El interior de Oahu.
El sol se había puesto; un fulgor purpúreo que venía del oeste centelleaba y danzaba sobre las aguas del Pacífico. La Fuerza Expedicionaria Clepsidra había pasado veinticuatro horas en la cueva de Kunia. Hasta ese momento, se consideraba que la misión en Hawaii había sido un fracaso. Incapaz de hacerse con el control sobre los satélites para que estos sirvieran de apoyo a la incursión de Clepsidra, el submarino iba a quedarse solo; su tripulación, temerosa y vulnerable frente a cualesquiera restos del ejército chino que pudieran quedar en aquellas aguas. La mochila del Rojillo había vuelto repleta de papeles y discos. Papeles que contenían un montón de secretos. Información que no se había llegado a retransmitir desde aquella base, abandonada hacía tiempo por el grupo criptológico que había trabajado allí.
Rex fue el último en subir por la escalerilla, y también quién cerró para siempre la entrada. «Dentro de unos años, alguien va a descubrir aquí una colonia de ardillas mutantes», pensó al echar de golpe la trampilla. Rex, Huck, Rico y el Rojillo se irguieron sobre aquella especie de meseta; habría costado averiguar si se había construido en torno al túnel o si el túnel había sido construido dentro de ella. Al sur había un gran grupo de criaturas no muertas; al norte, un precipicio escarpado de poco más de veinte metros hasta llegar a la jungla.
Huck descubrió el sitio donde podían anclar las cuerdas. Las ataron por medio de un nudo de doble escota. Sujetó la cuerda al poste de anclaje por un punto cercano al nudo y le gritó a Rico:
—Déjala caer, mexicano.
Mientras mascullaba algo en español, Rico arrojó al vacío los dos cabos de la cuerda.
—Rojillo, ven aquí, esto es importante —dijo Huck al tiempo que volvía el rostro con cuidado de no hablar con voz fuerte en dirección al sur, donde las criaturas podían enloquecer si el viento transportaba el sonido. Huck estaba de pie cerca del Rojillo, a unos dos metros de la cara norte, cuando explicó—: Ahora vamos a hacer rápel por esta pared. Tienes que pasarte la doble cuerda por entre las piernas desde delante, y luego doblarla en torno a tu pierna derecha y cruzarla sobre el pecho hasta el hombro izquierdo, así. Luego tienes que cruzarla por detrás de la espalda y pasarla bajo la axila derecha. Entonces sujetarás la cuerda por arriba con la mano izquierda y regularás el descenso con la derecha. Siéntate aquí y practica un rato mientras yo me aseguro de que el mexicano esté bien atado.
—Vete a tomar por culo, paleto —le respondió Rico, y le arreó una colleja a Huck.
—Oye, cálmate, no querrás bajar demasiado rápido y romperte una pierna, ¿verdad? Esas criaturas acabarían contigo en cuanto te encontraran, y puedes dar por seguro que te encontrarían —se burló Huck.
Huck tiró de la cuerda y apoyó todo su peso en ella para estar seguro de que no se soltaría del anclaje. Aquella noche no podrían disfrutar del lujo de un amarre de seguridad.
—Vale, la mierda esta es segura, sólida como Gibraltar —anunció, y apoyó la pierna en el punto de anclaje.
Rex hizo las oportunas llamadas por radio al Virginia, mientras Huck y Rico iniciaban el descenso. La brisa marina que soplaba en ese momento, aparentemente en todas las direcciones, impedía que los demás le oyeran.
—Virginia, nos hemos puesto en marcha, cambio —retransmitió Rex.
El Rojillo parecía un gato atrapado en un cuenco de espaguetis. Tenía la cuerda liada en torno al cuerpo.
—Tíos, ¿cómo es que no os habéis traído un arnés? —se quejó el Rojillo a Huck.
—A ver, gilipollas, echa una mirada a tu alrededor. ¿Crees que hay alguna tienda de la cadena REI abierta por aquí cerca?
—Buena observación. ¿Y si me lo volvieras a explicar? Creo que me la he puesto mal.
Después de unas cuantas instrucciones suplementarias, el Rojillo parecía dispuesto a iniciar el descenso.
La cuerda doblada presionaba la pierna, la espalda y el brazo de Rex. El Rojillo tenía razón… «Les habría venido bien un arnés», pensó para sí mismo a medida que bajaba por la cuerda y la fricción le calentaba las manos a través de los guantes. Al acercarse al suelo en plena jungla, la temperatura cambió, y Rex olió la podredumbre. No era muy distinto de bajar a un sótano y sentir la bofetada del olor rancio de las latas de comida viejas y la madera podrida. La cara sur bloqueaba la brisa. A tan sólo dos metros del suelo, Rex sintió el violento roce de una rama al final de la pierna.
Estuvo tentado de soltarse para lo que quedaba de descenso y permitir que su cuerpo cayese por entre las ramas y llegara al suelo, pero, en cambio, vaciló…
El viento perdía fuerza en el precipicio y soplaba tan sólo levemente al pie de la pared de roca. Aunque corriera el riesgo de desorientarse, dobló el torso y miró hacia abajo, y los vio. La sensación que había tenido en la pierna no había sido de una rama agitada por la brisa, sino la silenciosa zarpa de la muerte que había tratado de agarrarlo. Las criatura parecían hallarse en un estado avanzado de descomposición. Las costillas quedaban a la vista, no tenían labios y habían perdido toda capacidad de proferir sonidos con la boca… Apariciones silenciosas en una isla muerta, un paraíso perdido por culpa de una detonación nuclear.
Como colgaba torpemente de las cuerdas, Rex no logró agarrar la carabina y, aunque lo hubiera conseguido, le habría sido difícil empuñarla sin caerse entre las criaturas. Buscó la pistola sin silenciador y comprobó que todavía se encontraba en la funda. Las puntas de los dedos de una de las criaturas le rozaron de nuevo la pierna mientras él comunicaba por radio su situación a los que se hallaban en lo alto.
—¡Tenemos compañía aquí abajo, deben de ser cuatro! No os molestéis en dispararles; me daríais a mí. Voy a sacar la pistola. Estad a punto para bajar en seguida. No sé cuántos más puede haber entre los arbustos y el sonido de la pistola los va a atraer.
En lo alto del precipicio, Huck preparaba al Rojillo para que bajase a continuación.
—Bueno, muchacho, te toca a ti. Puede que Rico empiece a bajar antes de que tú hayas llegado al fondo. ¿Estás a punto?
—A punto —repitió el Rojillo.
Rex sacó la pistola, con cuidado para que no se le cayera. La cuerda, aunque holgada, le entorpecía la mano derecha, así que tuvo que disparar con la izquierda. Tiró del gatillo contra el no muerto que le pellizcaba el culo y la criatura se apagó para siempre. El sonido hizo que los otros dos o tres se pusieran frenéticos. Estaban tan podridos que las cuerdas vocales se les habían desintegrado hacía tiempo. Rex tenía la esperanza de que su descomposición fuera un indicio de que no estaban irradiados o, por lo menos, de que no podían comunicar los mortíferos efectos de la radiación.
Un sonido que no parecía de este mundo, como de serpientes siseantes, delató la posición de la cuarta criatura a la derecha de Rex. Después de disparar tres veces, esquivó a los dos cadáveres de la izquierda y logró sujetar con una misma mano el cabo de cuerda que colgaba bajo su cuerpo y el tramo de más arriba, y así la otra mano le quedó libre para disparar. Un tirón en la cuerda provocó que el disparo fallase. Trataban de bajar al Rojillo antes de que Rex hubiera llegado al suelo. Una mala idea, si se tenían en cuenta los ochenta y cinco kilos que pesaba Rex, aparte del equipo. La cuerda dio otro tirón, Rex descendió todavía más y quedó al alcance de la última de las criaturas. Ésta trataba de sujetarlo a ciegas y le aferraba el traje antirradiación.
No le quedaba otra opción. Tendría que dispararle a quemarropa. Sintió un pellizco agudo y doloroso en el antebrazo, un momento antes de colocar torpemente el cañón del arma contra la cabeza de la criatura y disparar. Los sesos salpicaron la máscara de Rex y le oscurecieron la visión. Se dejó caer al suelo y se limpió la máscara con la manga. Se aclaró los anteojos de visión nocturna con los dedos protegidos por los guantes, y así pudo verse mejor el brazo. Por fortuna, la criatura no había logrado rasgarle el traje. De todos modos, le iba a quedar un buen moretón.
—Estoy en el suelo, cuatro tangos abatidos —dijo Rex.
—Recibido. El Rojillo ya baja. Después bajará Rico —respondió Huck.
Rico echó una ojeada a sus espaldas. Entretanto, Huck vigilaba el descenso del Rojillo. Rex mataría a Huck si el Rojillo se caía. Un sonido metálico surgió del cobertizo de acceso. Tanto Huck como Rico lo oyeron con nitidez.
El Rojillo estaba a medio descenso y se detuvo.
—¿Qué ha sido eso? —le preguntó a Huck, que estaba de pie en lo alto del barranco.
—¡No te preocupes por eso, no te pares ahora! —Después de asegurarse de que el Rojillo bajaba bien, se acercó al cobertizo con Rico—. Tío, ¿esas putas criaturas pueden subir por una escalerilla? Mala cosa —susurró Rico.
—Sí, mala cosa, si no fuera porque he cerrado la puta trampilla. Puede que uno o dos logren subir, pero eso no significa que vayan a aprender álgebra, ni que sepan abrir trampillas mientras están de pie en una escalerilla. Ahora te toca a ti, empieza a bajar.
—Será un placer, garrulo. Que tengas buena suerte, paleto.
—Bajaré después de ti, mexicano.
Huck se quedó en lo alto y miró mientras Rico y el Rojillo desaparecían por el precipicio. El sonido que provenía del cobertizo se había vuelto más fuerte.
—Huck, ya puedes empezar a bajar, estamos todos en el suelo. ¡La jungla se agita a nuestro alrededor! ¡Date prisa!
Huck descendió a toda velocidad.
—¿Trato de descolgar la cuerda? —le preguntó Huck a Rex.
—Déjala, no nos queda tiempo.
Las cuerdas se encuentran entre esas cosas que jamás necesitamos cuando las tenemos, y que nunca tenemos cuando las necesitamos. Especialmente cierto en un momento como aquel.
Con las botas en el suelo, se pusieron en marcha hacia el norte. Eran demasiado jóvenes para haber luchado en Vietnam, pero experimentaron los mismos horrores de la lucha en la jungla contra un enemigo invisible.
Los muertos de la jungla se mantenían en silencio, salvo por los terroríficos siseos. Una advertencia audible de que estaban lo bastante cerca como para iniciar un combate cuerpo a cuerpo.
El Rojillo tropezó con un cascote, seguramente proyectado hasta allí por la explosión nuclear. Armó estrépito como un petardo en la oscuridad y atrajo los siseos de las bestias del averno que los rodeaban por todos lados. Aunque de mala gana, Rex dio la orden de disparar. Los flashes de las M-4 silenciadas iluminaron los alrededores y dieron una imagen detallada de los demonios a la visión artificial de los operativos.
Durante un rato, la mayoría de las cabezas explotaron o se hicieron pedazos, y los cadáveres se desplomaron. Una fina cortina de humo brotaba de los silenciadores y de las junturas superiores de las M-4.
Cargaron de nuevo las armas y avanzaron por las densas junglas, y finalmente salieron de entre los árboles y llegaron a una carretera, donde Rex detuvo al grupo entero.
—Bueno, voy a hacer contacto por radio y vectorizaré de nuevo la aeronave no tripulada hacia nuestra posición para que nos dé apoyo. Huck, tú y Rico marcad un perímetro. Rojillo, quédate cerca y no te vayas a morir.
—Virginia, aquí Clepsidra, hemos salido de la jungla y estamos en una carretera. Desorientados, pero sabemos que estamos al norte de la cueva, tal vez a un poco más de tres kilómetros. Voy a activar los infrarrojos. Por favor, conectad conmigo y aconsejadme lo que debo hacer, cambio.
Kil estaba de guardia y con los auriculares puestos cuando llegó la transmisión.
—Lo hemos oído, Clepsidra. Vamos a volar en círculo al norte de la cueva. Os hemos perdido el rastro entre el follaje, emitid infrarrojos a discreción.
—Me alegro de oírte, Kil. Infrarrojos conectados.
Kil examinó la pantalla de control del Scan Eagle. Uno de los operadores tomó una panorámica y ladeó la cámara. Kil vio los destellos infrarrojos, cerca de una carretera, a un kilómetro y medio de la trayectoria que seguía la aeronave no tripulada.
—Ajustad la trayectoria y situad la aeronave encima de ellos —ordenó Kil.
—Sí, señor.
—Clepsidra, os hemos localizado y nos dirigimos hacia vuestra posición. Vamos a llegar dentro de un minuto. Os hemos ubicado junto a la carretera de Trimble. Guiaos por la brújula, rumbo tres seis cero, tres kilómetros doscientos metros hacia el norte, hasta llegar a la Carretera Estatal 803, repito, rumbo tres seis cero, tres kilómetros doscientos metros. Según los mapas es un terreno relativamente llano.
—De acuerdo, Virginia, vamos al norte en dirección a la carretera 803. Clepsidra agradecerá todos los consejos. Por favor, localización, conducta y fuerza de los no muertos que vayamos a encontrarnos.
—Estamos en ello, Clepsidra —confirmó Kil, y tomó un sorbo de café instantáneo que había sacado de un viejo paquete de comida preparada. Se sentía algo culpable por no hallarse en tierra.
Tuvo buen cuidado de no demostrarlo.
El equipo avanzaba por el terreno tropical, envuelto en la oscuridad y con relativa lentitud pero con constancia, atento a no hacer ruido, las armas bajas pero a punto. El Virginia les proporcionaba regularmente información actualizada por radio, y corregía su rumbo para que llegasen a la carretera de acuerdo con el plan. Una suave brisa invernal del Pacífico soplaba sobre los campos, hacía que la hierba danzara, hacía que la luz de luna se reflejara con fuerza en sus anteojos. No había nada que se moviera en la hierba, ninguna criatura sin piernas que arrastrara su propio cadáver, ninguna madriguera animal que les torciera el tobillo.
No tardaron en llegar a la carretera 803.
Rex volvió el rostro hacia Huck.
—Llama.
—De acuerdo. Virginia, Clepsidra al habla. Estamos aquí, ¿cuál es el mejor entre los vectores que vienen a continuación? Cambio.
Al cabo de un minuto de silencio, la radio dio señal y Kil les respondió.
—Bueno, hemos enviado la aeronave no tripulada hacia el norte para explorar el camino. Mientras no avistemos problemas, podréis ir hacia el norte por la carretera. Al cabo de seis kilómetros y medio, llegaréis a una bifurcación: una vez allí, os guiaremos verbalmente hasta la lancha. Una advertencia: ahora mismo, hay mucho jaleo en la playa. El capitán Larsen acaba de bajar de la cubierta y dice que tenéis que iros preparando para luchar.
—Entendido, Virginia —respondió Huck con voz seria.
—Arriba el mentón, Huck. Lo conseguiremos —aseguró Rex a los hombres—. Si es necesario, iremos hasta la playa ochocientos metros más allá de la lancha y nadaremos hasta ella. Los tiburones de la costa septentrional no deben de acercarse a esas aguas, con toda la mierda maloliente que se desprende de esos sacos de carne putrefacta. Es un repelente contra tiburones.
Anduvieron trabajosamente en dirección a la intersección que se hallaba al norte. Al llegar a lo alto de una colina, el grupo observó a una manada de criaturas que rodeaba un árbol muerto, repleto de pajarillos exóticos que habían escapado de algún modo a la aniquilación nuclear. La luna brillaba y el equipo estaba a barlovento. La atención de los no muertos se apartó del árbol y se volvió hacia ellos. Las criaturas se aproximaron en la penumbra, con las narices en alto, como si se guiaran por el olor del equipo. Recechaban cual jauría de lobos, con pasos rápidos. El equipo empezó a disparar en seguida contra las criaturas y derribó al instante a tres de ellas; los otros veinte no muertos reaccionaron a la conmoción y fueron a paso acelerado hacia los golpes sordos de los cadáveres que se desplomaban y los fogonazos de las carabinas M-4 del equipo.
Como atrapado en un círculo vicioso, el equipo intensificó sus disparos y mató a más criaturas pero, al mismo tiempo, azuzó con el estruendo al resto de los no muertos, de modo que estos se acercaron a mayor velocidad. Las criaturas eran rápidas y tenían un sentido claro de la dirección. El último cadáver se acercó tanto a Huck que éste se vio obligado a sacar el machete Arkansas Toothpick de mango forrado en cuero y a hundírselo en la cuenca de uno de los ojos. La sangre congelada y la gelatina del ojo se le derramaron por la hoja de metal antes de que la criatura se desplomara al suelo irradiado. Al fin, el equipo llegó a la bifurcación.
El bip de la radio les avisó de que estaban a punto de recibir otra transmisión desde el Virginia.
—Os tenemos en la bifurcación, desplazaos a tres dos cinco grados y os iré guiando a medida que os aproximéis a la lancha. Quedan menos de tres kilómetros.
—Recibido, Kil. ¿Cómo ves la situación? —preguntó Rex.
—Mal. Los no muertos son… numerosos.
—¿Cuántos?
—Encontraréis a varios centenares o millares a lo largo del camino.
Tal y como les había explicado Kil antes de iniciar la misión, los no muertos se habían concentrado en las costas de la isla mucho tiempo antes de que llegara el equipo. A partir del punto en el que se hallaban, iban a encontrar la concentración más alta. Una vez más, Rex convocó una reunión rápida.
—Bueno, todos vosotros habéis oído la radio. Vamos a encontrar mucha mierda. Rojillo, no importa lo que ocurra, tú te vas a quedar en el centro del triángulo que vamos a formar de camino a la playa. No salgas del triángulo, ¿entendido? —El Rojillo asintió con energía—. Huck, tú irás detrás. Rico y yo caminaremos al frente. Tendremos que ir rápido cuando convenga ir rápido, y lentos cuando no. Todos nosotros tenemos que estar alerta, y así será posible que salgamos de una sola pieza y no en varias. Todavía no estamos muertos.
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