Hotel 23 —En el sureste de Texas.
El equipo de cuatro hombres había salido en dos ocasiones desde que Doc y Billy se encontraron con el torrente de no muertos. Habían tenido suerte en su primera excursión; no encontraron más que una docena de criaturas, fácilmente manejables para dos hombres que se ocultaban en la penumbra. Los miembros del equipo no habían visto el sol desde antes de saltar en paracaídas a las tierras devastadas de Texas. Aunque, por el momento, Remoto Seis no se hubiera dejado ver, el aguijón roto de Proyecto Huracán seguía en el mismo sitio donde se había producido el impacto, parcialmente destruido unas semanas antes por los cañones Warthog GAU-8. Era un recordatorio diario para el equipo, un obelisco que les advertía de que no estaban solos.
Hawse y Disco estaban inquietos e urgieron a Doc para que les permitiese realizar una segunda salida. Siguieron el mismo procedimiento: no llamar por radio ni apartarse de la ruta prefijada.
Las coordenadas no les funcionaron, y el paquete ya no estaba donde tenía que estar, o quizá no había existido nunca. Hawse y Disco decidieron que buscarían material aprovechable durante el camino de vuelta para que la misión no fuera un completo desperdicio. Encontraron un cargador de baterías de doce voltios, una bomba de aire de doce voltios, algunos analgésicos y una ballesta con diez flechas. Eso fue todo.
Tuvieron problemas durante una de las pausas y la misión se alargó más de lo esperado. Hawse convenció a Disco para ir a saquear una casa que se hallaba a unos cuatrocientos metros de la carretera. La casa estaba ruinosa y tenía placas solares a la vista y todoterrenos ligeros aparcados a la entrada. Probablemente había pertenecido a jovenzuelos con dinero y obsesionados con la supervivencia a un desastre inminente. Vio por la mira del arma que una ala del edificio se había quemado. Aquello indicaba que había sido abandonada o, quizá, que había sufrido un asedio. Saltaron la valla y se acercaron con cuidado, con la intención de verificar que realmente no hubiera nadie antes de entrar en el ala abrasada de la vulgar mansión. Ambos querían pensar que se trataba de una operación de salvamento de materiales, y no de un robo justificado.
Al acercarse al ala vieron esqueletos calcinados por el suelo. El cadáver más cercano a la casa también estaba quemado, pero todavía le quedaba algo de carne. Estaba tumbado de bruces y empuñaba un lanzallamas militar. La reserva de combustible que llevaba a la espalda estaba dañada; en algunas de las muescas había puntas metálicas que apuntaban hacia fuera. Se acercaron al cadáver.
Empezó a moverse.
La cabeza de la criatura se volvió hacia ellos. Tenía los ojos quemados pero, de algún modo, sentía su presencia. Trató de arrastrarse, aunque lo que le quedaba de la cintura para abajo había quedado sepultado bajo escombros y cenizas. Hawse se le acercó lo suficiente para matarla con el machete. Vio que la criatura llevaba una canana de cuero cruzada sobre el pecho.
—¿Un bandido? —dijo.
—Quién sabe, podría ser. Acabemos con esto —dijo Disco.
—Las paredes no están tan dañadas como había pensado, tendremos que entrar por otra parte —dijo Hawse.
Pasaron por delante de la fachada. La casa era mucho más grande de lo que parecía desde la carretera. Tenía impactos de bala en varios sitios, sobre todo en torno a los marcos de las ventanas. Bajo el porche de la entrada, el suelo estaba cubierto de balas ya usadas. A Hawse le pareció que en su mayoría eran de 7,62x39 de AK-47, y SKS. La puerta mosquitera estaba cerca de la principal, arrancada de los goznes, cubierta de mugre. Sobre la puerta había un cartel que rezaba:
«MI PÓLIZA DE SEGUROS ES UNA BROWNING M1911».
—Tengo la impresión de que habrían necesitado una póliza con más prestaciones —dijo Hawse.
—Pues sí, la verdad es que sí.
Hawse agarró el pomo y lo hizo girar. La puerta no estaba cerrada con llave. Se detuvo unos instantes y escuchó.
Nada.
Hawse abrió con el pomo y empujó la puerta hacia dentro. Atisbó algo, un pequeño alambre, en el mismo momento en el que la puerta se abría.
Sonó un chasquido familiar. Los dos hombres saltaron instintivamente del porche y se arrojaron al suelo, y se cubrieron los oídos antes de la explosión.
Una bomba trampa.
El suelo se hallaba sesenta centímetros más abajo del plano en el que tuvo lugar la detonación de la bomba. Disco se hizo tan sólo algunos rasguños con las astillas del porche dañado. En cuanto dejaron de resonarles los oídos, ambos oyeron los gimoteos. Los sonidos provenían de detrás de la casa. Debía de haberlos a docenas, tal vez a centenares.
Hawse y Disco se marcharon en dirección al Hotel 23, perseguidos por una respetable horda de no muertos. A duras penas lograron escapar de las criaturas y del sol.
La tercera salida tuvo lugar como consecuencia de una orden que recibieron del portaaviones y les obligaba a desplazarse en vehículo. Doc y Disco tenían que conseguir el vehículo y encontrarse con otro equipo para recoger suministros e intercambiar información. Dicho equipo estaba estacionado en la isla de Galveston, ciento cuarenta kilómetros al este del Hotel 23. Los dos equipos se repartirían la distancia y se encontrarían a medianoche, en un puente sobre el río Brazos que formaba parte de una carretera provincial. Unos y otros tenían que llevar explosivos de gran potencia a modo de precaución, por si se encontraban con que tenían que enfrentarse a una gran masa de no muertos. Si un enjambre perseguía a cualquiera de los dos equipos, colocarían los explosivos en el puente y se refugiarían en la orilla segura.
Durante la noche en que tenía que realizarse la misión, Doc y Disco comprobaron una y otra vez que el equipo que llevaban estuviera en buenas condiciones. Tenían una batería de coche cargada hasta el límite. Les iba a pesar, pero sería esencial para poner en marcha un vehículo que hubiera pasado mucho tiempo sin funcionar. También llevaban siete litros de combustible estabilizado que Hawse había conseguido en el curso de su misión anterior.
Recorrer setenta kilómetros a pie habría sido un suicidio; no les cabía ninguna duda de que era indispensable disponer de un vehículo. Sólo había un tipo de máquina que pudiera proporcionarles la velocidad y energía que necesitaban tan sólo con siete litros de combustible: una moto.
Ambos se despidieron de Billy y de Hawse y cerraron la compuerta a sus espaldas. Anduvieron hacia el este por la carretera más cercana, con los ojos bien abiertos en busca de posibles vehículos. Como trataban de caminar a buen ritmo, el peso de la batería y del combustible les destrozaba la espalda. Los anteojos de visión nocturna tenían baterías nuevas y las estrellas alumbraban muy bien la fría noche de diciembre.
La primera opción que encontraron parecía muy válida. Una Kawasaki KLR 650 de color negro aparcada entre dos coches con el pie de apoyo. Al no haber movimiento de muertos en el área cercana, estuvieron de acuerdo en tratar de arrancar la moto. Doc iba por delante con la carabina en alto y ajustaba la luz de la mira a los anteojos de visión nocturna. Los neumáticos de la moto estaban bajos. Los hombres modificaron la bomba de aire de doce voltios con pinzas cocodrilo para poder conectarla directamente a la batería de coche que habían traído. Tendría sus inconvenientes, porque la bomba de aire alimentada por la batería iba a hacer muchísimo ruido.
No tenía ningún sentido hinchar los neumáticos si el motor no iba a arrancar. Controlaron el aceite por medio de la ventanilla en el lado derecho de la máquina. Debía de ser vieja, pero funcionaría. Las llaves no estaban puestas, pero las motos de ese tipo no tenían sistemas de ignición muy complicados. Disco logró derrotar a la ignición y al casquete de gas con el cuchillo multiusos y algo de ingenio. Se confirmó que la batería de la moto estaba muerta. Doc no se sorprendió. Había sido motorista, y en esos tiempos, cada vez que regresaba de una salida, había tenido que cargar la maldita batería, incluso después de las expediciones más breves de noventa días.
Disco metió la mano bajo el faro y cortó los cables para que no se encendiera. Hizo lo mismo con las luces de freno y los intermitentes, porque no habría sido extraño que se activaran por accidente al funcionar la moto. Echaron un litro de combustible en el depósito y le dieron sacudidas a la máquina para que la gasolina buena se mezclara con la que hubiera podido quedar de antes. Disco miró dentro del depósito y vio que estaba lleno hasta la mitad. En algún momento de la noche iban a necesitar más. Examinó el interruptor del depósito para asegurarse de que estuviera abierto.
Arrancaron los paneles de plástico que cubrían ambos lados y dejaron al descubierto la batería averiada, y así pudieron colocarle rápidamente las pinzas cocodrilo de la que llevaban con la carga a punto. La moto tenía cebador, y Doc, por lo que pudiera suceder, tiró de la palanca; sería inevitable después de tanto tiempo a la intemperie. Decidieron hinchar los neumáticos y activar el motor al mismo tiempo. Tanto lo uno como lo otro iban a hacer ruido, así que les convenía ahorrar tiempo. Antes de empezar, Disco se puso al frente e inició la guardia…; ahora sí que iban a atraer a indeseables. Los neumáticos no estaban completamente deshinchados, pero iban a necesitar mucho aire para sostener el peso de los dos y mantener la estabilidad de la moto.
—Bueno, Disco, vamos allá —dijo Doc en voz baja, y sujetó las pinzas de la batería cargada a la moto muerta. «No reacciona», pensó Doc. Entonces se acordó… «Tengo que pulsar el botón del estárter». Lo apretó y el motor se encendió, pero no llegó a arrancar. Repitió la operación durante un par de minutos, al tiempo que ajustaba la palanca del cebador. Entre intentos, logró también hinchar los neumáticos.
El motor empezaba a reaccionar. Doc no se sobresaltó por el repentino sonido de la carabina silenciada de Disco. Los muertos andaban cerca. El motor, por fin, se encendió del todo, y así Doc sacó las pinzas y metió la batería en el cesto lateral de la moto. Los muertos aún estaban cegados por la oscuridad y se guiaban por la carabina de Disco. Qué no habría dado Doc por tener un buen paquete de petardos Black Cat para arrojarlo a la carretera. Ajustó la palanca del cebador y la moto empezó a toser, pero no tardó en adaptarse a la nueva situación y a rugir pletórica de salud.
—¡Ponla en marcha, capullo! —le dijo Doc a Disco.
No parecía que a Disco le importase; se preocupaba más por la turba que se les acercaba. Cuando la carretera empezaba ya a llenarse, salieron disparados hacia delante. Doc le gritó a Disco que repasara las instrucciones que había memorizado. Tenían que recorrer setenta kilómetros y había un punto en el camino donde podían detenerse a repostar.
La carretera estaba como habían esperado: cubierta de escombros, coches abandonados y no muertos. Tenían que ir a, por lo menos, cincuenta kilómetros por hora, ya que, si no, los muertos que estaban más adelante tendrían tiempo de concentrarse frente a ellos. A lo largo del camino, descubrieron los detalles de la desesperación. Todoterrenos que habían tratado de esquivar los atascos de tráfico y habían quedado atrapados en las medianas; coches volcados, abrasados y llenos de no muertos. Ambulancias que se habían quedado quietas con las puertas abiertas y no muertos sujetos con correas a las camillas. Baches grandes que nadie había reparado y que también era un peligro para los viajeros. Si hubieran hecho el camino en bicicleta deportiva, se habrían caído ya en uno de los numerosos agujeros de la carretera, que podían llegar a treinta centímetros de profundidad.
En lo alto de una colina, vieron un camión cisterna para combustible tumbado a noventa grados, con los neumáticos casi vacíos. Tenía orificios de bala en la cabina, pero la cisterna parecía intacta.
Doc se quedó en la moto y la mantuvo en marcha. Si bajaban el pie de apoyo, el motor se pararía automáticamente, y Doc no se fiaba de la batería. No merecía la pena el riesgo.
—Disco, dale unos golpes a esa cisterna y averigua si le queda combustible. Yo te cubro.
Doc logró que la moto se quedara en punto muerto, una tarea difícil mientras el motor funcionara, y activó un indicador de color verde y brillante. Por un momento, la luz le ardió en los anteojos de visión nocturna. Doc se protegió de la luz con el guante mientras Disco examinaba el camión cisterna.
—¡Eh, tío, aquí dentro hay gasolina!
—Estupendo, ¿a qué esperas, entonces?
Disco empezó con el proceso de extracción. Ojalá que el combustible de la cisterna no estuviera estropeado. La moto no tenía indicador para el depósito, así que tuvieron que hacerlo a ciegas. Doc empuñó la palanca de reserva para evitar que se moviera. No quería sustos.
Disco utilizó un trozo de manguera que había cortado del remolque para sacar gasolina por la válvula de la cisterna. Llenó la lata de gasolina, la utilizó a su vez para llenar el depósito de la moto, y volvió a llenar la lata. Las marcas del camión cisterna no decían si el combustible estaba mezclado con aditivos de etanol, que habrían sido importantes para su conservación. Disco cerró la válvula y le aconsejó a Doc que marcara aquella ubicación en el mapa. Algo más aliviados y sin tener que preocuparse ya por el combustible, pusieron de nuevo en marcha el cuentakilómetros y reanudaron el camino en dirección al puente que los iba a llevar a la isla de Galveston.