A bordo del George Washington.
El Dr. Dennis Bricker se limpió el sudor de la frente con la bata y añadió otro punto al codo del niño. Jan le ayudaba, pues conocía bien al paciente.
—Tienes que ir con más cuidado, Danny. Este barco es peligroso. Podrías haberte partido la cabeza por la mitad.
Danny no quería mirarla a los ojos. Jan había adoptado el rol de tía durante los meses en los que habían sobrevivido juntos en el Hotel 23.
—Lo siento, Jan. Es que me estaba divirtiendo y jugaba a ser un zombie.
—¿A qué dices que jugabas? ¿Cómo se te ha ocurrido? —le preguntó Jan mientras el Dr. Bricker le cosía otro punto a Danny y le arrancaba una mueca de dolor.
—¡Ay! —Danny dio una pequeña sacudida—. Bueno, es que jugamos porque es divertido. Así mis amigos no pasan tanto miedo por la noche. —Bricker le escuchaba y analizaba sus palabras y sus gestos.
—¿Miedo de qué, Danny?
—Miedo de los zombis del barco.
—Danny, cariño… Mira, aquí no hay zombis. Están muy lejos de aquí, en la costa.
Bricker le dio el último punto y dijo:
—Muy bien, jovencito, ya hemos terminado. Ni se te ocurra volver a hacerte daño; como casi no nos queda hilo, la próxima vez te pondré grapas. ¿Lo has entendido?
A Danny se le agrandaron los ojos tan sólo con pensarlo.
—Gracias, Dr. Bricker. Gracias, Jan. ¿Puedo marcharme ya?
—Sí, cariño, ya hemos terminado —dijo Jan con voz tranquilizadora.
Danny saltó de la mesa, volvió a ponerse la camiseta por la cabeza y salió por la puerta. Por el ritmo de sus pisadas, supieron que se había echado a correr tan pronto como la puerta estuvo cerrada.
—Volverá —predijo Bricker.
Jan suspiró.
—Sí, lo sé.
—Sabes, Jan, no es la primera vez que oigo decir que hay criaturas a bordo. Este portaaviones mide más de trescientos metros de largo, más de setenta y cinco de ancho, y siete de sus niveles se encuentran bajo el agua. Es enorme. Tiene muchos lugares que no he visto nunca.
—¿No me dirás en serio que el ejército los tiene aquí escondidos? ¿Con qué propósito?
Bricker se quitó la mascarilla y las gafas, y miró a Jan.
—Antes de que llegaras, de vez en cuando me ordenaban que hiciese cosas raras y que no se lo contara a nadie. Has trabajado aquí lo suficiente como para que no tenga remilgos en decírtelo. Cada cierto tiempo, un miembro de la tripulación me traía muestras de masa cerebral y me pedía que las analizara. Todavía guardo algunas de esas muestras. Yo les dije que las había destruido después de analizarlas. Apenas si puedo hacer nada más que un estudio celular normal, porque no disponemos de microscopio electrónico, pero ahora mismo trabajamos en ello. A mí tan sólo me ordenaron un examen médico ordinario, pero les hice pruebas que iban mucho más allá.
Jan dejó resbalar el cuerpo sobre el taburete de acero inoxidable y se puso en pie.
—¿Por ejemplo?
—Bueno, para empezar, utilicé el géiger médico. La materia cerebral registraba notables picos de radiación. No eran suficientes para hacerle daño a nadie, porque la muestra de cerebro era demasiado pequeña, pero sí para revelarme varias cosas. Lo suficiente para saber que el trozo de cerebro procedía de un lóbulo frontal que probablemente había pertenecido a una de esas criaturas. No una de las que caminan pesadamente…; una de las irradiadas. Lo más alarmante de todo era que nadie había llevado a cabo un reconocimiento en el continente, ni una operación de captura durante las dos semanas previas a la recepción de la muestra. Estaba muy fría cuando la dejaron a mi cargo… había salido de un refrigerador. Estaba mucho más fría que la temperatura ambiente de la habitación; recuerdo que lo expliqué en mi informe.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer?
—Nada, Jan. No haremos nada y nos preocuparemos de nuestros propios asuntos. No serviría de nada que levantáramos la liebre.
Jan, indignada, salió de la enfermería sin sacarse la bata ni decir adiós.
Bricker le gritó cuando estaba en el pasillo:
—Jan, esto tiene que quedar entre nosotros. ¿De acuerdo?
Jan sintió la tentación de arrearle un manotazo a Bricker, pero su buen sentido le dijo que no habría servido para nada.