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Sureste de Texas.

Era un camino desolado y cruel. Doc y Disco recorrían la larga y tortuosa carretera como si hubieran ido montados sobre una gigantesca anguila negra.

Los continuos baches, escombros y restos de coches y camiones abandonados les amenazaban con provocar un accidente cada vez que tomaban una curva. No les faltaba mucho para llegar al lugar concertado: un puente que el equipo de la isla de Galveston había designado como punto medio. Doc, que no perdía de vista el cuentakilómetros, se dio cuenta de que los de Galveston habían barrido para casa. El indicador marcaba ochenta y ocho kilómetros de viaje cuando llegaron a lo alto del cerro desde el que se contemplaba el puente sobre el río Brazos.

Doc echó el freno de disco delantero y el de atrás al mismo tiempo para que la moto deportiva dual frenara bruscamente. Los dos hombres miraron cerro abajo hasta el puente, donde distinguieron con nitidez los fogonazos de unas armas sin silenciador. Los fogonazos eran como relámpagos y revelaban la presencia de un centenar de criaturas que cargaban contra los tiradores del puente. Doc trató de conservar la esperanza de que los hombres que se encontraban allí abajo no fueran los que habían ido a buscar, pero sabía muy bien que la suerte se les había agotado con el hallazgo del camión cisterna.

Doc volvió el rostro y le dijo a Disco:

—Vamos a subir y dispararemos a doscientos metros.

—Sí, doscientos metros, y deja la moto apoyada contra algo para que no tengamos que apagar el motor.

Doc bajó por el cerro con la moto, la puso cabeza abajo y la apoyó en punto muerto contra una barrera de sacos de arena, una fortificación de los tiempos en que los vivos eran mayoría y los hombres todavía luchaban, no se escondían.

—De acuerdo, Disco, fuego a voluntad. Cada cinco disparos, mira hacia atrás, y yo haré lo mismo, tratando de no coincidir contigo.

—Recibido, jefe, empiezo a disparar.

Los dos hombres comenzaron a disparar con la precisión de un cirujano contra las cabezas de las criaturas que estaban abajo. Se guiaron por los fogonazos en el puente para evitar el fratricidio. Era un juego de tiempo y velocidad. Si los dos equipos se daban prisa, lograrían neutralizar a la masa de no muertos antes de que otros los reemplazaran, atraídos por el estruendo de las armas no silenciadas.

Los silenciadores reducían mucho el radio de respuesta de los no muertos, y eso quería decir que no acudirían en la misma medida a la posición donde se hallaba Doc. Las armas no silenciadas incrementaban en grado exponencial el radio de respuesta y reducían las posibilidades de escapar antes de que llegaran refuerzos de no muertos a reemplazar a los caídos. Valía la pena proceder con rapidez, y eso era lo que hacían.

Fueron necesarios siete minutos de disparos constantes por parte de ambos grupos para acabar con el centenar aproximado de no muertos. Después de que cayese la última criatura, Doc y Disco bajaron corriendo por el cerro hasta el escenario de la matanza. El grupo del puente había constado de tres hombres y ya sólo quedaba uno en pie. Los otros habían muerto o agonizaban con heridas fatales.

También habían llegado en moto.

—Acabemos con esto. Esos de ahí eran amigos míos —le dijo el superviviente a Doc, y luego se acercó a su camarada herido de muerte y le administró los últimos ritos.

Susurró un adiós y tomó un papel ensangrentado que tenía el moribundo antes de dispararle en la cabeza a bocajarro. Por un momento, no miró a los recién llegados, pero luego se volvió hacia ellos, con el rostro anegado en lágrimas.

—¿Venís del silo? —preguntó el superviviente.

Se oían más no muertos que se acercaban.

—Sí, escucha, sentimos lo de… —empezó a decir Disco.

—No malgastes saliva, no quiero oírlo. Esas motos eran suyas —dijo el hombre, y señaló a unas motos todoterreno apoyadas contra la baranda del puente—. Lleváoslas. Tienen el depósito lleno.

Doc miró con incredulidad a los agentes muertos. Cuando su compañero, Hammer, había muerto en Nueva Orleans, todo el equipo había quedado destrozado. Doc todavía pensaba a menudo en Hammer y se lamentaba por no haber podido hacer nada, lo que fuera, en aquel día. La vida de Hammer había terminado de una manera muy parecida a la del hombre sin vida que se desangraba en el suelo; por la bala de un compañero.

Doc vio que el hombre llevaba un AK-47 Underfolder cruzado sobre el pecho con un portafusil de un solo punto. Un modelo de paracaidista.

—Ven, tío, toma esto; lo vas a necesitar —dijo Doc, y le ofreció su carabina M-4 con silenciador.

El hombre contempló el rifle y dijo:

—Gracias. Te la voy a aceptar. Espero que vuestro lado del río os trate mejor de lo que a mí me ha tratado el mío. Mientras veníamos hacia aquí, uno de mis hombres se ha caído con la moto en un paso elevado y se ha partido el cuello cuando trataba de esquivar a esos putos monstruos. Hemos perdido con él a nuestro único rifle con silenciador. Llevaos mi AK…, no quiero dejaros en el mismo bote en el que me encuentro yo.

—Gracias, hermano —dijo Doc—. Aquí tienes mis municiones con tres cargadores, ¿llevas algo de siete punto seis dos?

—Sí, seis cargadores. Tomad. Bueno, esto es lo que tenía que traeros.

El hombre les entregó una radio militar. En la caja había una frecuencia escrita con rotulador Sharpie plateado. También llevaba un pequeño bloc de papel a prueba de agua pegado con cinta.

—La radio está sintonizada para hablar con nuestros pilotos de A-10 en la isla de Galveston. Hemos convertido la carretera de la isla en pista de despegue y hemos sacado de en medio a los muertos. Pero parece que de vez en cuando entra alguno. En ese bloc hemos apuntado nuestro programa semanal de vuelos y los códigos de brevedad. El gobierno en funciones nos ha ordenado que prestemos apoyo a vuestras misiones. Vosotros le transmitís el plan de salida al portaaviones y ellos nos indicarán en qué horas hemos de tener los aviones a punto. Si os metierais en un problema del que no pudierais escapar, los pilotos de nuestros Hog se presentarán en un máximo de veinte minutos para apoyaros. Mientras vuestros grupos estén al aire libre, nuestros pilotos estarán literalmente sentados y a la espera por si tienen que salir. Me han ordenado que os diga que los Hog transportan misiles aire-aire guiados por infrarrojos, aunque no sé para qué os pueden servir. —Doc se acordó al instante del Reaper que se mencionaba en el informe del anterior comandante del Hotel 23, pero prefirió no decir nada—. Una última cosa. Seguro que ya sabéis que mandar señales desde vuestra zona no sería muy buena idea. Yo, en vuestro lugar, no emplearía esa radio a menos que el diablo en persona saliera del suelo con todo el infierno detrás.

Los muertos se acercaron y Disco disparó varias veces. Eliminó a varios de ellos con los disparos de la carabina silenciada, que se oían en un radio mucho menor. Como Doc acababa de ceder la suya, ya sólo les quedaba una arma silenciada para los dos.

—¿Tienes algo para mí? —le preguntó el superviviente a Doc.

—Sí, aquí tienes informes y copias sobre equipamiento que recuperamos hará una semana, y más información. —Doc le entregó el paquete.

—Gracias. —El hombre lo agarró y se lo metió en la bolsa de cuero para mensajeros que llevaba cruzada sobre el pecho.

—¿Cómo decías que te llamabas? —preguntó Doc.

—Galt. ¿Y tú? —respondió mientras montaba en la moto.

—Me llamo Doc, y él, Disco. Buena suerte.

—Gracias. Buena suerte a vosotros también, y gracias por el arma.

—Era lo menos que podía hacer. Siento de verdad lo de tus amigos. Gracias por los Warthog.

Galt no dijo nada. Pasó la pierna al otro lado del sillín, cargó con la M-4 sobre las espaldas y se perdió de vista antes de que Doc y Disco se pusieran en marcha.

—Doc, es hora de que nos vayamos —le recordó Disco con aprensión.

—Sí, lo sé. Agarra esa moto y adelántate hasta el lugar donde dejamos la nuestra.

Disco montó en una de las motos todoterreno que habían pertenecido a los difuntos miembros del grupo de Galveston; arrancó sin problemas. Doc corrió tras él por no quedarse atrás. Ambos regresaban al lugar donde habían dejado la moto de antes con el motor encendido. Por los disparos de Disco, Doc adivinó que el motor en marcha habría atraído a más no muertos mientras ellos se encontraban en el puente. Para cuando Doc logró llegar a lo alto del cerro, Disco había despachado ya a las criaturas, y había dejado todavía más cadáveres tirados por el suelo.

—Tenemos que ponernos en marcha, tío. El AK ha armado mucho barullo. Si me dijesen que todas las criaturas en ocho kilómetros a la redonda vienen para aquí, me lo creería.

Disco arrancó y se marchó por el mismo camino por el que habían venido. Doc le siguió con la otra moto.

Avanzaron a buen ritmo hasta el camión cisterna, donde llenaron los depósitos de nuevo. Encontraron mayor densidad de no muertos en el camino de vuelta, lo que quedaba de los muertos a los que había atraído la moto mientras se dirigían al puente, y tuvieron que virar y zigzaguear más a menudo. Una vez más, los vampiros del Hotel 23 lograron adelantarse al sol del invierno.

Remoto Seis —En las vísperas del Proyecto Huracán.

Dios estaba de pie en la sala de vigilancia, en lo más recóndito de unas instalaciones secretas, y contemplaba una fotografía obtenida por la aeronave no tripulada Global Hawk, en la que aparecía una área especialmente interesante de Texas. Recordaba al día, hacía más de diez meses, en el que había cerrado las puertas y se había aislado a sí mismo bajo tierra. El mismo día en el que habían declarado difunto al presidente.

En ese momento, el vicepresidente seguía vivo y se encontraba por las montañas al oeste de Washington D. C., y mandaba órdenes de árbol lógico a Remoto Seis por cable seguro. Los árboles lógicos se componían de respuestas complejas, pues exigían algo más que un mero sí o un no. Consistían, básicamente, en un mercado de predicciones, un concepto con el que las organizaciones de Inteligencia habían experimentado antes de la caída del hombre. La respuesta de árbol lógico exigía una cadena de respuestas de sí o no, y anotaciones de probabilidades para cada opción. La cosa no tenía ninguna dificultad para el mapeado mental de los cuantos ni para los algoritmos de razonamiento. A modo de complemento para los cuantos, Remoto Seis se enorgullecía de un pequeño equipo de expertos nucleares que trabajaba en la base y que contribuyó con razonamiento humano a la decisión de arrojar armas nucleares tácticas sobre territorio estadounidense. Sus nombres en código eran Extraño, Hechizo y Supremo. En Remoto Seis no se empleaban los nombres de verdad, sino tan sólo los que representaban las habilidades de su personal. Hacía unos nueve meses y medio, los cuantos, así como los expertos en armas nucleares Extraño y Hechizo, estuvieron de acuerdo en que la completa destrucción de una mayoría de ciudades era necesaria para recobrar el control sobre Estados Unidos. El único que no estuvo de acuerdo fue Supremo. Él creía en la necesidad de realizar nuevas investigaciones sobre los efectos de segundo y tercer orden de las radiaciones, y acerca los verdaderos orígenes de la anomalía.

Dios contempló las instalaciones que sus patéticos ocupantes llamaban Hotel 23. En su base de datos figuraba otro nombre, pero eso no tenía ya importancia. En circunstancias normales, los habría abandonado a la merced de los no muertos. Tarde o temprano tendrían que salir del complejo para ir en busca de comida, agua, antibióticos, lo que fuera. Las criaturas los irían matando, lenta pero inexorablemente.

Sin embargo, Dios se vio obligado a prestar tiempo y atención al pobre imbécil que ocupaba el Hotel 23 con sus seguidores, porque en él aún se conservaba una bomba nuclear utilizable. Los cuantos hicieron los cálculos pertinentes e informaron a su laboratorio de ideas de que tan sólo les quedaba una manera de destruir el George Washington, brazo militar del gobierno en funciones. Remoto Seis disponía de un escuadrón de aeronaves no tripuladas Reaper armadas con bombas de doscientos treinta kilogramos guiadas por láser, e incluso de un pequeño número de aeronaves no tripuladas Global Hawk con una arma prototipo. Ninguna de esas armas habría sido capaz de abrir una muesca en el blindaje del portaaviones. Cabía la posibilidad de arrojar las bombas guiadas por láser desde arriba y, tal vez, dañar las pistas de despegue de la cubierta, pero no lograrían hundir la embarcación.

Quedaba una única arma nuclear en el territorio de Estados Unidos de la que Dios pudiera apoderarse. Estaba bien resguardada, en un silo cerrado. Orbitaba sobre ella una aeronave no tripulada a las órdenes de Dios, una Global Hawk, a dieciocho mil metros sobre el Hotel 23. Controlaba el área mediante un sistema de óptica avanzada y transportaba otro prototipo de arma: el Proyecto Huracán.

Dios se hartó de ayudarle. De acuerdo con la información interceptada por los servicios de Inteligencia de Señales de Remoto Seis, el sujeto en cuestión controlaba la cabeza nuclear mediante una tarjeta de acceso común encriptada. Estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón el día en el que se enteró que el hombre había sufrido un accidente de helicóptero. Temió que su única posibilidad de neutralizar el George Washington se hubiera desvanecido. Remoto Seis designaba a aquel hombre como Recurso Uno, o simplemente «el recurso». El recurso había hecho un buen trabajo al huir de las criaturas, pero Dios no corría riesgos.

En el mismo momento en que Remoto Seis interceptó y geolocalizó la señal de socorro que el recurso había enviado con su radio de supervivencia, ordenó que se le diera pleno apoyo desde el aire con los Reaper y con el lanzamiento de material. Dios habría sido capaz de enviarle una pequeña fuerza de rescate, pero apenas disponía de pilotos humanos y no podía permitirse el riesgo de perder a una fuerza de rescate en un accidente a bordo de una aeronave no tripulada del prototipo C-130. Remoto Seis no tenía ningún problema con la tecnología, pero la falta de personal sí se estaba convirtiendo en una seria limitación.

Sobre las instalaciones de Remoto Seis había una pista de despegue de tres mil seiscientos metros de longitud, plenamente funcional. Cada día les resultaba más difícil de defender, a pesar de su ubicación: un valle secreto, muy alejado de las que normalmente se considerarían áreas con gran densidad de población. Una valla de tela metálica de dos capas y tres metros de alto, vigilada por unidades caninas, protegía la pista de los no muertos aislados que deambulaban cerca de la base.

Pero los había que lograban entrar.

Había habido bajas desde enero, desde que habían pasado a la clandestinidad. El recurso más valioso de Remoto Seis era su gente…; al menos, la que se había mantenido fiel a las directrices por las que se guiaba su base.

La fuerza de dicha base radicaba en sus drones, en sus armas prototipo DARPA. Aunque fueran formidables, había otras más siniestras, más oscuras. Antes de la caída se había hablado de ellas únicamente en susurros, entre los más altos cargos, tanto electos como nombrados. Se habían construido mediante tecnología bien protegida en un laboratorio subterráneo de Lockheed Martin, porque el gobierno, durante los años cincuenta, había sufrido un parón tecnológico y había tenido que firmar contratas con el complejo militar-industrial.

Dios estaba impaciente. Había pensado que el recurso mostraría mayor gratitud; al fin y al cabo, lo había salvado de una muerte cierta en más de una ocasión. El recurso había logrado regresar al Hotel 23 unos pocos días antes y no había contestado a las llamadas que Dios le había hecho mediante teléfono por satélite.

Los cuantos, así como los consejeros más destacados del laboratorio de ideas, estaban de acuerdo en que destruir el portaaviones serviría a dos propósitos; eliminaría la Fuerza Expedicionaria Clepsidra antes de que el submarino llegase a China y les libraría de la única entidad que podía emplear energía nuclear contra Remoto Seis. Al enfrentarse con el aparente rechazo del recurso a lanzar la bomba, Dios tuvo que confiar una nueva serie de problemas a los computadores. La respuesta le llegó en tiempo real; algunos científicos de Remoto Seis teorizaban con que a veces la respuesta se generaba antes de que el usuario introdujese la pregunta…, quizá unos nanosegundos antes. Uno podría volverse loco al pensar en las leyes físicas subyacentes a tal acción: respuestas que preceden a las preguntas, un output que precede en varios nanosegundos al input.

El output cuántico no sorprendió a Dios. El Proyecto Huracán se emplearía contra el Hotel 23 en el día siguiente, o en el otro. Así se provocaría la evacuación de las instalaciones, o, más probablemente, la muerte de sus ocupantes. Cualquiera de los dos resultados le daría a Dios tiempo suficiente para calcular su próximo movimiento. Estaba casi seguro de que ninguno de los supervivientes del aparato militar conocería la ubicación de su base, pero… «la duda mata», pensó.

Dios pulsó un interruptor y giró varios diales, y así ajustó la señal de vídeo de la aeronave no tripulada Global Hawk a otro lugar que se encontraba a kilómetros de distancia del Hotel 23. El Mega Enjambre T-5.1 no tardaría en ponerse al alcance del dispositivo Huracán y el Hotel 23 quedaría neutralizado. Mientras no llegara ese momento, entregaría información a los cuantos para que estos le predijeran los próximos acontecimientos importantes.