El Hotel 23 —sureste de Texas.
La Fuerza Expedicionaria Fénix adoptó un ritmo de vida confortable. No era nada malo de por sí, pero Doc temía que pudieran encontrarse en peligro si se relajaban. El lugar donde se encontraban era seguro y no tenían ningún indicio de que Remoto Seis los hubiera descubierto. No había nadie en la Fuerza Expedicionaria Fénix que supiera mucho acerca de Remoto Seis; todos ellos habían leído los informes y se habían dado cuenta de las grandes lagunas que se encontraban en los datos.
Hacía una semana, Doc había empezado con las sesiones de entrenamiento en lanzamiento de misiles. En un primer momento, los ejercicios habían sido muy impopulares entre los otros tres. Doc los despertaba a cualquier hora para que practicaran el lanzamiento contra un objetivo ficticio. Pero había llegado el momento en el que empezaban a acostumbrarse a las sesiones de entrenamiento y entendían las razones por las que se hacían. Doc había tenido razón desde el principio…: la orden de lanzamiento podía llegarles sin previo aviso.
La noche anterior, Disco y Hawse habían salido al otro lado de la alambrada para examinar las compuertas del silo. Al llegar, vieron que habían quedado ocultas bajo el follaje y que estaban cubiertas de redes de camuflaje gastadas y estropeadas.
—Hawse, quita esa mierda de encima de las compuertas. Yo te cubriré.
—¿Qué? ¿Tú te crees que voy a confiar en que un tío del ejército me guarde las espaldas mientras hago este trabajo de contrato basura? —dijo Hawse entre risas.
—Lo que a ti te parezca, tío calentorro. ¿A ti te gustó que abrieran las puertas del ejército a los homosexuales declarados antes de que empezara esta mierda? —dijo Disco.
—Me quedé felicísimo, joder. Así me tocan más mujeres. Mientras no me asusten a los caballos, me importa un pepino lo que hagan el resto de tíos del cuartel.
—Acaba de despejar la compuerta y así nos podremos marchar de aq…
Ambos oyeron un sonido… demasiado fuerte como para que hubiera sido el viento.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Disco, casi en susurros.
—Mierda. Prepárate, Disco, yo controlo el este, tú el oeste.
—Sí.
Observaron sus respectivas áreas en busca de movimiento.
—No están muy lejos, quédate cerca de las compuertas del silo —dijo Disco.
Pasaron unos minutos. El viento cobró fuerza y agitó los árboles en una y otra dirección en un radio de diez metros.
—He visto algo —le dijo Disco a Hawse, en voz baja, sin volver el rostro.
Al instante, Hawse se apostó hombro con hombro al lado de Disco. Empuñó la carabina y activó el láser infrarrojo.
—¿Dónde está, tío? —preguntó.
Disco levantó su propia carabina y activó el láser.
—Allí, mira. ¿Qué coño es eso?
Una nube se apartó y dejó a la vista una luna llena que iluminó todo el lugar. En situaciones de estrés como ésa, las mentes de los hombres tienen tendencia a degradarse y desquiciarse. Así que, por supuesto, el primer impulso de Hawse fue tirar del gatillo.
Se oyeron los sonidos sordos de los disparos.
Las balas se hundieron en carne; el sonido era trágicamente familiar. La criatura avanzó hacia ellos desde la penumbra que envolvía a los árboles. Instintivamente, Disco y Hawse dispararon tres cartuchos contra el cráneo de la criatura; la cabeza de esta explotó, y los trozos podridos del tercio superior saltaron hacia el cielo nocturno. La criatura cayó al suelo a tres metros de donde estaban ellos, y poco después se oyó el sonido de las astillas del cráneo que descendían entre el follaje.
—¡Qué puta mierda! —exclamó Hawse.
—Tío, cállate. ¿Es que quieres que vengan todavía más? No grites.
—Disculpa, es que esta vez lo hemos tenido muy cerca. ¿Puede ser que nos acechara? Ese sonido… Y he disparado tan sólo porque he sentido que alguien me miraba.
—Yo también lo he oído —dijo Disco.
—Vale, joder. Cúbreme de nuevo. Voy a despejar las compuertas y luego nos marchamos. Puede que sean los nervios, pero tengo la sensación de que vuelven a observarme.
—Mira esa criatura. Parece nueva —comentó Disco, al tiempo que contemplaba el cadáver.
—Concéntrate. Mantente a distancia; quizá sea radiactivo. Los de Inteligencia dijeron que las bombas los conservaban… y los volvían más peligrosos.
Hawse despejó la compuerta, quitó la maleza y las redes de camuflaje, y apartó la tierra y las piedras. Ambos regresaron al Hotel 23 a marcha acelerada, sin pensar en los muertos que pudieran observarlos entre los árboles, ni en la compuerta que habían dejado limpia y que podía descubrir cualquiera (o cualquier cosa) que espiara desde lo alto.
Remoto Seis.
Dos semanas después de que empezara la plaga.
—¿Situación? —gritaba una voz entre las sombras.
—Bueno, hum, podríamos decir que las ciudades han quedado inhabitables.
—Explíquese mejor.
—Pero bueno, por Dios bendito, ¿qué coño quiere usted que le explique? D. C., Nueva York, Atlanta, Los Ángeles, Seattle…; no hay nada que explicar. ¡Todo el mundo ha muerto! —El operador pulsó una secuencia de botones en la pantalla táctil y apareció la imagen por satélite de una metrópolis insular. Manipuló la escala, mientras la ominosa figura que asomaba por detrás de su hombro izquierdo miraba.
El operador contempló el conjunto y luego agrandó la imagen de Manhattan.
Los escombros dispersos y los esporádicos incendios daban forma a la escena que aparecía en las pantallas. Lentas figuras caminaban pesadamente por entre el humo y deambulaban por las calles. Ambos se fijaron en un movimiento más rápido: un pequeño grupo de supervivientes, armados con bates de béisbol, se movían en torno a las criaturas, por entre los coches abandonados.
La mecánica orbital del satélite de reconocimiento que se encontraba sobre Nueva York hizo que el visionado de las imágenes adoptara un ángulo extraño.
Los dos hombres observaron en silencio a los supervivientes. «Están condenados». El fenómeno se difundía con excesiva rapidez y no había ningún lugar donde pudieran refugiarse. El Túnel de Lincoln vomitaba humo por sus dos extremos. Los aviones de combate habían destruido ya los puentes en un intento fallido por impedir que continuara el contagio. Habían cerrado el establo después de que el caballo huyera.
Las escasas noticias que aún se retransmitían habían informado de que incluso las personas que morían por causas naturales se levantaban también. Los hombres de Remoto Seis no sabían cómo explicarse aquel fenómeno. Los analistas de datos habían formulado una única hipótesis: todo el que se haya expuesto al aire libre debe de transportar dentro de su cuerpo, durmiente, la causa de la anomalía.
La negra figura que estaba en pie frente a las pantallas que informaban de la situación era conocida por el nombre de Dios. Allí, los nombres de verdad eran inútiles y quedaban ocultos bajo un tabú. Los nombres código que les habían dado tenían como función el representar de manera aproximada las posiciones de las personas que designaban.
Dios había iniciado su carrera en la dirección de operaciones de la CIA, y había concebido y ejecutado programas de operaciones secretas dentro del territorio de Estados Unidos. Le habían entrenado los mejores, los más brutales. Su maestro había muerto hacía tiempo, y tenía el dudoso pero altamente secreto honor de haber creado las reglas de juego por las que se había regido la Operación Northwoods, un programa de falsos atentados terroristas dentro de Estados Unidos para asesinar civiles y culpar a elementos radicales. Su propósito era suscitar el apoyo de la opinión pública de cara a una invasión militar de Cuba.
Dios era un prodigio de verdadera tiranía. Su organización secreta había invertido el dinero necesario para que nacieran Google y otros gigantes de DARPAnet. En los niveles más elevados de inteligencia secreta, su organismo, en colaboración con la Agencia de Seguridad Nacional, tenía acceso directo y sin cortapisas a todo: correo electrónico privado, búsquedas de personas individuales en la web…, todo. La antigua identidad de Dios había desaparecido y, en algún lugar de Virginia, la había reemplazado una estrella en la pared. Poco después de que desapareciera, se le dio la orden de que se pusiera al mando de lo que tan sólo unos pocos miembros del gobierno conocían bajo el nombre de Remoto Seis. Sólo Dios sabía lo demás.
En las altas esferas había muchos laboratorios secretos de ideas que trabajaban tan sólo en obtener información. Remoto Seis también, por supuesto, pero, además, también llevaba a cabo misiones. Podía tomar decisiones, y realizar operaciones cinéticas con los recursos y el poder que les otorgaban unas autoridades temerosas. Personas que no querían ensuciarse las manos ni conocer los detalles. Este nodo de toma encubierta de decisiones no se encontraba en un lugar cercano al Distrito de Columbia. Su existencia transcurría lejos del radar político y de la influencia de posibles canallas y de políticos soñadores recién elegidos. Remoto Seis había sido fundado antes de la segunda guerra mundial y había tenido un papel en todo, desde el lanzamiento de la bomba atómica sobre Japón hasta el asesinato de oficiales del ejército norvietnamita dentro del Programa Fénix, pasando por operaciones de desestabilización similares y más recientes en el Próximo Oriente. Remoto Seis tomaba las decisiones importantes. La separación de poderes garantizaba el equilibrio entre estos y la fachada de gobierno constitucional, pero entidades secretas como Remoto Seis tiraban de los hilos tras el telón del mago.
En las entrañas de Remoto Seis había dos sistemas gemelos de computadores cuánticos avanzados bajo control de Dios. Discos duros múltiples y redundantes de hologramas cuánticos preservaban la totalidad del conocimiento humano, desde las técnicas necesarias para hacer fuego hasta los detalles del gran colisionador de hadrones, y mucho más.
Todas las canciones jamás compuestas y todas las películas jamás filmadas se habían almacenado y archivado allí. Se realizaban exploraciones periódicas de la totalidad de Internet y todo quedaba registrado también mediante el almacenamiento cuántico. Aunque la humanidad desapareciera, sus preciosos conocimientos científicos y su arte no desaparecerían.
Un indicador de mensaje entrante apareció en la pantalla plana. Estaba dirigido al jefe de la base. Dios se acercó a la pantalla que parpadeaba y le ordenó a un asistente que imprimiera el documento. En cuanto el mensaje hubo salido de la impresora, Dios se puso a leer.
«La situación es catastrófica e irreversible. El paquete de opciones Petición R6 se ha cargado por todos los medios viables en el LAN de la Sala de Seguimiento del Pentágono II».
Dios se rió con fuerza, porque se imaginó al presidente al otro extremo de la transmisión, en la base alternativa de las montañas de Shenandoah, cagado de miedo. Haría lo que le dijesen, al menos de momento. Dios se encargaría de introducir la información en los cuantos.
Posibilidades de origen vírico: 90,3%.
Posibilidades de origen distinto: 9,7%.
**Error de +/— 2,4% ** falta de datos.
¿Desea usted otro análisis? S/N.
—.
INPUT población EEUU: 320.520.068.
INPUT porcentaje de infección: 100%.
OUTPUT tomando como base la situación de las infraestructuras, los inventarios de recursos de la nación y los datos archivados sobre el clima.
Posibilidad de que los no muertos sean mayoría dentro de treinta días: 100% Posibilidad de que los no muertos sean mayoría dentro de quince días: 94,3% ¿Desea usted otro análisis? S/N.
—.
INPUT población estadounidense por ciudades / cincuenta más pobladas.
INPUT pregunta: ¿Cuántas ciudades entre las más pobladas habrá que destruir para que los no muertos sigan siendo minoría en el día treinta?
OUTPUT tomando como base el 55,2% de conversión por día: veinte.
Ciudades que hay que destruir para que los no muertos sigan siendo minoría en el día treinta: 276.
OUTPUT tomando como base la densidad de no muertos en la vecindad de los centros de las ciudades y en el despliegue adecuado del armamento termonuclear.
¿Desea usted otro análisis? S/N.
Dios tenía ya sus cálculos: los cuantos nunca se equivocaban. Cada vez que recibían output automático, era como una puñalada de las fuertes. Incluso en situaciones en las que disentir de los cuantos parecía la única opción viable, el tiempo acababa siempre por darle la razón a la presciencia de la inteligencia artificial. En la primera década del siglo XXI, los cuantos habían aconsejado que no se iniciara una guerra de larga duración en Iraq, y luego contra la inyección de estímulos en una economía que se venía abajo.
Aquellos cabrones gemelos estaban conectados a Internet, SIP, JWICS, VORTEX, NSAnet, y a todas las redes extranjeras del mundo, aun cuando tuviesen que descifrarlas de cualquier manera. Capturaban información en tiempo real y podían hacer tremebundas estimaciones sobre problemas que nadie sabía que existían. Los cuantos estaban conectados incluso con el espectro de las frecuencias de radio, y analizaban las llamadas por móvil y otros tipos de transmisiones. Estaban diseñados para comprender el habla humana y presentar un output basado en la sintaxis normal de la lengua hablada. Se rumoreaba por Remoto Seis que los dos computadores cuánticos, si coordinaban sus esfuerzos, eran capaces de predecir con acierto lo que iba a suceder durante los próximos seis meses mediante el espionaje de los diferentes nodos y la conexión entre frases que revelaban el subconsciente en gran cantidad de mensajes de texto que circulaban por Internet.
No tardaría en llegar otro mensaje al escritorio de Dios, y su tema sería «Horizonte». Ah, sí, Dios lo sabía todo sobre el pequeño esqueleto. Su equipo directivo había estado en contacto con los científicos de Mingyong por medio de correspondencia encriptada. Toda la información proporcionada por el Programa Horizonte se analizaría luego y se introduciría en los cuantos, pese a todos los esfuerzos de los agentes de ciberdefensa de la Comisión Militar Central china. Pero todavía no. Iba a estar ocupado con la destrucción de ciudades, que realizaría por medio de intermediarios.
A un kilómetro de la costa de Hawaii.
Es la hora de empezar. El equipo de operaciones especiales acaba de partir. Las aeronaves no tripuladas Scan Eagle están en el aire, y Saien y yo nos encargamos de controlar la recepción de imágenes en infrarrojos. Aunque los aparatos estén estabilizados con giroscopios, la imagen que recibimos no tiene una calidad comparable a la del Predator. La ventaja es que estas pequeñas aeronaves se pueden lanzar desde la cubierta de un submarino y no exigen mucho mantenimiento ni combustible.
Hoy mismo nos han reenviado un mensaje de Tara en el que me ponía al corriente de lo que sucede en el portaaviones. También ha tenido la amabilidad de indicarnos el movimiento de John sobre el tablero de ajedrez.
La amo, y ahora me doy cuenta más que nunca. Ojalá pudiese superar las barreras que me impiden expresárselo de manera más abierta, aunque fuera tan sólo sobre esta hoja de papel.
Al pasar tanto tiempo lejos de ella, mis sentimientos se vuelven todavía más intensos, porque tengo un vacío en el pecho desde el momento en el que dejé una parte de mí mismo a bordo del portaaviones. Haré todo lo que pueda por volver entero y no infectado, por abrazarla de nuevo.
Aunque no soy el típico tío emotivo, al ver partir a esos hombres hacia la isla lo he sentido por ellos. Puede que no vayan a tener tanta suerte como yo. Casi me siento culpable, como si hubiese una determinada cantidad de suerte en el mundo y yo la hubiera gastado casi toda. Para aclararme las ideas, voy a regresar a mi camarote, y emplearé un tiempo en trazar el movimiento de John sobre el tablero y planear la respuesta. Así pasaré el rato hasta que me necesiten. Su jugada más reciente tiene un aspecto muy extraño. Voy a tener que adivinar qué es lo que ha querido decirme. Hasta ahora, me enviaba movimientos del tipo:
«John contra Kil: K a 3C».
Pero su último movimiento consiste en una serie de combinaciones con este aspecto:
«John contra Kil: W&I pg34 pl34 BT pg34 pl55».
Y la combinación se alarga bastante más.
Voy a tener que pasar un rato frente al tablero para averiguar lo que ha querido decir. Ha mandado demasiadas combinaciones como para que puedan entenderse como un único movimiento de ajedrez. Quizá haya habido algún problema con la transmisión.
Máximo dominadas: 10.
Flexiones de brazos: 90.
2,5 km en la cinta ergométrica: 10,58.
A treinta mil metros sobre territorio chino.
Muy por encima de la Tierra, un ingenio volador con forma de triángulo se desplazaba a Mach 6. Sus sensores estaban pendientes de lo que ocurría en tierra, en la República Popular China.
—Aquí Mar Profundo llamando a la base, Bohai, cambio.
La voz retransmitida sonaba maquinal y amortiguada, porque el piloto hablaba con la máscara de oxígeno puesta.
—Indique altitud, Mar Profundo.
—Mar Profundo a treinta mil metros, Mach seis punto uno.
—Recibido, Mar Profundo, hoy vamos un poco lentos. ¿Cómo está el visionado?
—Las cámaras están giradas, no ha habido cambios desde la última misión. Un veinte por ciento de Beijing sigue en llamas, ni rastro de detonaciones no convencionales al alcance del sensor. Sigue intacta, Base.
—Recibido. ¿Cree que podría ir hoy mismo hasta Moscú, Mar Profundo?
—A Base, eso serían treinta y dos mil millas náuticas de vuelo. Podría llegar en treinta y ocho minutos. ¿Prioridad uno?
—No, Mar Profundo, esta vez no es prioritario.
—Recibido, Base, me mantengo en la prioridad indicada por el gobierno en funciones.
—Entendido, Mar Profundo, sólo queríamos saber si tendría tiempo.
La nave negra prosiguió con su patrulla hipersónica sobre las regiones de Bohai, en China. El piloto apuntó la cámara multiespectral a la plaza de Tiananmen para obtener una calibración óptica e inició el cambio de la visión eléctrica a la térmica. Los cientos de millares de no muertos andantes estaban fríos. Entonces, el piloto empezó a introducir la contraseña de la pantalla multifuncional para acceder a las coordenadas de las instalaciones. El piloto sabía que se trataba de un lugar donde, en lo más profundo de sus entrañas, se ocultaba un secreto tan clasificado que el mero acceso a su conocimiento, sin autorización previa, habría sido motivo suficiente para que lo mataran. Incluso antes de la anomalía.
Pronto, tal vez al cabo de una semana, la Fuerza Expedicionaria Clepsidra entraría en Bohai y, por lo tanto, en aguas chinas. El piloto tendría que hacerse cargo de una última prioridad en la misma área, una misión de apoyo a Clepsidra que coincidiría en el tiempo con la incursión. Después, ya no sería seguro permanecer allí, teniendo en cuenta lo que se había planeado para la extracción de la Fuerza Expedicionaria.
El pajarito prosiguió con su ruta de reconocimiento y sacó millares de fotografías digitales e imágenes de vídeo en alta resolución que se analizarían y se entregarían al gobierno en funciones. A continuación descenderían por el escalafón del ejército hasta llegar a manos de la Fuerza Expedicionaria Clepsidra para que ésta pudiese planear su misión. Todo conocimiento de la existencia de la aeronave que pilotaba, e incluso de sus capacidades, había quedado sepultado bajo un programa especial de acceso que había costado billones de dólares, en un tiempo en el que los acrónimos y nombres código del gobierno aún contaban para algo.