparato que había quedado expuesto a los elementos como consecuencia del impacto. Era de color anaranjado brillante y forma rectangular. Sacó en seguida el cuchillo multiusos y abrió los alicates.

Una vez hubo sacado fotos y tomado notas, regresó con Billy Boy y con Disco.

—Bueno, tío, ¿a ti qué te parece? —preguntó Disco, nervioso.

—No lo sé, pero ¿cuál podría ser el peor de los casos? —respondió Doc—. Que pensaran emplear ese gigantesco aguijón contra nosotros. En el mejor de los casos, iban por otro silo de misiles nucleares con personal y sistemas a pleno funcionamiento. Lo mejor será que nos quedemos con la respuesta más prudente, nos marchemos cagando leches y que durmamos todo el día antes de emprender el viaje de vuelta. Volvamos a las motos y busquemos un sitio elevado para el vivac.

—¿Qué es eso? —preguntó Billy con su característica voz monótona, y señaló a la gran caja de acero anaranjado que Doc llevaba cargada al hombro.

—Es mi equipaje. Nos lo vamos a llevar y, creedme, el esfuerzo extra de transportarlo sobre la moto habrá valido la pena. Esta pequeñez de aquí es la caja negra de ese C-130. Quienquiera que fuese el que introdujo modificaciones en la aeronave, parece que no quiso retirarla y tener que buscar luego los medios para compensar las alteraciones en el peso y el equilibrio. La vamos a enchufar en el sistema adecuado y así sabremos de dónde procedía ese pajarito.

El miedo causado por el descubrimiento del arma sónica quedó algo atenuado por la caja negra que Doc tenía en su poder. Se trataba de un objeto real, cuantificable. El desconocido enemigo no parecía ya tan siniestro e invencible. «Han soltado las migajas de pan y vamos a seguirlas», pensó Doc, y cargó con la pesada caja de acero y de material compuesto mientras subía por la loma, en dirección a las motos.