Fuerza Expedicionaria Clepsidra —Hawaii.
La lancha llegó a las arenas de Oahu a una velocidad de veinte nudos y los operativos que viajaban en la pequeña embarcación se llevaron una buena sacudida. Rico se enjugó la espuma que se le habían metido en el capuchón y en los anteojos de visión nocturna, y empezó a disparar. Otras carabinas silenciadas siguieron su ejemplo. La visión distorsionada por el capuchón no les permitía disparar bien, pero los no muertos no notaban la diferencia y se desplomaban sobre la arena, y la espuma los cubría.
Se abrieron camino hacia el interior. Se valían de la oscuridad para esquivar a muchas de las criaturas. Empleaban armas de rayos láser infrarrojos para localizar a sus víctimas y para no disparar dos veces contra la misma criatura. Los hombres mataban sistemáticamente, por grupos. El Rojillo recargaba las armas siempre que podía.
Anduvieron con gran esfuerzo hacia el interior y encontraron por el camino los restos de una gran embarcación de vela, víctima de un tsunami o de una ola traicionera. Criaturas muy descompuestas colgaban de sus puertas, escotillas y jarcias rotas. Siguieron adelante.
La aeronave no tripulada que se hallaba en lo alto les informó de que no había hordas al otro lado de la embarcación pero que, de todos modos, la concentración de no muertos en el lugar era elevada. No poseía la misma eficacia que un Predator, pero tendría que bastarles. Aun cuando hubieran contado con uno, habrían necesitado un equipo de personas muy numeroso, así como un aeródromo de verdad, para proceder a su lanzamiento y ulterior recuperación. Desde luego que no habrían tenido suficiente con el escaso espacio de popa de un submarino nuclear de ataque rápido. El Scan Eagle volaba bajo y los hombres oían el reconfortante murmullo de su pequeño motor. También lo oirían los no muertos.
Griff indicó la dirección:
—Uno-cinco-uno grados hacia el objetivo. Catorce kilómetros y medio.
—Recibido, Griff, encárgate de mantenernos en ruta —dijo Rex.
Les llegó otra transmisión…; oyeron la voz de Kil.
—El Scan Eagle os ha encontrado a un kilómetro y medio de la costa. Alta densidad a lo largo de otros tres kilómetros hasta que hayáis dejado atrás el cinturón de criaturas. Tan sólo vemos cuatro etiquetas luminosas. ¿Alguno de vosotros lleva la etiqueta cubierta?
Rex detuvo al grupo y éste adoptó instintivamente una formación de defensa en la que todos los operativos miraban hacia fuera, unos a espaldas de otros, para proteger al miembro más valioso del equipo: el Rojillo.
—Bueno, muchachos, ya habéis oído lo que dicen desde el submarino. Comprobad que la etiqueta luminosa esté bien. Tienen que vernos para poder avisarnos de las amenazas.
Los cinco hombres apagaron los infrarrojos de sus respectivas armas y una luz verde inundó sus anteojos de visión nocturna. Buscaron la tira de cinta de 2,5x2,5 centímetros que reflejaba los infrarrojos y delataba su posición a la aeronave no tripulada que se hallaba en lo alto.
—Mierda, era yo. Lo siento. —Huck arrancó el velcro con la bandera estadounidense estampada que le cerraba la manga del traje protector y dejó al descubierto la etiqueta luminosa que le había quedado debajo.
—Esto es el karma por lo mamón que eres, tío —le respondió Rico, que no perdía ni una sola oportunidad de humillar a Huck.
—Virginia, ¿a cuántos veis ahora? —preguntó Rex por la radio.
—Vamos bien, ahora ya os vemos a los cinco. Cambio… Atención, os recomiendo que caminéis en dirección uno-ocho-cero hasta que hayáis recorrido otro kilómetro. Grupo muy numeroso más adelante, uno-cinco-cero, a trescientos metros de vuestra posición.
—Recibido, los esquivaremos —contestó Rex.
Los hombres se desviaron más hacia el sur para evitar a la masa de no muertos. Rex le echó una ojeada al sensor de radiación portátil que llevaba en el cinturón. Los niveles eran altos, pero no superaban la capacidad protectora de sus trajes. Kunia estaba a menos de dieciséis kilómetros isla adentro y, de acuerdo con los modelos que reproducían la explosión, se hallaban dentro de los parámetros de supervivencia, siempre que los trajes no se deteriorasen.
Ojalá no sucediera tal cosa.
—Tangos a treinta metros, disparad —dijo Rico a los demás. Rex disparó un cartucho y derribó a un niño no muerto. Se obligó a sí mismo a expulsar aquel fragmento de horror de su cerebro para poder matar al que venía después.
«Clic».
«La jodida alimentación doble», pensó. Rex soltó el cargador, abrió el cerrojo de un tirón y metió los dedos por el brocal del cargador. Lo manoseó sin quitarse los guantes antirradiación, hasta que por fin logró que los dos cartuchos estropeados saltaran al suelo. Rex metió otro cargador justo antes de que Rico disparase y arrojara trozos de carne radiactiva contra el capuchón del propio Rex. Éste le hizo un gesto con la cabeza a Rico mientras se limpiaba la máscara. «Mejor pringado que muerto».
El peso de las municiones que llevaban en la mochila, por sí solo, era abrumador, pero disminuyó en cuestión de minutos a medida que se sucedían los atroces tiroteos y las retiradas tácticas. El mismo motivo se repitió y repitió durante la mayor parte de la noche. Avanzaron durante horas por el cálido y accidentado terreno de Hawaii y mataron cuando no les quedó otro remedio, mientras que en la mayor parte de los casos dieron rodeos.
A medianoche, llegaron a la recta final de los casi dieciséis kilómetros de marcha hasta los túneles. Solamente la velocidad y capacidad de maniobra de sus carabinas cortas y silenciadas los salvaron de morir descuartizados. El apoyo de la aeronave no tripulada también debió de salvarles la vida en media docena de ocasiones durante el camino. Rex se maravilló de la velocidad y ferocidad de las criaturas, y se estremeció ante cada uno de los ataques a la carrera que intentaron contra el equipo. Abrumados por la fatiga y sudorosos bajo los atuendos protectores, llegaron por fin a Kunia.
El aparcamiento del túnel estaba tan abarrotado como habría podido estarlo en un día normal de trabajo. Otra de las reliquias de un mundo muerto. Los coches, cubiertos de polvo, reposaban en posiciones varias sobre la superficie pavimentada del aparcamiento. Algunos de ellos se habían quemado por completo hacía tiempo. El intenso calor había fundido la pintura y la goma y había agrietado los cristales de los coches vecinos. En todo el aparcamiento casi no había no muertos, salvo por unos pocos extraviados que daban vueltas por las escaleras que conducían a la cueva.
El equipo formó cerca de uno de los peñascos que marcaban los límites del aparcamiento y se preparó para lanzar un asalto contra el túnel.
—Bueno, Rojillo, empecemos de nuevo —pidió Rex.
—Sí, señor. Esas puertas que se encuentran en lo alto de las escaleras dan paso a un túnel de cuatrocientos metros que va por el interior de la colina. Al final del túnel hay un control de acceso a la derecha. Tendremos que buscar una manera de pasarlo; son unas puertas que van desde el techo hasta el suelo. Si la electricidad aún funcionara, mi insignia de agente de Inteligencia las abriría. En cuanto hayamos logrado pasar las puertas, encontraremos a un lado los generadores, y al otro nuestro objetivo. En resumen: cuatrocientos metros de túnel, giramos a la derecha, giramos a la izquierda. El lugar que buscamos está a la izquierda. Los generadores están al otro extremo, a la derecha.
Consultaron los mapas dibujados a mano y compararon las ubicaciones del objetivo. Todos ellos tenían copias plastificadas que les habían proporcionado a bordo del Virginia. Un disparo con silenciador interrumpió el silencio…; había sido el Rojillo.
Una criatura se desplomó estrepitosamente unos pocos metros más allá de un coche aparcado.
La radio crepitó con el tono de sincronización de un mensaje encriptado del Virginia:
—Clepsidra, esto es un aviso, hemos visto movimiento frente a las puertas. Un pequeño flujo de criaturas, unas cincuenta, agitándose. Si se acercan peligrosamente, informaremos. Responded antes de entrar en el túnel, vamos a perder toda posibilidad de comunicarnos una vez estéis dentro.
—Recibido, Virginia —contestó Rex—. Rojillo, vamos a entrar ahora mismo en el túnel. Camina siempre entre nosotros y, por el amor de Dios, no se te ocurra morirte. Si te mueres, Larsen nos hará papilla a nosotros.
—Sí, señor.
Los hombres ascendieron por la larga escalera que conducía hasta el puesto de guardia. Mientras subían, encontraron cuerpos sobre los escalones. Los había que aún se retorcían, mutilados. El géiger emitía una alarma muy leve. Los escalones estaban forrados de metal y probablemente éste había absorbido grandes cantidades de radiación cuando la bomba estalló en Honolulu. Los cinco corrieron a gran velocidad escaleras arriba para escapar de la radiactividad que les corroía los trajes.
Al llegar a lo alto, el Rojillo señaló a pocos metros de distancia una garita que se hallaba enfrente de las puertas del túnel.
—Ése es el puesto de guardia.
Un centinela no muerto se encontraba en el interior, con el rifle de asalto cruzado todavía sobre el pecho. Hacía tiempo que los labios se le habían podrido hasta desaparecer. Parecía que sonriera a los hombres que se encontraban al otro lado del cristal antibalas, pero se trataba tan sólo de una ilusión; la criatura no veía nada ni tenía noticia alguna de su presencia. A duras penas podían ellos ver a la criatura a través de la capa de residuos de carne podrida que cubría la ventana del puesto de guardia. El calor hawaiano había cocido a fuego lento a la criatura durante aquellos meses.
—Insignias de agente de Inteligencia visitante. En esa esquina de allí hay un montón. Las insignias de visitante otorgaban pleno acceso y dudo que cambiaran los códigos de cuatro dígitos que empleaban. Yo me encargaba de acompañar a los VIP por las instalaciones. Senadores, almirantes, generales…, todo el mundo. Os llevaríais una sorpresa si supierais cuántos de ellos eran incapaces de abrir las puertas de seguridad y tenían que darme a mí los códigos de visitante y las insignias para que los ayudara a entrar y salir. Las insignias con número par empleaban el código 1952 y las impares el 1949. No me cabe ninguna duda de que el interior se habrá quedado sin electricidad, pero no estaría mal que nos lleváramos alguna, porque así, cuando logremos restablecer en cierta medida el flujo eléctrico, nos servirán para mantener abiertas las puertas de seguridad.
—De acuerdo. Rico, mata al guardia y saca esas insignias.
Rico asintió y dio una ruidosa patada en la puerta. Ésta no se movió, pero la criatura sí reaccionó, y golpeó la puerta a su vez. El sonido de la carne podrida contra la puerta le dio arcadas al Rojillo, quien dobló el cuerpo, pero no llegó a vomitar.
—¿Saco la llave maestra? —preguntó Rico.
—Todavía no. Rojillo, ¿cómo vamos a abrir las puertas de la cueva?
—Espera un segundo —dijo el Rojillo entre arcada y arcada—. Allí, cerca de la puerta, hay un acceso manual que se abre con manivela. Hay un candado que lo cierra. La llave y la manivela están dentro del puesto de guardia.
—Joder, ¿estás seguro? —dijo Rex con la voz cargada de tensión.
—Sí, señor, estoy seguro. Monté guardia aquí cuando era novato. Están en el suelo, debajo del escritorio. Tenía que comprobar dónde estaban cuando hacíamos simulaciones de fallo eléctrico.
—¡Rico, la llave maestra! —exclamó Rex.
—¡Todo el mundo atrás, listos para actuar! —Rico sacó una escopeta Remington de cañones recortados de la funda de cuero que llevaba a la espalda y le levantó el seguro. Siempre tenía un cartucho a punto. Tiró del gatillo e hizo astillas la puerta de madera de la garita justo al lado del cerrojo. En el lugar donde había estado el picaporte quedó tan sólo un agujero. Rico dio otra patada muy fuerte en la puerta.
Se abrió hacia adentro y derribó a la criatura al suelo, de bruces. Esta trató de levantarse, pero Rico sacó el machete que llevaba en el cinturón y lo clavó por detrás de su cráneo blando y medio podrido. Tuvo buen cuidado de no emplear demasiada fuerza, porque tenía miedo de dañar la punta del arma si llegaba a salir por la frente y golpeaba el suelo de hormigón. Inmovilizó el cráneo con la suela de la bota, le arrancó el machete y lo secó en el asiento de la garita. Si no hubieran llevado los trajes puestos, el olor habría sido tremendo.
—¡A ver, aquí tenemos cinco insignias, pero ninguna manivela! —gritó Rico en la puerta. Sabía que no tenía ningún sentido permanecer en silencio después del disparo con la escopeta.
Huck apartó la mirada del sector que cubría y se arriesgó a echar una ojeada escalera abajo.
—Rex, vienen por nosotros, tío, están al pie de la escalera —dijo sin alterarse.
Rex corrió al puesto de guardia para ayudar a Rico a buscar la manivela.
—Agárralas, Rico. Tenemos que marcharnos de aquí. Ya suben por las escaleras.
Rico y Rex salieron corriendo de la garita y miraron al Rojillo, con rabia en los ojos.
—¿Qué coño significa esto, Rojillo?
—¡No lo sé, estaba allí! —dijo el Rojillo, nervioso, al tiempo que se ajustaba los anteojos de visión nocturna y miraba en derredor.
Griff estaba en lo alto de las escaleras, con el arma a punto, y apuntaba a las criaturas que subían. Vigiló mientras los demás corrían a la puerta y trataban de abrirla con los dedos…; la puerta era de acero y medía cinco metros de altura.
El Rojillo corrió hasta el otro extremo de la enorme puerta y se dio un golpe muy fuerte en la pantorrilla.
—¡Mierda! Me he hecho daño —gritó, y miró hacia el suelo—. ¡Está aquí!
La manivela se había quedado puesta en el panel hidráulico. El Rojillo la hizo girar todo lo rápido que pudo; la puerta crujió y chirrió. A cada giro completo de manivela se abría un cuarto de centímetro; aquello iba a ser muy lento. Trocitos de herrumbre saltaban de los goznes de la gigantesca puerta a medida que los batientes, poco a poco, entre crujidos, se abrían hacia ambos lados.
Griff gritó de nuevo al grupo desde lo alto de las escaleras, pocos metros más allá.
—¡Voy a disparar, son demasiados! ¡Treinta segundos!
Era todo lo que les quedaba antes de que se desatara el infierno y los no muertos empezaran a subir por las escaleras para hacerlos pedazos. Había tan sólo quince metros desde lo alto de las escaleras hasta las puertas que el Rojillo, febrilmente, trataba de abrir. El resquicio ya tenía varios centímetros de anchura. Griff disparaba sin cesar y amontonaba cadáveres sobre los escalones. Con disparos quirúrgicos, neutralizaba a las criaturas que sabía que caerían en la dirección más adecuada para bloquear a las que venían después, y así ganaba tiempo.
El Rojillo le dio vueltas a la manivela hasta que los músculos le fallaron.
—Mis brazos ya no pueden más…, que alguien me sustituya.
Huck le sustituyó en la manivela y la hizo girar con pánico por su vida. El resquicio era ya de unos treinta centímetros.
Griff gritó de nuevo:
—¡Rojillo, ven aquí, coño, y ponte a disparar!
—¡Disparando! —respondió el Rojillo, en un intento por imitar la brevedad con que les había oído comunicarse de camino hacia la cueva.
—¡Mucho cuidado, Rojillo, y retrocede si los tienes a menos de tres metros! —le recordó Rex, al tiempo que cubría a Huck.
El Rojillo y Griff dispararon con las carabinas silenciadas. Algunos de los cartuchos pasaron a través de las criaturas y rebotaron en los escalones de hormigón, y dieron contra el techo de metal y los coches aparcados. Las criaturas prosiguieron con su implacable marcha escaleras arriba.
Los no muertos se acercaron tanto que Rex vio que Griff los embestía con el cañón de su arma y los empujaba hacia atrás. El silenciador se había calentado tanto con la expulsión de gases que la carne de la criatura crepitó con el contacto antes de que Griff tirase del gatillo. Una lluvia de sesos roció los escalones que se encontraban más abajo y el cuerpo del monstruo derribó a varios otros por las escaleras del infierno. De no ser por la oscuridad, todos ellos habrían muerto. Tanta era la rapidez de las criaturas.
—Dos pasos hacia atrás, Rojillo. Están avanzando.
El Rojillo obedeció, pero no dejó de disparar.
—Ya se ha abierto lo suficiente —dijo Rex desde cerca de la puerta—. ¡Todo el mundo adentro!
El Rojillo y Griff caminaron hacia atrás y dispararon hasta llegar a la puerta. Uno tras otro, se quitaron las mochilas y las arrojaron por el resquicio. Rex había despejado el área que se encontraba inmediatamente después de las puertas, pero no tenía ni idea de lo que podía acechar más allá en el interior del túnel. Como tan sólo contaban con la luz de luna y los anteojos de visión nocturna, más allá de quince metros únicamente veían un color verde oscuro. No tenía tiempo para encender los infrarrojos de la mira del arma y descubrir lo que pudiera esconderse en la oscuridad.
El Rojillo estrujó el cuerpo para pasar entre las puertas y acceder a la cueva. El interior olía a muerte y a moho. Pensó que tal vez hubiese criaturas en la cercanía.
—Ahora que estamos al otro lado, ¿cómo vamos a cerrar las puertas?
Los muertos se habían puesto a chillar.
Los cinco se encontraban ya en el túnel, la puerta se había quedado inmovilizada con una abertura de cuarenta y cinco centímetros. Rex miró al otro lado y vio dar vueltas a las criaturas. El puesto de guardia ya estaba abarrotado y Rex sabía que no tardarían en meterse por la entrada de la cueva.
—¿Alguien tiene alguna idea? —preguntó Rex.
La radio crepitó.
—Clepsidra, Scan Eagle nos indica que un enjambre se mueve por vuestra zona. Parece que las criaturas empiezan a concentrarse en vuestra posición —dijo una voz desconocida por la red.
—Recibido —dijo Rex con cara de exasperación—. No me jodas.
Rico empezó a disparar con la carabina contra las criaturas que se hallaban al otro lado de las puertas. Éstas empezaban a sentir curiosidad. Como la puerta había quedado abierta en un ángulo desafortunado, tenía que sacar por completo el torso para controlar los disparos.
Al mirar por el túnel con los infrarrojos, Huck descubrió un colchón con almohada incorporada, apoyado en la pared sobre un somier.
—Rex, échame una mano con esto.
Trabaron el colchón en posición vertical dentro del resquicio de cuarenta y cinco centímetros en el mismo momento en el que una criatura trataba de meter la cabeza. Encajaba bien, pero no era más que una solución temporal.
—Tendremos que apuntalarlo con toda la mierda que tengamos a mano para que no puedan empujarlo —dijo Rex a los demás.
Se desplegaron todos en el área inmediata y buscaron escombros o cualquier tipo de material que pudiera emplearse para montar una barricada tras la puerta. El Rojillo empezó a adentrarse en el túnel.
—No te vayas muy lejos, Rojillo…, el viejo me ha ordenado que no te pierda de vista —dijo Rex.
—Sí, señor, desde luego. Veo algo más adelante.
Un cochecito de golf. Rex siguió al Rojillo para verlo más de cerca. El cochecito funcionaba con baterías y se había empleado para transportar a los VIP de un extremo a otro del largo túnel subterráneo. Estaba marcado con un cartel separable que mostraba un fondo azul y cuatro estrellas blancas.
—Parece que el último que viajó con esto tenía cuatro estrellas. Vamos a empujarlo hasta la puerta —propuso Rex, al tiempo que pisaba el pedal y quitaba el freno.
Actuaron con rapidez y empujaron el cochecito entre los dos hasta llegar a la entrada. Los cinco hombres gruñeron al unísono, levantaron el vehículo y lo colocaron paralelo a la puerta. Lo pusieron justo detrás del colchón que frenaba el torrente de no muertos. Rex volvió a echarle el freno para inmovilizarlo allí. Se oía el retumbar de puños huesudos contra la puerta. Los hombres formaron un círculo para poner en orden sus ideas.
—Virginia, aquí Clepsidra. Estamos dentro…, no perdáis de vista la puerta. Si los veis entrar, pegadnos un grito. Uno de nosotros se va a quedar cerca de la puerta para mantener la comunicación —transmitió Rex.
La respuesta les llegó algo débil, pero comprensible.
—Recibido, Clepsidra. Estoy en ello. —Esta vez era la voz de Kil; Rex no puso cara de exasperación.
El mismo hecho de que hubieran logrado llegar a la cueva era notable de por sí. Estaban allí, y un colchón y un cochecito de golf eran lo único que los separaba de una no muerte segura, en una isla devastada y radiactiva, dentro de una instalación de alto secreto que había dejado de funcionar. Un día sencillo.
Kil estaba en la sala de control y ordenó a los pilotos de la aeronave no tripulada que ajustaran su órbita sobre la puerta de la cueva, como se les había pedido. Uno de los hombres se tomó mal la orden y Kil tuvo que disciplinarle con la amenaza de mandarlo a él en persona a la entrada de la cueva para montar guardia. Kil estaba nervioso por la situación que podía darse sobre el terreno a dieciséis kilómetros de allí, pero tuvo buen cuidado de transmitir confianza por la radio. Había leído libros acerca de la misión del Apolo XIII y se acordaba de lo importante que había sido para la central mantener la calma en las conversaciones con los astronautas. Aunque no corriera peligro en el submarino, aún comprendía la necesidad de transmitir confianza a quienes la necesitaban.
Pasaron quince minutos antes de que Kil les mandara una actualización.
—Clepsidra, las criaturas no se concentran en la puerta. Por ahora, no se producen incrementos en actividad ni en intensidad.
—Recibido, Kil, nos viene bien saberlo. Gracias por montar guardia —dijo Rex, y por un instante permitió que la disciplina en las comunicaciones se relajara—. Griff, tú te vas a quedar cerca de la puerta y nos retransmitirás cualquier mensaje que recibas por radio. En cuanto nos hayamos adentrado en el túnel, no podremos mantener la conexión con el Virginia.
Griff asintió para expresar su acuerdo.
—Yo voy delante. Rojillo, tú te vas a quedar entre Rico y yo. Huck, tú irás pegado al Rojillo. Rico, tú irás detrás. —En cuanto estuvo seguro de que todo el mundo lo había comprendido, Rex inició su avance—. Que tengas suerte, Griff.
—Vosotros también —respondió Griff sin mirar atrás, atento tan sólo a la puerta y a los no muertos del otro lado.
Las criaturas habían chillado desde que el grupo entró en el túnel. Los hombres hacían todo lo posible por no enterarse del sonido. No había manera de acostumbrarse. Mientras avanzaban por el túnel, el Rojillo se acordó del tiempo en el que había estado destinado en aquella cueva.
Ambas paredes estaban cubiertas de dibujos, obra del personal militar destinado allí a lo largo de los años. Uno de los murales representaba a un esqueleto con uniforme de marine sentado en una silla, con los auriculares puestos, enfrente de un aparato de radio. Parecía que escuchara una desconocida retransmisión. Los cuatrocientos metros de murales proporcionaban una extraña representación visual de lo que en términos poco rigurosos habría podido llamarse la historia de aquellas instalaciones. Algunos de los detalles que aparecían en los dibujos tan sólo los podía entender un ex agente como el Rojillo. Otras de las representaciones gráficas aludían a operaciones de alto secreto que habían tenido lugar allí. El Rojillo se sonreía cada vez que el equipo pasaba frente a obras de arte a las que él mismo había contribuido antes de que lo enviaran a su siguiente destino.
—Ya estamos a la mitad del túnel —les dijo el Rojillo a los demás.
—¡Chssst! Oigo algo más adelante —susurró Huck.
Los hombres empuñaron las armas por lo que pudiera suceder.
—Rojillo, quédate ahí atrás con Huck. Rico, tú vienes conmigo. Rex y Rico se adelantaron unos metros.
La ligera curvatura del túnel se transformó en línea recta y dejó a la vista la barricada donde había tenido lugar el último acto de resistencia. Había allí docenas de criaturas, la mayoría en hibernación, de pie a ambos lados de la improvisada barrera. Unos pocos no muertos caminaban a su alrededor, porque los ruidos procedentes de la entrada de la cueva los habían despertado.
—Son demasiados, no podremos con ellos… Se despertarán en cualquier momento y se nos follarán —dijo Rico.
—Sí, mejor que regresemos con los otros —dijo Rex.
Ambos volvieron con los demás y les explicaron lo que acababan de ver.
—Bueno, vamos a necesitar a todo el mundo. Debe de haber unos cincuenta dormidos junto a una barricada, unos noventa metros más adelante. Algunos se están despertando.
Un gran estrépito en la oscuridad interrumpió el silencio. Una de las criaturas debía de haber tropezado con un objeto cercano a la barricada.
—Vamos por ellos. Primero los que caminan, y luego los durmientes. Rojillo, no quiero que te acerques a las criaturas. Si nos embisten, tú te marchas corriendo por el túnel hasta donde está Griff, ¿de acuerdo?
—Sí…, no sé. Yo también llevo una arma, ¿sabes? —Estaba claro que la orden de huir le había herido el ego.
—Sí, tú también llevas una arma, pero aquí no hay nadie más que sepa chino —dijo Rex—. ¿Qué pasará si te infectan y nos vemos obligados a matarte? ¿Se te ha ocurrido lo que nos podría pasar si no podemos comunicarnos con los chinos cuando entremos en sus aguas? ¿Y si una parte del Estado Mayor y del gobierno chino ha sobrevivido y no podemos decirles que venimos en paz? ¿Un submarino contra la Flota del Mar del Norte de China? ¿Te lo imaginas? —Aunque los anteojos y el capuchón ocultaran las pupilas del Rojillo, su lenguaje corporal fue suficiente para que Rex viera que lo había entendido.
Rex tomó una lectura con el géiger y les dijo que podían quitarse el capuchón protector mientras les exponía el plan.
—Esto es lo que vamos a hacer. Nos acercaremos lo suficiente como para empezar a disparar contra los que están activos. Luego iremos por los durmientes. Que nadie dispare antes que yo, excepto en defensa propia. Los disparos de estas carabinas van a resonar con fuerza en el túnel, por mucho silenciador que lleven. Tienes que estar preparado para aguantarlo, Rojillo.
El Rojillo asintió con la cabeza.
—Bueno, vamos allá.
Los cuatro avanzaron por el túnel hasta que Rex levantó el puño para indicarles que se detuvieran. El propio Rex empuñó el arma y disparó, y así dio la señal para que todos los demás empezaran a abatir a los no muertos.
Al principio dispararon a las criaturas activas y erraron algunos tiros; las balas arrancaron chispas a las paredes de hormigón y despertaron a los durmientes. Toda el área que circundaba la barricada se llenó de movimiento, con lo que se hizo más difícil disparar. El túnel distorsionaba el sonido y hacía que las criaturas se marcharan en todas las direcciones. Algunos de los no muertos caminaron hacia el grupo, pero a esos los destruyeron en seguida. El equipo logró abatirlos a todos ellos, salvo a unos pocos rezagados que se quedaron al otro lado de la barricada.
La radio crepitó:
—Eh, tíos, la situación que tenemos aquí se degrada rápidamente —dijo Griff, mientras sus compañeros liquidaban a las criaturas que se encontraban al otro lado de la barricada—. El Virginia dice que se están concentrando a la entrada de la cueva y yo me lo creo. Las puertas empiezan a combarse.
—¡Defiende tu puta posición! —le dijo Rex por radio a Griff.
Los cuatro saltaron sobre la barricada y abatieron a tiros a otras dos criaturas antes de avanzar hasta el control de acceso. Al no haber corriente eléctrica, las insignias no les valdrían para acceder a las zonas reservadas de la cueva.
Rex creyó oír la acción silenciada de la carabina de Griff, cuatrocientos metros más allá. Parecía que hubiera empezado un enfrentamiento de verdad. Se quitó de la cabeza los problemas de Griff y sacó las ganzúas que habían de permitirle abrir un acceso para discapacitados que, a diferencia de las puertas, funcionaba sin necesidad de energía eléctrica. Como no tenía lubricante en pasta para el cerrojo, sabía que no le iba a resultar fácil.
Un disparo silenciado resonó a cinco metros de distancia.
—¡¿Qué coño haces, Rico?! —exclamó Rex, y dejó caer la ganzúa.
—¡Había uno que aún se movía, tío, se arrastraba por el suelo! ¡He tenido que cargármelo para que no se arrastrara hasta aquí y te pegara un mordisco en el culo!
Rex hizo un gesto con la cabeza para darle las gracias, buscó a tientas la ganzúa y se puso a trabajar de nuevo con el cerrojo. Abrió las pinzas de la navaja suiza que le había dado el ejército, las dobló para convertirlas en llave de torsión y empezó a hacer saltar las clavijas. Se afanó con el cerrojo durante cinco minutos; mientras forcejeaba, caían al suelo gotas de sudor provocado por el esfuerzo de concentración. Al fin, el cerrojo cedió, y Rex se preguntó si lo habría hecho saltar o si de verdad había soltado todas las clavijas. Abrió la puerta y apoyó contra ella un cadáver cercano para que no se cerrara, siempre con cuidado de evitar las mandíbulas inertes de la criatura.
Técnicamente, ya estaban dentro del área reservada de la cueva.
Rex hizo entrar a todo el mundo y dijo por la radio:
—¡Griff, ya estamos dentro! Todos los tangos han caído. ¡Ven corriendo!
No recibieron ninguna respuesta. Rex volvió a retransmitir el mensaje al otro extremo del túnel.
—¿Y si regreso a la puerta para ver lo que ocurre? —propuso el Rojillo.
—El riesgo sería demasiado grande —le espetó Rex—. En cuanto haya cerrado esta puerta de mierda, no correremos ningún peligro. Entre ir y venir, tendrías que recorrer unos ochocientos metros, y entretanto podrían suceder muchas cosas. Podría haber varias docenas de criaturas en las salas de libre acceso. No estaban todas cerradas. —Rex sentía revulsión ante la mera idea de abandonar a Griff a su destino. No era una opción aceptable, especialmente entre agentes de operaciones especiales.
La puerta se cerró con un sonido metálico y los cuatro hombres aguardaron. Tuvieron que pasar diez minutos para que volvieran a recibir una llamada por radio.
—Han logrado entrar y ya casi no me quedan municiones —dijo la voz de Griff—. Si no voy allí y cierro la puerta, vamos a morir todos. Es ahora o nunca, tío, dentro de un momento habrá tantos que ya no podría llegar hasta la manivela. Buena suerte… Corto y cierro.
Rex se quedó inmóvil por unos instantes, consternado por lo que acababa de decirle Griff. Iba a sacrificarse para salvar a los demás.
—Griff… Gracias. Rescate punto bravo, veinticuatro horas, estroboscópico de infrarrojos. Trata de conseguirlo. Buena suerte.
No hubo respuesta.
Entretanto, a bordo del Virginia, Kil estaba muy concentrado con las señales de la aeronave no tripulada Scan Eagle. Había retransmitido advertencias durante los minutos previos a la decisión de Griff de abandonar la cueva y cerrar la puerta por medio de la manivela. Hacía un minuto, había oído el mensaje por radio de Griff a Rex y había observado el rastro infrarrojo de los disparos de su carabina desde las grandes puertas de acero.
Las cámaras de la aeronave no tripulada habían detectado un objeto de poco tamaño que salía disparado por el resquicio entre las puertas de acero e iba a parar entre los no muertos congregados afuera. Unos cuatro segundos más tarde, una explosión, como de granada de fragmentación, sacudió a la manada de criaturas y las dispersó en todas las direcciones. Jirones negruzcos de carne se estrellaron contra las puertas y el puesto de guardia. Inmediatamente después de la conflagración, Griff salió corriendo por el resquicio y se dirigió a la manivela de control manual para cerrar las gigantescas puertas de acero. Kil hizo girar la cámara de la aeronave no tripulada para obtener una panorámica y observó las reacciones de las criaturas ante la explosión. El aparcamiento al pie de las escaleras bullía con el movimiento de los no muertos, polarizados como el hierro por un imán. Todos ellos convergían sobre Griff. Kil obtuvo una nueva panorámica del área donde se hallaba éste y le informó de su situación.
—Griff, son unos cincuenta, unos veinte metros a tus espaldas. Te avisaré cuando estén cerca.
No hubo respuesta.
Aunque Kil no pudiera confirmarlo tan sólo con las imágenes, parecía que Griff prescindía de todo y se había resignado a no tener nada en cuenta, salvo la necesidad de cerrar la puerta. Kil contemplaba las imágenes como si fueran una reposición; había visto ya la película, pero no en el monocromo de las imágenes captadas mediante infrarrojos que aparecían en la pantalla. No, la había presenciado en colores naturales. Nunca terminaba bien. Las criaturas se agitaban, frenéticas. En la oscuridad, no sabían bien dónde se encontraba Griff. Amplió la imagen de la puerta, al mismo tiempo que la aeronave no tripulada modificaba su trayectoria a fin de obtener un buen ángulo. Quedaban quince centímetros de resquicio. Demasiado estrecho para que un no muerto pudiese entrar.
—¡Griff, el peligro se acerca, el peligro se acerca! ¡Déjalo ya! ¡No podrán pasar por el resquicio de ahora! —exclamó Kil.
Griff le dio otro giro completo a la manivela y miró a la puerta. Confirmó lo que le había dicho Kil. Se puso en pie de un salto y sacó el arma de refuerzo, una pistola Glock 34. El rifle se había quedado sin munición y lo había dejado apoyado contra una de las paredes de la cueva. Griff empezó a disparar contra la muchedumbre. Como le quedaba un único cargador, se le ocurrió que podía reservarse un cartucho para acabar con su propia vida.
Había tomado ya una decisión en el momento de meter el cargador nuevo dentro del arma y echarle la corredera. Los oídos le resonaban con los disparos de cartuchos de 9 mm. El último cartucho del último cargador derribó a la amenaza más cercana, pero los que venían detrás eran cientos, tal vez miles. Volvió a enfundar pistola y sacó el arma que llevaba como tercera opción. Empuñó con la diestra un machete de hoja fija, grande, afilado como una navaja, con el mango envuelto en cuerda de paracaídas; con la izquierda, otra granada de fragmentación. Era el seguro de vida de Griff, pagadero en muerte a cualquier no muerto que se hallara a una distancia máxima de quince metros.
Otra de las frenéticas criaturas se le acercó demasiado y percibió a Griff en la oscuridad. Éste trazó con la diestra el arco más largo de que fue capaz y, con un tajo de machete, decapitó a su atacante. Dejó que la cabeza seccionada y el cuerpo cayeran a sus pies. Con la misma mano con la que sujetaba el machete, extrajo la anilla de la granada que sostenía con la mano izquierda y sujetó la palanca en su lugar…: el interruptor de la muerte.
Varios cientos más subieron por la escalera cual cascada invertida. No quedaba ningún sitio a donde huir y, por lo demás, Griff estaba harto de correr.
—Griff, lo siento, tío —dijo Kil por la radio, y contempló el final del combate mediante las imágenes que recibía desde lo alto.
Griff elevó la mirada a los cielos, hizo señas con el machete, y luego se echó a correr, gritó, asestó puñaladas a las cabezas de los no muertos que se le pusieron por delante, como si hubiera querido matar a todas las criaturas de la isla. Kil no vio lo que ocurría bajo el remolino de convulsas extremidades no muertas, pero muchos de ellos cayeron antes de que Griff se cobrara su seguro de vida. En una cegadora explosión de cascotes de granada y vísceras, Griff defendió su posición hasta el final.