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Costa septentrional de Oahu.

—Contramaestre, ¿cómo está el sol? —preguntó Larsen.

—En el horizonte, señor, no va a durar mucho —respondió el contramaestre de la armada, el Sr. Rowe.

—Muy bien, llévanos arriba.

El Virginia emergió en seguida, a media milla náutica de las hermosas playas hawaianas de la costa septentrional de Oahu. A aquella distancia, la situación en la costa era muy clara.

La escotilla se abrió y permitió que la brisa marina entrara. Los no muertos hawaianos eran ya algo más que una imagen en los instrumentos del submarino. Sus gemidos recorrían la distancia y se abrían camino entre las espumas hasta llegar a oídos de la tripulación. El submarino parecía amplificar el sonido como cuando atamos latas de sopa a los dos extremos de una cuerda.

Lo que se oía no era simplemente intranquilizador.

—¡Calla, cierra esa maldita! —gritó un marinero, al tiempo que se cubría los oídos con las manos.

—¡Y tú cierra esa boca! —bramó Larsen.

Los gimoteos no cesaban. Kil y el capitán se encaramaron por la escalerilla, subieron por la torreta y salieron al aire libre. Se valieron de unos prismáticos para estudiar la situación y aprovecharon los últimos rayos de sol procedentes del oeste.

—¿Cree usted que saben que estamos aquí? —preguntó Larsen.

—Probablemente. Tienen sentido de la vista… No sé muy bien cómo les funciona, pero lo tienen. No obstante, probablemente, no es eso lo que nos ha delatado. Oyen rematadamente bien, no me pregunte usted cómo. Debemos de haber hecho ruido al emerger, ¿verdad? —dijo Kil.

—No mucho, pero un poco, sí.

—Pásemelos, por favor —dijo Kil, y alargó la mano para que le diera los prismáticos.

Kil echó una larga mirada de un extremo al otro de la playa y observó a las criaturas. Aunque en un momento como aquel no tuviera ninguna gracia, pensó que, si se tomaba el tiempo necesario para concentrarse y bizqueaba un poco, tal vez distinguiera unas pocas camisas hawaianas entre la multitud. Contuvo una carcajada y le devolvió los prismáticos a Larsen.

—Bueno, usted está aquí como asesor, y espero que me asesore —espetó Larsen.

—Ya he dejado bien clara mi posición, capitán. Son dieciséis kilómetros en línea recta desde aquí hasta la entrada de la cueva, unas pocas horas en las instalaciones para ponerlo todo a punto, y luego otros dieciséis kilómetros de vuelta. Yo no puedo decir de ningún modo que este viaje de treinta y dos kilómetros, con el único objetivo de tomar el control de unas instalaciones que tal vez no contribuyan a esta misión, merezca todos los riesgos que comporta. El Virginia dispone de instrumentos de observación que pueden proporcionarnos toda la información que necesitamos.

Larsen se tomó un momento para sopesar sus argumentos y luego dijo:

—La Base Aérea de Wheeler y Kunia no están precisamente cerca de la costa. Usted mismo dijo que esas criaturas debían de haberse alejado del centro de la isla, y que se habrían concentrado en su mayoría a lo largo de las playas.

—Puede ser —dijo Kil—. Si me equivocara, nuestra Fuerza de Operaciones Especiales podría verse cercada por unos pocos millares de criaturas radiactivas. Me he equivocado otras veces.

—Tomo nota.

—¿Le han informado del número exacto de bombas nucleares que estallaron aquí hace casi un año?

—Los informes dicen que sólo una. Sobre Honolulu soplan vientos fuertes. La lluvia radiactiva debió de ser moderada. Hoy, el estado de la mar nos ha impedido salir a la superficie y lanzar los Scan Eagles. Haremos volar al pajarito con los infrarrojos esta misma noche, cuando el equipo llegue a la costa.

—Doy por sentado que, de todos modos, irán con trajes aislantes. ¿Verdad que sí?

—Correcto. También llevarán dosímetros y medirán a intervalos regulares la radiación a la que están expuestos. La bomba detonó en el sur de la isla, unos cincuenta kilómetros al sureste de aquí, sobre el centro de la ciudad, a más o menos cincuenta metros de altitud. Lo más probable es que el viento haya empujado la mayor parte de la radiación en dirección al este, hacia el mar.

—El pulso electromagnético transportado por esa corriente de aire se lo pondrá más difícil para conseguir medios de transporte. Tal vez haya quemado los circuitos electrónicos de los coches —dijo Kil.

—Es usted un deprimente hijo de perra, Kil.

—Puede ser, pero sobreviví en el continente durante casi un año mientras usted estaba la mar de cómodo en su submarino.

—Eso sí se lo concedo —dijo Larsen.

—No quiero que nadie me conceda nada, capitán. No pido cuartel ni lo concedo.

El equipo de cuatro hombres se encontraba en la inestable cubierta del submarino, al aire libre, y contemplaba las aguas hawaianas iluminadas por la luna. Lo normal era que en aquella época del año las olas fuesen más altas. Los encargados de la aeronave no tripulada también estaban en cubierta y preparaban el aparato para su lanzamiento.

Se llamaban Rex, Huck, Griff y Rico. No eran sus nombres de verdad, pero los militares no habían abandonado sus hábitos, ni siquiera durante el Armagedón. Los nombres no tenían ya mucha importancia y, con todo, seguían llamándose por sus denominaciones en clave.

El intérprete de chino que viajaba en el submarino salió por la escotilla con la mochila abarrotada de manuales clasificados que contenían información acerca de la cueva. Asintió con gesto amistoso a los miembros del equipo, enfrascados en preparar el material que iban a llevarse. Aunque su verdadero nombre fuese Benjamin, el equipo lo había bautizado en seguida como el Rojillo, aunque fuera un muchacho blanco de veinticuatro años, procedente de Boston, que jamás había puesto pie en territorio chino ni en el de ningún otro país comunista. Había aprendido el chino que sabía en Monterey, California, después de que lo seleccionaran para servir como especialista en lenguas en los servicios criptológicos de la armada.

Antes de salir al aire libre, los operativos habían pasado un rato sentados en compañía del hombre con el que habían volado hasta el submarino y del compañero de éste, procedente del Oriente Medio.

—Ante todo, querría deciros que no pretendo, en absoluto, deciros cómo tenéis que llevar a cabo vuestra misión. Tan sólo quiero plantearos algunos de los problemas que encontré y explicaros lo más básico sobre cómo sobreviví durante el tiempo en el que tuve que desplazarme a pie por los dominios de los no muertos en Louisiana y en Texas. Seguro que algunas de las cosas que os contaré ya las tenéis perfectamente dominadas, por ser quienes sois, por ser lo que sois. Con todo, en la soledad de mis viajes tomé notas que tal vez os resulten útiles en el camino hasta las instalaciones de la cueva.

Kil tuvo buen cuidado de no explicarles que había llevado un diario detallado de todo lo que le ocurría, y se refería a sus anotaciones como si hubieran sido meros apuntes.

Empezó a recitar algunas de las principales lecciones que había aprendido, una parte de las cuales se había escrito literalmente con sangre.

—Avanzad durante la noche…; por supuesto que eso ya lo sabíais, pero tengo que recalcarlo, porque es el primer punto de mi lista. Igual que nosotros, ven mal cuando es de noche, y los anteojos de visión nocturna os darán ventaja sobre ellos. Comprobad a menudo que las carabinas estén en condiciones de disparar. No voy a insistir sobre ello. Dormid lejos del suelo. A menos que contéis con un pelotón que monte guardia en torno a vosotros, es peligroso dormir en cualquier sitio que se encuentre al alcance de las criaturas. Os encontrarán. Deteneos a menudo y escuchad. Seguid rutas paralelas a las carreteras y no entréis en las más anchas. Por el motivo que sea, las carreteras principales atraen a esas criaturas. Llevad mucha agua en el cuerpo. Eso quiere decir que, si tenéis agua a mano, lo mejor es bebérsela. Llevad las armas siempre lubricadas, porque en cualquier momento tendréis que emplearlas. Yo tuve que utilizar aceite de motor con la mía después de un accidente de helicóptero. Protegeos los ojos…, es probable que puedan infectaros si os salpican en la cara.

El equipo le escuchaba con cortesía, pero Kil tenía la sensación de que tan sólo le seguían la corriente.

—Si no os queda más remedio que buscar refugio sin poder separaros del suelo, buscadlo en lo alto de una colina, y dentro de un coche o camión, y tened bien agarrado el freno de mano. De ese modo, si os tienen rodeados, podréis quitarle el freno y bajar en punto muerto, y así escaparéis del peligro. En pequeño número no constituyen una verdadera amenaza, pero, si son más de diez, podrán reventar el coche en el que os encontréis y sacaros de dentro, igual que haríais vosotros al quitarle la cáscara a un bogavante. No sé el motivo, pero algunas de las criaturas que he matado tan sólo cayeron al dispararles a la cabeza por segunda vez.

Uno de los muchachos del equipo le interrumpió con una pregunta:

—¿Cuántos dices que llegaste a encontrar a la vez?

La pregunta molestó a Kil; era evidente que el hombre no se había leído bien los informes. Kil tomó aliento y dijo:

—Te llamas Huck, ¿verdad?

—Sí, ése soy yo.

—Verás, Huck, Saien y yo nos encontramos con un enjambre entero en el camino de vuelta. La organización con la que estábamos en contacto en ese momento me informó de que el enjambre superaba los quinientos mil miembros.

—¿Y cómo coño lograste sobrevivir? —preguntó Huck con escepticismo.

—Es una larga historia. Intervienen en ella un tanque Abrams, una aeronave no tripulada Reaper con bombas de doscientos treinta kilogramos guiadas por láser, un puente, y la suerte. Ya te lo contaré otro día.

De pronto, el equipo de incursión estaba atento a lo que explicaba Kil. El peligro del que Saien y él mismo habían escapado en el continente era de una magnitud tal como para no dejar supervivientes.

—Algunos detalles menores. En estos momentos, todos los perros deben de haberse asilvestrado. Yo los evitaría. Los he visto atacar a los no muertos nada más verlos. También podrían atacaros a vosotros, no lo sé. Si os atacaran, podrían infectaros con la carne muerta que tal vez llevarán en las mandíbulas. Ahora os diré lo último, pero no lo menos importante, y haced el favor de prestarme atención: una bomba nuclear estalló hace meses sobre Honolulu. El capitán Larsen piensa que el ciclo climático hawaiano podría haber arrastrado una parte de las partículas radiactivas en dirección al Pacífico. Con todo, os recomiendo que evitéis todos los objetos grandes y metálicos, como autobuses escolares y tractores con remolque, si se hallaban en la línea de visión de la explosión nuclear. Lo más probable es que estén radiactivos como un camión de bomberos en Chernóbil. Pero no es este último lo que más tiene que preocuparos. Por motivos que desconocemos, la radiación tiene un profundo efecto sobre las criaturas.

Huck le interrumpió de nuevo.

—Hemos leído en los informes de Inteligencia que se vuelven algo más rápidas. No tendremos problemas con eso.

—Vale, Huck, como parece que ya lo sabes todo, ¿por qué no te pones tú al mando de esta misión? Mi trabajo con vosotros ha terminado… Buena suerte.

—Huck, cierra la boca de una vez, coño, y déjale que hable —dijo uno de los otros hombres—. Yo estoy tomando notas y no me importa una puta mierda lo que pienses tú sobre los informes de Inteligencia. Yo sigo escuchando. Quédate, por favor, y acaba de contárnoslo.

Kil ya se lo había esperado y se volvió para proseguir como si no hubiera ocurrido nada.

—Muy bien, entonces, como os decía, la radiación los vuelve muy veloces y más inteligentes. Pero no tendréis que preocuparos tan sólo por su velocidad. Diréis que me he vuelto loco, y me dará igual, pero la noche que… Esperad un segundo, dejadme que lo busque.

Kil revolvió sus notas en busca de un incidente específico que tal vez le encendiera la bombilla a Huck.

—Está aquí. Yo huía y me refugié en una casa abandonada. Mientras miraba lo que podía encontrar por el piso de abajo, se me cayó algo que llevaba en la mochila y alerté así de mi presencia a una criatura que estaba fuera. La criatura agarró una hachuela y se puso a golpear la puerta con ella para poder entrar. Aquella misma noche escapé por una ventana del piso de arriba. Al día siguiente había trepado a lo alto de un autobús escolar para poner a salvo mis cosas y entonces la misma criatura me atacó con la hachuela. Supe que era la misma criatura porque el día antes me había arriesgado a echarle una ojeada por el ojo de la cerradura. No me cupo ninguna duda de que era distinta de las demás. Las he visto correr, y a veces razonar, al menos en un nivel muy rudimentario. También los he visto hacerse los muertos después de que les pegase un tiro. Perdí un marine a sus manos a bordo de un guardacostas, una embarcación de la que se había adueñado un pequeño número de no muertos irradiados. Yo digo que los que tienen habilidad son el diez por ciento superdotado, porque he visto que uno de cada diez son distintos. También querría añadir algo que no puedo demostrar, pero que tal vez tenga alguna importancia. Esta isla sufrió el ataque nuclear en su centro de población. Apuesto a que mi teoría del diez por ciento, que sí es apropiada para el continente, no se aplicará en esta isla; la proporción de criaturas irradiadas será mucho más alto. Podría ser que aquí estuvieran irradiadas tres o cuatro de cada diez.

El mismo que momentos antes le había defendido contra Huck saltó con su propia pregunta:

—Me llamo Rex, quizá no te acuerdes. Querría preguntarte por tu experiencia en movimiento y evasión. ¿Hay algo especial acerca de nuestra manera de movernos que tengamos que saber?

—Buena pregunta. La mejor manera de evitar sorpresas es que mantengáis siempre un área de seguridad de tres metros de diámetro a vuestro alrededor. Ya me entendéis, la clase de sorpresas que lo agarran a uno y lo arrastran hacia la ventanilla de un coche, o cortan manos de un mordisco al abrir la nevera de un colmado en ruinas.

—¿Eh? —respondió Rex, confuso.

Kil prosiguió.

—Puede que esto se contradiga con todo lo que aprendisteis antes de que los muertos caminaran. Tenéis tendencia a mantener el cuerpo pegado a todo lo que pueda cubriros, a paredes y demás. Si actuáis de ese modo al luchar contra esas criaturas, podéis morir. ¿Qué clase de dispositivos de visión nocturna empleáis?

—Empleamos PVS-15 y PVS-23. También llevamos una mira híbrida: visión nocturna con visión térmica. Es buena para la identificación visual de cuerpos calientes. ¿Por qué?

—Probablemente ya lo sabéis, pero los ojos de los no muertos no se van a reflejar en vuestros anteojos como los de un ser vivo. Ése es un motivo para que no os guiéis por la visión térmica.

—Entiendo.

Kil se acercó a los hombres y les estrechó la mano.

—Buena suerte, muchachos. Os la deseo en serio.

—Gracias, comandante.

Habían cargado ya todo el equipo y la lancha estaba a punto para trasladarlos a la costa. El capellán castrense entró en el área donde se preparaba la Fuerza de Operaciones Especiales y pidió que se le permitiera hablar con los hombres antes de que se marcharan.

—Sé que algunos de vosotros ya no creéis en Dios, pero hay otros que sí, y yo sé que sigo creyendo en Él, y querría ofrecer una plegaria con vosotros, muchachos, si no os importa. Un rezo por que volváis sanos y salvos.

—Adelante —dijo Rex.

—Roguemos. —Los hombres inclinaron la cabeza. El capellán prosiguió—. Señor, estos hombres caminarán dentro de poco por el valle de la muerte. Dales fuerzas para que no teman a la maldad. Guíalos en su misión y devuélvelos sanos y salvos al Virginia. Sabemos que, si ésa es tu voluntad, lo conseguirán. En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, amén.

Se oyeron unos pocos «amenes» dispersos, pero incluso estos eran débiles. Ver que los muertos dan caza a todas las personas que has amado es una experiencia que tiende a echar a perder tu perspectiva religiosa y te convierte rápidamente al culto del Monstruo Espagueti Volador. Con todo, siempre se concedía a los capellanes castrenses el tiempo que solicitaban; al fin y al cabo, podría ocurrir que nos equivocáramos con Dios. Era mejor seguirle la corriente al capellán y evitar relámpagos perdidos.

—Vale, muchachos, y ahora, id rápidos como el diablo —dijo Larsen.

Tras dirigirle al capitán un asentimiento de conformidad, Rex guió a sus hombres a la zona de taquillas para que se pusieran los trajes protectores antes de salir al aire libre.

Kil sabía que lo más probable era que ninguno de aquellos hombres regresara con vida. «Seguro que los mandan allí por algún motivo que no dicen», pensó. Aun cuando sus deberes no le permitieran bajar a la costa y lo obligaran a quedarse a salvo en el submarino, no perdía de vista la pequeña armería. Se dio cuenta de que Saien hacía lo mismo. «Nunca se sabe».

—Rico, ¿cómo va la zodiac? —dijo Rex con la voz amortiguada por la máscara protectora.

—Con el depósito lleno y a punto para partir.

—Lánzala al agua.

Rico y Huck empujaron la parte frontal de la lancha desde la cubierta del submarino hasta el océano. Detrás de la torreta, el equipo encargado de la aeronave no tripulada lanzó su pequeño ingenio de reconocimiento al cielo nocturno mediante un sistema provisional de catapulta. El sonido del pequeño motor de gas apenas si se oía entre el estruendo de las criaturas que se hallaban en la costa. La aeronave no tripulada se elevó a los cielos de Oahu.

Rex pasó al otro lado de la torreta para hablar con los encargados de la aeronave.

—Gracias, tíos, os estamos muy agradecidos. Decidles de nuestra parte a los pilotos que están abajo que les deseamos lo mejor y les damos las gracias por estar pendientes de nosotros.

—Lo haremos, señor, que tengan buena suerte.

—Vosotros también. Que tengáis un buen día.

Rex subió a la lancha. Arrancó al primer intento. Era una buena señal.