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A bordo del Virginia —en aguas de Hawaii.

—¿Cuándo van a regresar, Kil? —preguntó Saien.

—Saldrán de la cueva una hora después de la puesta de sol. Parece que entonces las criaturas están un poco más calmadas. ¿Por qué me lo preguntas?

—Yo sólo quería saber si teníamos tiempo para charlar antes de volver al trabajo.

—Sí, creo que sí. ¿Qué es lo que tienes en mente? —dijo Kil mientras bajaba de la litera de arriba y se sentaba al lado de Saien.

—No sé si creerme lo que nos contaron mientras veníamos hacia aquí. Hace días que lo pienso. En un primer momento me pareció que podía ser cierto en parte, pero, cuanto más lo pienso, más ridículo me parece. Querría saber lo que piensas de todo esto…, de esta historia tan disparatada.

Kil respiró hondo y se quedó sentado en la silla por unos instantes, meditando la cuestión. Al cabo de un rato, habló.

—Bueno, creo que estoy de acuerdo contigo. Alguien muy cercano a mí solía decirme: «No te creas nada de lo que oigas, y tan sólo la mitad de lo que veas».

Compartieron una carcajada, aunque Kil no estuviese seguro de que Saien hubiese comprendido lo que quería decir.

—Ahora que hablamos de esto, creo que hay algo que te tengo que decir —explicó Kil en susurros de conspirador. Se puso en pie, se acercó a la litera y buscó algo debajo de la almohada. Sacó un libro en rústica muy gastado—. ¿Recuerdas este libro que John me dio antes de que nos marcháramos?

Saien asintió.

—Bueno, pues acabo de descubrir que John me ha estado pasando un mensaje por medio de las páginas de este libro, camuflado entre sus jugadas de ajedrez. Con el tráfico normal de mensajes, ¿sabes?

—¿Y me vas a contar lo que te ha dicho?

—El mensaje básico es que han sometido el espécimen de Roswell al contagio de la mierda esta.

—¿Qué? ¿Cuándo ocurrió?

—No sé el cuándo ni el porqué, pero sí los resultados. De acuerdo con John, ha sido un desastre. Tan sólo pudieron detenerlo por medio del fuego. Las armas no le hicieron nada.

Ambos se quedaron sentados y le dieron vueltas durante un rato al asunto, hasta que Kil dijo:

—Acabábamos de decir que los dos estamos de acuerdo en que todo esto parece una de esas demenciales teorías conspirativas y probablemente no es verdad. Pero, aunque no nos lo creamos, probablemente no estaría mal que preparásemos un par de cócteles Molotov para nuestro equipo. Pienso que tendrías que hacerte amigo de la gente de ingeniería y ver si logras averiguar algo. Si te hacen preguntas, diles que te mando yo.

—A mí me parece bien.

—En cuanto el equipo haya vuelto, empezaré por contarle a Rex todo lo que sabemos. No quiero que John se meta en líos. No creo que Rex y sus compañeros vayan a darnos problemas, pero toda la tensión por la que estamos pasando…

—Sí, una tensión como la que estamos pasando basta para transformar a los amigos en enemigos y a los enemigos en amigos. Lo sé de primera mano.

—Sí, apuesto a que sí lo sabes. No creas que he olvidado nuestros viajes. Tiras de puta madre con las armas largas, y eso es algo que la mayoría de civiles no saben hacer. Me di cuenta de la esterilla y de cómo alimentabas el fuego. Nunca lo habíamos hablado antes, pero te digo una cosa, yo ya estaba harto de la guerra antes de todo este desastre. Yo creo que esto, lo llames como lo llames, ha puesto fin a enemistades que habían durado mucho tiempo, y ha apaciguado muchos odios. No te preocupes, Saien, creo que Seguridad Interior ha desaparecido para siempre. No sé qué es lo que me inspira más desprecio, los escáneres de los aeropuertos por los que te veían desnudo y los manoseos o los muertos andantes. No creo que se haya conservado ninguna base de datos en la que figure tu nombre.

Saien respiró hondo y se arrellanó en su silla, incómodo, con los brazos pegados al cuerpo.

—Kil, yo tenía que encontrarme con un miembro de mi célula en San Antonio. Íbamos a…

—Déjalo, Saien. No tengo ninguna necesidad de oírlo. No olvides que soy oficial del ejército y que, antes, no habría vacilado —respondió Kil, sin poder reprimir sus emociones.

—Tengo que librarme de este peso que me oprime. No me queda nadie más. Ése es mi único motivo.

—Saien, ¿recuerdas lo que nos dijeron antes de explicarnos lo que íbamos a buscar? «Una vez se lo haya dicho, no se podrá retirar». Antes de contármelo, tienes que estar seguro de que no te vas a arrepentir luego. Hemos sobrevivido a situaciones que nos han llevado muy cerca de la muerte, pero estoy seguro de que no me vas a pedir un autógrafo cuando te haya contado a qué me dedicaba antes de que sucediera todo esto. No te he contado nada, y con buen motivo. Tenemos que sobrevivir, eso es todo…, es lo único.

Los dos hombres estaban sentados en sus respectivas sillas, uno enfrente del otro, en el pequeño camarote. Kil creyó oír el tictac de su reloj de muñeca…, pero el reloj era digital. Saien se puso a hablar de nuevo… Sus ojos miraban más allá de Kil, a través de los mamparos, a través del océano, más allá de Oahu.

—Teníamos que encontrarnos en San Antonio. Yo, deliberadamente, tan sólo conocía el nombre en código y el «buzón muerto» de uno de los miembros de mi célula. Nos comunicábamos en línea por medio de un «buzón muerto» virtual, pero al mismo tiempo utilizábamos encriptación estándar. Tu ejército emplea sistemas de encriptación muy inferiores a los estándar. Yo usaba AES de 256 bits. Todo eso no importa ahora, discúlpame. Estoy divagando.

—No te preocupes. Continúa, no importa —le dijo Kil, en un tono de voz que transmitía seguridad. Más que otra cosa, sentía curiosidad.

Saien tomó un trago de una vieja botella de agua reciclable que había utilizado desde que se marcharon del Panamá y continuó:

—Recibí la orden de pasar a la acción una semana antes de que los muertos se alzaran. Mi objetivo era un centro comercial, en el período del año en el que había mayor afluencia. Yo formaba parte de un comando terrorista con cinco miembros. Éramos un solo comando, pero había más, tal vez otros veinte. A todos ellos se les había ordenado que realizaran atentados simultáneos en ciudades distintas. El objetivo era pegarle el tiro de gracia a la economía estadounidense y precipitar el derrumbe financiero. Vuestra economía se basaba en un setenta por ciento en el consumo. Si la gente tenía miedo de ir a los lugares donde se gastaba dinero, el sistema estadounidense habría tocado a su fin. El dólar habría padecido hiperinflación y vuestras guerras en el extranjero hubieran tenido que terminar. También sabíamos que el perro pastor no podía vigilar a la vez a todas las ovejas ni apaciguar sus miedos. Me imagino que logramos lo que queríamos cuando los muertos se alzaron y las infraestructuras dejaron de funcionar. En el momento en el que ves que un hombre a quien acaban de pegarle un tiro de rifle en el pecho se pone en pie y te persigue, tu ideología cambia. Es por eso por lo que he dejado de rezar. Estoy apenado por lo que fui y por lo que pretendía hacer. Aunque no me lo preguntes, te lo voy a decir. Ahora, la mayoría de los estadounidenses han muerto, como ya sabes. Si hace un año hubieras estado en una cueva de Pakistán y hubieses tenido una conversación con los líderes de la base, y le hubieras preguntado «¿la muerte en masa de los estadounidenses sería algo bueno a los ojos de Alá?», él, sin duda alguna, te habría contestado lo que ya te puedes imaginar. Y mira cómo estamos ahora. Los Estados Unidos han muerto, y también todos los demás, y no sabemos dónde se encuentra Alá. Dios ha muerto en la Tierra, ¿quién nos lo puede discutir?

—¿Así que ibas a seguir el modelo de Bombay y habrías puesto una bomba en un centro comercial? —preguntó Kil. Era una pregunta casi retórica.

—Ése era el plan. Ahora he despertado y siento vergüenza —declaró Saien con toda sinceridad.

—Bueno, no puedo decirte que me caigas mejor por lo que acabas de decirme… Pero yo tampoco soy perfecto. Deserté del ejército. Mi superior me ordenó que regresara a la base y desobedecí. No fui. Me quedé en mi casa. John era el vecino de la casa de enfrente. Míralo así: tú, por lo menos, no llevaste a cabo tu plan. No pasó de un delito de intencionalidad.

—Sí, y doy las gracias por ello, porque, si no, ahora sería una alma torturada.

—Sí, ahora mismo estarías trastornado, no me cabe ninguna duda. Y, por lo que respecta a Dios, han ocurrido muchas cosas. No eres el único que cuestiona su propia fe. Estoy seguro de que toda esa mierda de los alienígenas no nos ayuda en nada.

Alguien llamó a la puerta y Kil se levantó de un salto; instintivamente, empuñó la pistola.

—Adelante —dijo Kil.

La puerta se abrió poco a poco y así quedó a la vista el suboficial con cara de jovencito llena de granos.

—Señor, el sol se ha puesto y nos llegan señales de radio de Clepsidra. Preguntan por usted. Los Scan Eagles ya están en camino.

—Entiendo. Voy para allá —dijo Kil.