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Tara estaba echada sobre la cama y miraba al techo. No habría mirado de manera muy distinta a un profesor aburrido en la universidad, en un tiempo que le parecía ya pertenecer a otra vida. Los fluorescentes rectangulares estaban de color rojo. La litera se mecía levemente mientras el barco avanzaba por aguas revueltas.

El estruendo que surgía del bafle montado sobre la puerta la obligó a recuperar la concentración. Algunos de los miembros de la tripulación lo llamaban 1MC. Ese término estaba en la lista de lo que debía aprender. Tenía tanto por asimilar… Hacía tan sólo unos días que su novio se había marchado. Había pasado una semana desde la evacuación del Hotel 23…, a ella le parecía que hacía mucho más tiempo. El recuerdo era tan borroso…

Aún creía oír la señal sonora dentro de su cabeza. Todos los demonios del infierno no habrían podido asustarla más. No creía en el infierno tal como aparecía representado en las iglesias y en las novelas de terror. Sólo conocía el infierno de verdad que había visto con sus propios ojos el día en el que huyeron del Hotel 23.

Habían hecho subir a Tara a bordo de un helicóptero junto con Dean, Jan, Laura y al resto. Laura se aferraba a la perrita blanca de John, Annabelle, por puro miedo. Cuando los evacuaron del último sitio que por un breve período de tiempo habían llamado hogar, ninguno de ellos sabía lo que podían encontrar más adelante.

Saien la había empujado a bordo y le había dicho, para darle ánimos:

—No te preocupes, cuidaré de Kil por ti. Estará a salvo conmigo. ¡Vamos!

Las imágenes de la batalla que se había librado pocos días antes en el camino entre el Hotel 23 y el golfo habían quedado marcadas como cicatrices en su consciencia y habían alimentado sus sueños recientes. El helicóptero se había elevado sobre el complejo y Tara había empezado a ver lo que parecían millones de no muertos que se acercaban. Pura muerte que convergía en el nexo, el Hotel 23. Los supervivientes se habían marchado en un convoy de vehículos militares, así como en coches y camiones, e incluso a pie. Solamente las mujeres y los niños habían viajado por el aire a fin de garantizar su seguridad.

Tenía un vívido recuerdo de los Marines que disparaban contra las hordas, que dispersaban en un instante a masas de no muertos, que con sus balas arrojaban miembros cadavéricos en todas las direcciones. Algunas de las balas parecen rayos láser, pensó mientras los marines segaban a millares de víctimas en la hilera frontal de no muertos. Con todo, legiones de estos lograban superar las líneas de fuego.

Eran demasiados como para detenerlos.

El helicóptero voló hacia el sur y Tara tuvo el primer vislumbre del navío George Washington, una mancha en el horizonte que creció en cuestión de segundos mientras volaban hacia él.

Un hombre llamado Joe Maurer le había tomado el parte en el día anterior. Le había pedido educadamente que empezara desde el principio…, desde meses atrás, desde el coche donde la habían encontrado y la habían rescatado. Sintió un asomo de vergüenza cuando Joe le preguntó cómo había podido sobrevivir durante tanto tiempo en el interior del vehículo.

Se ruborizó todavía más cuando el hombre le dijo:

—¿Cómo hacías tus necesidades?

No sólo por vergüenza, sino por el miedo que la golpeó como un rayo cuando el hombre le hizo la pregunta. Recordaba a las criaturas. La observaban en el interior del coche mientras dormía, la observaban mientras lloraba, la observaban mientras les maldecía y les escupía, y la observaban, incluso, cuando hacía sus necesidades en una taza grande de McDonald's. Gracias al cielo, no tenían la fuerza ni la inteligencia suficientes para romper los cristales con rocas, como Tara había visto en otras ocasiones. Golpeaban sin cesar los cristales con muñones sanguinolentos e hinchados de pus…: lo que había quedado de sus manos. Llegaron al extremo de emplear las cabezas como arietes en un intento por abrirse paso hasta ella. A uno habían llegado a saltarle los dientes de su boca podrida cuando trató de morder el cristal para llegar hasta ella a través de la ventanilla agrietada. «Se guían por impulsos primarios», pensó Tara en ese momento.

Estaba en las primeras fases de una insolación cuando la encontraron. Kil no había sido su único salvador, pero sí era la primera persona a la que había visto al mirar desde el borde de la muerte. Y ahora se había marchado, lo habían mandado a una misión que probablemente no serviría para nada. A Tara, en realidad, no le importaba la misión…, lo único que quería era que volviese. Tara había llegado a entender cómo debió de sentirse su abuela cuando el abuelo tuvo que marcharse a Vietnam.

Ella, por lo menos, tenía a John y a los demás.

Era John quien mantenía unido al grupo. Había estado con ellos en las horas más negras: en el día que se vivió en el Hotel 23 cuando el helicóptero no regresó. Tara estuvo llorando durante varios días. Sin rendirse jamás, vivía junto a la radio. Mientras estaba despierta, se pasaba todo el tiempo atenta a las señales de socorro; obligó a John a prometerle que haría lo mismo mientras ella dormía. John lo hizo, sin quejarse ni cuestionarla. Casi con certeza, John habría muerto también, de no ser por Kil.

A decir verdad, lo más probable era que todos ellos hubieran muerto de no ser por el propio John. Sus conocimientos en ingeniería de redes y en el manejo del Linux habían hecho posible que los supervivientes del Hotel 23 pusieran en funcionamiento, por lo menos, una parte de los complejos sistemas clasificados de éste. Su destreza en el control de las cámaras de seguridad, recepción de imágenes por satélite y equipamiento de comunicaciones habían sido esenciales para que el grupo estuviera al tanto de su propia situación.

Tara oyó una vez más la señal y se preguntó qué significaría esta vez.

John se había propuesto mantenerse activo después de que Kil se marchara. Todavía estaba algo enfadado, y quizá un poco dolido, pero comprendía los motivos por los que Kil había elegido a Saien. Había dejado atrás esa cuestión y se había presentado como voluntario para ayudar a la División de Comunicaciones a mantener en funcionamiento sus vitales circuitos. Los sistemas de correo electrónico de la embarcación eran inútiles, porque no existía ya una World Wide Web a la que pudieran conectarse. Con todo, sí existía una sólida red de comunicaciones por radio que enlazaba al George Washington con varios otros nodos de información que seguían activos en el mar y en tierra firme. Aunque no le hubieran autorizado el acceso directo a los circuitos, era cuestión de tiempo que los técnicos de comunicaciones del barco se familiarizasen con John, bajaran la guardia y le permitieran acceder sin restricciones. Sus conocimientos en teoría básica de radiofrecuencias y en sistemas informáticos le otorgaban una importancia fundamental entre los recursos humanos de la nave.

* * *

Unos pocos pisos más abajo, más cerca de la popa que el puesto de comunicaciones, se hallaba la enfermería del portaaviones. Antes de la anomalía, había tenido el aspecto de un simple ambulatorio, pero en ese momento se asemejaba más bien a un centro de atención para heridos de guerra. La mayoría de los médicos había muerto en el cumplimiento de su deber después de que se detectara la anomalía en Estados Unidos. No costaba nada entender por qué, puesto que los médicos que viajaban a bordo solían ser los primeros en acercarse a los infectados. La nave había transportado cinco médicos antes de que se presentara la anomalía. Los cadáveres reanimados infectaron en seguida a los dos primeros. Resultaba irónico que los mismos médicos que habían certificado la defunción muriesen a manos de las criaturas que los habían engañado. Un tercero murió después de que un marinero infectado se pegara un tiro en la cabeza y salpicara con su sangre un corte en la cara que el médico se había hecho al afeitarse. El médico pidió que le disparasen a la cabeza también a él y lo sepultaran en el mar. El cuarto médico evitó la violencia mediante una sobredosis de morfina. Por lo menos tuvo para con sus compañeros la decencia de atarse la mitad inferior del cuerpo a la camilla con correas antes de administrarse la inyección. La nota que dejó al suicidarse era tan turbadora que el oficial de seguridad de la embarcación la confiscó y la destruyó, por miedo de que provocara nuevos intentos de suicidio, o incluso un motín.

El único médico que seguía con vida era el Dr. James Bricker, profesional excelente y graduado en la Academia Naval, así como capitán de corbeta. Cualquiera que haya pasado tiempo en la armada os dirá que los médicos constituyen una categoría aparte entre los oficiales. A muchos de los médicos que ocupan posiciones elevadas en el escalafón les da igual que les llamen señor, señora, con tratamiento de rango, sin tratamiento de rango. Tan sólo les preocupa su trabajo: que sus pacientes se encuentren mejor.

Cuando Jan llegó del Hotel 23, Bricker se encontraba al borde de la locura, y quizá también del viejo y fiable gotero de morfina. Después de que embarcaran y pasaran una entrevista, se les pidió a los nuevos pasajeros que rellenaran un formulario donde se les preguntaba por sus habilidades prácticas. Los seleccionadores sabían a quién buscaban y tenían claro cuáles iban a ser en todo momento las prioridades. Al leerse los formularios y encontrarse con una estudiante de cuarto curso de Medicina, el equipo de selección prácticamente arrancó a Jan de su silla y se la llevó lejos de su marido y de su hija, en dirección a la enfermería.

Nada más llegar, Jan se sintió como si hubiera entrado en un manicomio. Pacientes vivos, pero infectados, chillaban en las camas y forcejeaban en su delirio por librarse de sus ataduras. Los voluntarios iban de un lado para otro como abejas por entre las camas del hospital. Un único médico, con pinta de loco y el cabello revuelto, estaba inclinado sobre un microscopio y lanzaba maldiciones contra lo que fuera que había visto en el portaobjetos.

El seleccionador le interrumpió.

—Dr. Bricker, tengo…

—Ahora no.

El seleccionador aguardó durante unos segundos. Parecía que no se decidiera a interrumpirlo de nuevo.

—Señor, he encontrado…

Sin separar los ojos de los cristales del microscopio, el Dr. Bricker parpadeó.

—A ver si lo adivino, ha encontrado usted a una Eagle Scout con la medalla al mérito sanitario, o quizá a una graduada en primeros auxilios, o… hummm… ¿o se ofrecía por catálogo como transcriptora de historiales médicos?

—Era estudiante de cuarto de medicina, señor.

Bricker calló por unos instantes, sin dejar de mirar al microscopio y a los secretos que se ocultaban bajo sus cristales.

—¿Está usted seguro?

—La tengo aquí, señor. La dejo en sus manos, entrevístela, hágale un… hum… ¿un examen? Lo que a usted le parezca bien. Tengo muchos otros formularios por leer, así que tendría que marcharme. Toda para usted.

Jan se volvió hacia el seleccionador, molesta por su descaro.

—Disculpe, señorita, me parece que he hablado como si no estuviera usted presente. Es que he pasado un día muy largo.

La expresión en el rostro de Jan pasó del enojo a la comprensión.

—No se preocupe.

La entrevista empezó en seguida y duró un buen rato.

—¿Dónde estudió…, qué experiencia tiene con enfermedades víricas…, tiene alguna teoría a propósito del origen…, cuánto tardó en verlos…, de dónde le parece que sacan su…?

Jan estaba ya exhausta cuando Will le dio unas palmadas en la espalda e interrumpió la entrevista estilo Inquisición en la que se había enfrascado Bricker. Más bien parecía un interrogatorio por asesinato.

—¿Quién es su amigo, señorita Grisham?

—Soy señora, y él es el señor Grisham. Pero no tendrá problemas en que le llame William.

Bricker tendió torpemente la mano para estrechar la de Will; Will se la agarró como una tenaza. Jan se dio cuenta y le dio a entender con la expresión del rostro que no apretara tanto.

—Encantado de conocerle, doctor. ¿Le importaría explicarme por qué se había puesto a hacerle preguntas a mi mujer como si fuese una terrorista en una sala de interrogatorios?

—Uh… Bueno, tendría que entender usted… Entienda usted que soy el último médico que queda a bordo. Ahora ya no podemos contentarnos con un proceso de selección normal, señor Grisham.

—Puede usted llamarme Will.

—Gracias, Will. Tenemos suerte de contar con la señora Grisham… espero que no le importe si la llamo Jan.

Jan asintió con la cabeza.

—Tengo contactos limitados con médicos del extranjero por medio de las redes de radiofonía del portaaviones. Por desgracia, como le decía antes, soy el único médico de esta ciudad flotante. Mucho me temo que su mujer, Jan, se encontrará ahora en una posición delicada. Acaba de entrar en la lista de los tripulantes de alta prioridad, los que hay que defender a toda costa, por los que hay que matar si es necesario. Ella y yo, los altos mandos, los ingenieros nucleares, los soldadores, los expertos en comunicaciones y unos pocos más tenemos una importancia vital para el mantenimiento y la supervivencia de esta base.

Jan calló por unos instantes, hasta que hubo asimilado lo que acababa de oír, y entonces preguntó:

—¿Qué se hace aquí exactamente, doctor?

—Las órdenes son tan simples como los oficiales que comandan esta embarcación. Descubrir qué es lo que hace que los muertos se levanten y buscar una manera de detenerlo. Al menos, si fuera posible, impedir que se produzcan nuevas infecciones.

—¿Y la salud de las personas que se encuentran ahora a bordo? —preguntó Jan, al tiempo que los chillidos de los pacientes subrayaban sus palabras.

—Lo siento, pero queda en segundo plano —dijo el Dr. Bricker, y suspiró—. De acuerdo con mis cálculos, hemos superado desde hace mucho el punto de no retorno. La humanidad se encuentra al borde del abismo; lo único que puede salvarnos es la buena labor científica. Un centenar de barcos en el mar, armados hasta los dientes y bien aprovisionados, apenas si representarían nada. No es ningún secreto que en Estados Unidos hay millones de criaturas como ésas, y miles de millones en el resto del mundo.